Por Borja Lasheras, miembro del Observatorio de Política Exterior Española (OPEX). Fundación Alternativas (EL CORREO DIGITAL, 03/04/09):
Es difícil que viva todavía alguno de los firmantes del Tratado del Atlántico Norte, más conocido como Tratado de Washington, que mañana cumple 60 años. Pero si así fuera y pudiera ser testigo del estado actual de la OTAN, imagino bien su asombro. Por varias razones: el éxito de la empresa; las profundas dudas que, sin embargo, aquejan a sus miembros; y su misma pervivencia. Las alianzas entre Estados responden a unos intereses estratégicos concretos en un momento dado, y pueden cambiar ante nuevas circunstancias y por exigencias de la ‘realpolitik’, como bien sabía Bismarck. Como norma son, pues, temporales. No obstante, la OTAN ha venido incluyendo nuevos miembros (muchos del extinto Pacto de Varsovia, su equivalente al otro lado del Telón) y lleva camino de ser la alianza más duradera de la historia moderna. Todo ello dos décadas después del final de la Guerra Fría y la desaparición de la URSS, su ‘leitmotiv’, y realmente sin disparar ni un tiro a pesar de la existencia de evidentes tensiones (y el trasfondo nuclear).
En cualquier caso, los líderes europeos y norteamericanos que se reúnen por partida doble, en Estrasburgo y Kehl, van a estar más ocupados en intentar llegar a acuerdos mínimos que en celebraciones. No es para menos vista la agenda que les espera, que incluye, entre otras cuestiones, la ampliación de la organización con la entrada de Croacia y Albania, mientras que otros países tendrán que esperar -entre ellos, Georgia y Ucrania, visto el querer que les tiene Moscú-; las relaciones con Rusia, basadas en la premisa ‘ni con ella ni sin ella’, ante amenazas como el programa nuclear iraní; el estratégico retorno o ‘rapprochement’ de Francia a la estructura militar integrada, que le permitirá, entre otras cosas, influir en la transformación de la OTAN y quizá reforzar el protagonismo europeo (a la francesa, claro); y, por supuesto, Afganistán.
Sobre esto último, parece probable que el nuevo, carismático y multilateral presidente Obama se encontrará con un cariñoso ‘no’ de gran parte de Europa al aspecto más delicado de su estrategia para ‘Afpak’; esto es, un mayor compromiso militar en ISAF, la misión de la OTAN autorizada por la ONU. No es extraño que en los últimos meses haya cambiado su discurso, conformándose con que aquellos países europeos que no quieran enviar más tropas -o comprometer de verdad las que ya tienen, ayudando a americanos, británicos, holandeses y otros pocos (el Grupo del Sur)- se impliquen más en los programas de entrenamiento del Ejército y Policía afganos, y en general, en los aspectos civiles de la reconstrucción.
En el fondo, Afganistán refleja bien los dilemas de una OTAN que ha funcionado muy eficazmente desde cierto punto de vista, permitiendo a ejércitos diferentes trabajar juntos, utilizar procedimientos y estructuras comunes, etcétera. Pero que arrastra una profunda crisis de identidad. Sus miembros han pasado en pocos años de patrullar la frontera alemana a intervenir en dramáticos conflictos internos como Bosnia (ante la impotencia de la ONU), o a vigilar hoy las aguas del Índico y el Mediterráneo, para hacer frente a terroristas o piratas. Y todo ello invocando una sola vez el artículo 5 -un ataque a un miembro implica un ataque a todos los aliados- para apoyar a EE UU tras el 11-S, terminando, al final, junto al Hindu Kush.
Así, las preguntas que los aliados tienen delante son cada vez más acuciantes y reflejan visiones diferentes de la OTAN. En esencia, son tres: el alcance en el siglo XXI de la Alianza, de la relación transatlántica y, en último término, de la identidad europea. Respecto a la primera de ellas, de nuevo, existen varias opciones fundamentales: la OTAN como una alianza político-militar de defensa del territorio, como fue hasta 1989; una alianza de defensa colectiva y de gestión de crisis como Congo o Darfur; o una especie de ‘policía global’, como quieren algunos y procura rechazar el actual secretario general, Jaap de Hoop Scheffer, cada vez que habla de la transformación de la OTAN. Lo cierto es que no hay fácil respuesta. Hoy la seguridad es un concepto amplio que enfatiza la necesidad de combinar distintos instrumentos civiles y militares ante amenazas como el terrorismo o Estados fallidos, a menudo relacionadas. De ahí que algunos quieran incluir en el futuro nuevo ‘concepto estratégico’ que pondrá en marcha la cumbre cuestiones como la seguridad energética o el cambio climático. Otras posiciones, calificadas como «minimizadoras», quieren limitar por el contrario la Alianza a su misión básica, el artículo 5, bien sea por miedo a desbordarla, bien por franco recelo ante sus vecinos.
En cuanto a la relación transatlántica, que sin duda proclamará la Declaración de la Seguridad de la Alianza de la cumbre, si la seguridad moderna es en efecto una cuestión global, no parece lógico que la OTAN sea «el foro esencial para consultas de seguridad entre Europa y Norteamérica» (como afirmaba la Declaración de Bucarest en 2008). Es por ello que hay voces que piden un foro específico entre un innegable actor internacional como es la Unión Europea, a pesar de sus sempiternas crisis, y Estados Unidos, permaneciendo la OTAN -a la cual pertenecen 21 miembros de la UE- como un marco muy relevante, pero no el único.
El problema, en cualquier caso, no lo tienen los norteamericanos, que tienen otros -y muy serios- y cada vez miran más hacia el Pacífico que hacia el Atlántico. Lo tienen los europeos, que todavía deben definir una visión estratégica de Europa en el mundo moderno, multipolar, donde la cruda realidad de las relaciones de poder son algo que han olvidado a su cuenta y riesgo. Por otra parte, y a pesar de gastar en su conjunto más de 200.000 millones de euros en defensa, los Estados europeos son incapaces de desplegar unos pocos helicópteros en Chad para proteger refugiados en una misión UE, ni tampoco en Afganistán, para ISAF. De ahí el escepticismo estadounidense (y británico) y la proliferación de alianzas ‘ad hoc’, según el caso y a pesar del principio de solidaridad aliada que suscriben todos.
No es tanto el futuro de la OTAN lo que está en cuestión. Hace tiempo que es una gran plataforma de seguridad donde unos Estados se comprometen más que otros, como, en el fondo, lo es la UE. Es el futuro de Europa lo que se está decidiendo a un ritmo vertiginoso, sobre el cual apenas tiene control. Plantearse qué OTAN y qué UE es una responsabilidad de Europa, que haría bien en pensar su papel en un mundo que hace generaciones que no es suyo. Y que va a serlo aún menos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Es difícil que viva todavía alguno de los firmantes del Tratado del Atlántico Norte, más conocido como Tratado de Washington, que mañana cumple 60 años. Pero si así fuera y pudiera ser testigo del estado actual de la OTAN, imagino bien su asombro. Por varias razones: el éxito de la empresa; las profundas dudas que, sin embargo, aquejan a sus miembros; y su misma pervivencia. Las alianzas entre Estados responden a unos intereses estratégicos concretos en un momento dado, y pueden cambiar ante nuevas circunstancias y por exigencias de la ‘realpolitik’, como bien sabía Bismarck. Como norma son, pues, temporales. No obstante, la OTAN ha venido incluyendo nuevos miembros (muchos del extinto Pacto de Varsovia, su equivalente al otro lado del Telón) y lleva camino de ser la alianza más duradera de la historia moderna. Todo ello dos décadas después del final de la Guerra Fría y la desaparición de la URSS, su ‘leitmotiv’, y realmente sin disparar ni un tiro a pesar de la existencia de evidentes tensiones (y el trasfondo nuclear).
En cualquier caso, los líderes europeos y norteamericanos que se reúnen por partida doble, en Estrasburgo y Kehl, van a estar más ocupados en intentar llegar a acuerdos mínimos que en celebraciones. No es para menos vista la agenda que les espera, que incluye, entre otras cuestiones, la ampliación de la organización con la entrada de Croacia y Albania, mientras que otros países tendrán que esperar -entre ellos, Georgia y Ucrania, visto el querer que les tiene Moscú-; las relaciones con Rusia, basadas en la premisa ‘ni con ella ni sin ella’, ante amenazas como el programa nuclear iraní; el estratégico retorno o ‘rapprochement’ de Francia a la estructura militar integrada, que le permitirá, entre otras cosas, influir en la transformación de la OTAN y quizá reforzar el protagonismo europeo (a la francesa, claro); y, por supuesto, Afganistán.
Sobre esto último, parece probable que el nuevo, carismático y multilateral presidente Obama se encontrará con un cariñoso ‘no’ de gran parte de Europa al aspecto más delicado de su estrategia para ‘Afpak’; esto es, un mayor compromiso militar en ISAF, la misión de la OTAN autorizada por la ONU. No es extraño que en los últimos meses haya cambiado su discurso, conformándose con que aquellos países europeos que no quieran enviar más tropas -o comprometer de verdad las que ya tienen, ayudando a americanos, británicos, holandeses y otros pocos (el Grupo del Sur)- se impliquen más en los programas de entrenamiento del Ejército y Policía afganos, y en general, en los aspectos civiles de la reconstrucción.
En el fondo, Afganistán refleja bien los dilemas de una OTAN que ha funcionado muy eficazmente desde cierto punto de vista, permitiendo a ejércitos diferentes trabajar juntos, utilizar procedimientos y estructuras comunes, etcétera. Pero que arrastra una profunda crisis de identidad. Sus miembros han pasado en pocos años de patrullar la frontera alemana a intervenir en dramáticos conflictos internos como Bosnia (ante la impotencia de la ONU), o a vigilar hoy las aguas del Índico y el Mediterráneo, para hacer frente a terroristas o piratas. Y todo ello invocando una sola vez el artículo 5 -un ataque a un miembro implica un ataque a todos los aliados- para apoyar a EE UU tras el 11-S, terminando, al final, junto al Hindu Kush.
Así, las preguntas que los aliados tienen delante son cada vez más acuciantes y reflejan visiones diferentes de la OTAN. En esencia, son tres: el alcance en el siglo XXI de la Alianza, de la relación transatlántica y, en último término, de la identidad europea. Respecto a la primera de ellas, de nuevo, existen varias opciones fundamentales: la OTAN como una alianza político-militar de defensa del territorio, como fue hasta 1989; una alianza de defensa colectiva y de gestión de crisis como Congo o Darfur; o una especie de ‘policía global’, como quieren algunos y procura rechazar el actual secretario general, Jaap de Hoop Scheffer, cada vez que habla de la transformación de la OTAN. Lo cierto es que no hay fácil respuesta. Hoy la seguridad es un concepto amplio que enfatiza la necesidad de combinar distintos instrumentos civiles y militares ante amenazas como el terrorismo o Estados fallidos, a menudo relacionadas. De ahí que algunos quieran incluir en el futuro nuevo ‘concepto estratégico’ que pondrá en marcha la cumbre cuestiones como la seguridad energética o el cambio climático. Otras posiciones, calificadas como «minimizadoras», quieren limitar por el contrario la Alianza a su misión básica, el artículo 5, bien sea por miedo a desbordarla, bien por franco recelo ante sus vecinos.
En cuanto a la relación transatlántica, que sin duda proclamará la Declaración de la Seguridad de la Alianza de la cumbre, si la seguridad moderna es en efecto una cuestión global, no parece lógico que la OTAN sea «el foro esencial para consultas de seguridad entre Europa y Norteamérica» (como afirmaba la Declaración de Bucarest en 2008). Es por ello que hay voces que piden un foro específico entre un innegable actor internacional como es la Unión Europea, a pesar de sus sempiternas crisis, y Estados Unidos, permaneciendo la OTAN -a la cual pertenecen 21 miembros de la UE- como un marco muy relevante, pero no el único.
El problema, en cualquier caso, no lo tienen los norteamericanos, que tienen otros -y muy serios- y cada vez miran más hacia el Pacífico que hacia el Atlántico. Lo tienen los europeos, que todavía deben definir una visión estratégica de Europa en el mundo moderno, multipolar, donde la cruda realidad de las relaciones de poder son algo que han olvidado a su cuenta y riesgo. Por otra parte, y a pesar de gastar en su conjunto más de 200.000 millones de euros en defensa, los Estados europeos son incapaces de desplegar unos pocos helicópteros en Chad para proteger refugiados en una misión UE, ni tampoco en Afganistán, para ISAF. De ahí el escepticismo estadounidense (y británico) y la proliferación de alianzas ‘ad hoc’, según el caso y a pesar del principio de solidaridad aliada que suscriben todos.
No es tanto el futuro de la OTAN lo que está en cuestión. Hace tiempo que es una gran plataforma de seguridad donde unos Estados se comprometen más que otros, como, en el fondo, lo es la UE. Es el futuro de Europa lo que se está decidiendo a un ritmo vertiginoso, sobre el cual apenas tiene control. Plantearse qué OTAN y qué UE es una responsabilidad de Europa, que haría bien en pensar su papel en un mundo que hace generaciones que no es suyo. Y que va a serlo aún menos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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