Por Anthony Giddens, sociólogo y divulgador de la Tercera Vía de Tony Blair. Fue director de la London School of Economics. Su nuevo libro es The Politics of Climate Change. Distributed by Tribune Media Services. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo. © Global Viewpoint (EL PAÍS, 03/04/09):
En la actualidad, el cambio climático y la actitud que hay que tomar ante él son cuestiones que no dejan de aparecer en las noticias. Lo mismo ocurre, claro está, con la recesión económica, de alcance igualmente mundial y por sí sola enormemente preocupante. ¿Pero qué relación puede acabar estableciéndose entre ambos problemas?
Según Sigmund Freud, cualquier crisis puede suponer un estímulo para la parte positiva de nuestra personalidad, siendo una oportunidad de empezar de nuevo. Y esto es algo que no se les ha escapado a los dirigentes políticos. Siguiendo el ejemplo del presidente estadounidense Obama, muchos se han apuntado a la idea de un New Deal del cambio climático. Se entiende que la inversión en tecnologías que producen pocas emisiones de dióxido de carbono, el aislamiento de los edificios y el uso del transporte público pueden ser cruciales para volver a poner en marcha la economía.
Nick Stern, autor del célebre Informe Stern sobre la economía del cambio climático, señala que a esas medidas tendría que destinarse por lo menos el 20% de los fondos para planes de recuperación. Las propuestas de Obama se quedan un poco cortas a ese respecto. Pero algunos países están destinando mucho más. Corea del Sur, por ejemplo, dedica a medidas de ese tipo un mínimo de dos tercios de su plan de recuperación.
Yo soy partidario de ese New Deal del cambio climático y confío en que produzca el doble beneficio que se pretende (que, en realidad, sería triple si los países consiguieran también reducir su dependencia respecto al crudo importado). Sin embargo, el efecto estimulante del que hablaba Freud debería galvanizarnos para que nuestras ideas y nuestros actos se orientaran a un frente mucho más amplio.
Nos encontramos en el punto culminante de una gran revolución, la de la inminente desaparición de la economía dependiente del crudo. Ha llegado el momento de ponerse a evaluar sus posibles implicaciones, que van desde lo práctico y lo prosaico hasta aspectos especulativos y de mayor alcance.
En lo tocante a lo práctico, hay que prestar mucha atención al empleo. Según sus partidarios, el New Deal del cambio climático creará por sí mismo nuevos puestos de trabajo. Yo no estoy tan seguro de ello si, como debería ser, estamos hablando de empleos netos, es decir, de más puestos de trabajo que antes. Al incrementarse la cantidad de energía producida con medios que generan menos emisiones de dióxido de carbono, y con ella la eficiencia energética, algunos trabajadores de sectores ligados a la producción de combustibles fósiles, como el carbón, se quedarán sin empleo. La mayoría de las innovaciones tecnológicas, más que incrementar la necesidad de mano de obra, la reducen.
Los puestos de trabajo los crearán menos las propias tecnologías renovables que los cambios de forma de vida resultantes de afrontar el cambio climático y de incrementar la seguridad energética. Cambiarán las sensibilidades y con ellas los gustos. La nueva economía será todavía más radicalmente posindustrial que la que ahora tenemos. Al igual que se encontraron formas de revitalizar zonas portuarias de las que ahora se ha evaporado el sector naviero, de los empresarios dependerá la labor de detectar las oportunidades económicas que traiga consigo la expansión.
Al reflexionar sobre qué tipo de recuperación debería permitirnos salir de la recesión, tendríamos que pensar seriamente en la naturaleza del propio crecimiento económico, por lo menos en los países ricos. Hace tiempo que se sabe que, por encima de cierto nivel de prosperidad, el crecimiento no conduce necesariamente a un mayor bienestar personal y social. Ahora es el momento de añadirle al PIB criterios más equilibrados para calibrar el bienestar y de darles una auténtica resonancia política. Ha llegado la hora de plantear una crítica sostenida y positiva del consumismo, que pueda tener peso político. Ahora es el momento de descubrir cómo garantizar que la recuperación no conlleve un retorno a una sociedad inundada por el dinero.
El periodo de la desregulación thatcheriana ha terminado. El Estado ha vuelto. Necesitaremos políticas activas de industrialización y planificación, centradas en las instituciones económicas, pero también en el cambio climático y en la política energética.
Sin embargo, habrá que evitar los errores cometidos por anteriores generaciones de planificadores. Aquí también aparecen varios problemas. Pensemos, por ejemplo, en las tecnologías renovables. Si en algún momento los combustibles fósiles pasan a la historia, la tecnología tendrá que cambiar drásticamente. Sin embargo, ¿cómo van a decidir los Gobiernos qué tecnologías hay que respaldar? ¿Cómo pueden enfrentarse al hecho de que, como ocurrió con Internet, es frecuente que nadie prevea las innovaciones tecnológicas más trascendentales?
Tenemos que encontrar un nuevo papel para el Gobierno, pero también para los mecanismos de mercado. De repente, los complejos instrumentos financieros, a los que se culpa de la debacle en los mercados, han pasado de moda. Sin embargo, seguiremos necesitándolos, porque, en realidad, con la regulación adecuada, en lugar de ir en contra de la inversión de larga duración, son la clave que la posibilita.
Pensemos en el caso de los seguros que cubren daños ocasionados por fenómenos meteorológicos extremos como los huracanes caribeños. Esos episodios serán más frecuentes y más virulentos, ya que es prácticamente seguro que va a producirse cierto cambio climático. Para lidiar con los daños que se registren, será muy importante que, sobre todo los más pobres, cuenten con seguros que los cubran. Las aseguradoras privadas tendrán que proporcionar gran parte del capital, ya que sus muchas obligaciones en otros sectores las convierten en una garantía a la que sólo se recurrirá en última instancia.
Al final, nos topamos con el origen de todo esto, la globalización, que ha avanzado a marchas forzadas sin someterse a los adecuados controles internacionales. El futuro exige una regulación eficiente de los mercados financieros mundiales, que quizá podría allanar el camino para la colaboración esencial que se precisa para enfrentarse al cambio climático (a este respecto, cuando 200 países se preparan para las reuniones que en diciembre patrocinará la ONU en Copenhague, también habrá que replantearse muchas cosas). A manos de la crisis financiera y sus secuelas, arraigadas formas de pensar han sufrido una sacudida que podría y debería ser de enorme importancia. Nos encontramos al final del fin de la historia.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
En la actualidad, el cambio climático y la actitud que hay que tomar ante él son cuestiones que no dejan de aparecer en las noticias. Lo mismo ocurre, claro está, con la recesión económica, de alcance igualmente mundial y por sí sola enormemente preocupante. ¿Pero qué relación puede acabar estableciéndose entre ambos problemas?
Según Sigmund Freud, cualquier crisis puede suponer un estímulo para la parte positiva de nuestra personalidad, siendo una oportunidad de empezar de nuevo. Y esto es algo que no se les ha escapado a los dirigentes políticos. Siguiendo el ejemplo del presidente estadounidense Obama, muchos se han apuntado a la idea de un New Deal del cambio climático. Se entiende que la inversión en tecnologías que producen pocas emisiones de dióxido de carbono, el aislamiento de los edificios y el uso del transporte público pueden ser cruciales para volver a poner en marcha la economía.
Nick Stern, autor del célebre Informe Stern sobre la economía del cambio climático, señala que a esas medidas tendría que destinarse por lo menos el 20% de los fondos para planes de recuperación. Las propuestas de Obama se quedan un poco cortas a ese respecto. Pero algunos países están destinando mucho más. Corea del Sur, por ejemplo, dedica a medidas de ese tipo un mínimo de dos tercios de su plan de recuperación.
Yo soy partidario de ese New Deal del cambio climático y confío en que produzca el doble beneficio que se pretende (que, en realidad, sería triple si los países consiguieran también reducir su dependencia respecto al crudo importado). Sin embargo, el efecto estimulante del que hablaba Freud debería galvanizarnos para que nuestras ideas y nuestros actos se orientaran a un frente mucho más amplio.
Nos encontramos en el punto culminante de una gran revolución, la de la inminente desaparición de la economía dependiente del crudo. Ha llegado el momento de ponerse a evaluar sus posibles implicaciones, que van desde lo práctico y lo prosaico hasta aspectos especulativos y de mayor alcance.
En lo tocante a lo práctico, hay que prestar mucha atención al empleo. Según sus partidarios, el New Deal del cambio climático creará por sí mismo nuevos puestos de trabajo. Yo no estoy tan seguro de ello si, como debería ser, estamos hablando de empleos netos, es decir, de más puestos de trabajo que antes. Al incrementarse la cantidad de energía producida con medios que generan menos emisiones de dióxido de carbono, y con ella la eficiencia energética, algunos trabajadores de sectores ligados a la producción de combustibles fósiles, como el carbón, se quedarán sin empleo. La mayoría de las innovaciones tecnológicas, más que incrementar la necesidad de mano de obra, la reducen.
Los puestos de trabajo los crearán menos las propias tecnologías renovables que los cambios de forma de vida resultantes de afrontar el cambio climático y de incrementar la seguridad energética. Cambiarán las sensibilidades y con ellas los gustos. La nueva economía será todavía más radicalmente posindustrial que la que ahora tenemos. Al igual que se encontraron formas de revitalizar zonas portuarias de las que ahora se ha evaporado el sector naviero, de los empresarios dependerá la labor de detectar las oportunidades económicas que traiga consigo la expansión.
Al reflexionar sobre qué tipo de recuperación debería permitirnos salir de la recesión, tendríamos que pensar seriamente en la naturaleza del propio crecimiento económico, por lo menos en los países ricos. Hace tiempo que se sabe que, por encima de cierto nivel de prosperidad, el crecimiento no conduce necesariamente a un mayor bienestar personal y social. Ahora es el momento de añadirle al PIB criterios más equilibrados para calibrar el bienestar y de darles una auténtica resonancia política. Ha llegado la hora de plantear una crítica sostenida y positiva del consumismo, que pueda tener peso político. Ahora es el momento de descubrir cómo garantizar que la recuperación no conlleve un retorno a una sociedad inundada por el dinero.
El periodo de la desregulación thatcheriana ha terminado. El Estado ha vuelto. Necesitaremos políticas activas de industrialización y planificación, centradas en las instituciones económicas, pero también en el cambio climático y en la política energética.
Sin embargo, habrá que evitar los errores cometidos por anteriores generaciones de planificadores. Aquí también aparecen varios problemas. Pensemos, por ejemplo, en las tecnologías renovables. Si en algún momento los combustibles fósiles pasan a la historia, la tecnología tendrá que cambiar drásticamente. Sin embargo, ¿cómo van a decidir los Gobiernos qué tecnologías hay que respaldar? ¿Cómo pueden enfrentarse al hecho de que, como ocurrió con Internet, es frecuente que nadie prevea las innovaciones tecnológicas más trascendentales?
Tenemos que encontrar un nuevo papel para el Gobierno, pero también para los mecanismos de mercado. De repente, los complejos instrumentos financieros, a los que se culpa de la debacle en los mercados, han pasado de moda. Sin embargo, seguiremos necesitándolos, porque, en realidad, con la regulación adecuada, en lugar de ir en contra de la inversión de larga duración, son la clave que la posibilita.
Pensemos en el caso de los seguros que cubren daños ocasionados por fenómenos meteorológicos extremos como los huracanes caribeños. Esos episodios serán más frecuentes y más virulentos, ya que es prácticamente seguro que va a producirse cierto cambio climático. Para lidiar con los daños que se registren, será muy importante que, sobre todo los más pobres, cuenten con seguros que los cubran. Las aseguradoras privadas tendrán que proporcionar gran parte del capital, ya que sus muchas obligaciones en otros sectores las convierten en una garantía a la que sólo se recurrirá en última instancia.
Al final, nos topamos con el origen de todo esto, la globalización, que ha avanzado a marchas forzadas sin someterse a los adecuados controles internacionales. El futuro exige una regulación eficiente de los mercados financieros mundiales, que quizá podría allanar el camino para la colaboración esencial que se precisa para enfrentarse al cambio climático (a este respecto, cuando 200 países se preparan para las reuniones que en diciembre patrocinará la ONU en Copenhague, también habrá que replantearse muchas cosas). A manos de la crisis financiera y sus secuelas, arraigadas formas de pensar han sufrido una sacudida que podría y debería ser de enorme importancia. Nos encontramos al final del fin de la historia.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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