Por Fernando Savater (EL CORREO DIGITAL, 13/07/08):
Se trata, no cabe duda, de una cuestión delicada. Por una parte, atacar a las fuentes de financiación de ETA es parte necesaria y esencial de la lucha contra la banda terrorista. Como cualquier otra organización productiva (aunque sus indeseables manufacturas sean crímenes, coacciones y terror), la pandilla etarra tiene el dinero como principal combustible: empobrecerla es debilitarla; privarla de fondos equivaldría casi a pararle definitivamente los pies, todo un sueño. No hablemos de crisis, es una palabra maldita y proscrita, pero digamos que hay que ‘desacelerar aceleradamente’ a ETA. Mientras siga siendo pudiente, en tanto reciba fondos y tenga una envidiable liquidez (como ha sucedido durante tantos años), predicar contra ella y afearle su conducta seguirá siendo una tarea tan melancólicamente inútil como tratar de hacer sonrojar con argumentos morales a la General Motors.
Por otro lado, los tributarios de ETA suelen serlo a la fuerza, por las malas. Los terroristas entienden la dimensión coactiva de la palabra ‘impuestos’ mejor que nadie. De modo que quienes desde hace tanto tiempo vienen contribuyendo económicamente a la solvencia de esta mafia fanática (empresarios, profesionales, comerciantes, cocineros, etcétera) hay que suponer que pagan su cuota a regañadientes, para evitar males mayores y bajo el peso de graves amenazas. Algunos de ellos han padecido atentados de advertencia, secuestros e incluso de vez en cuando han visto a un colega ejecutado sumariamente por la banda para que se tomen las cosas en serio y no planten cara a la extorsión. En una sociedad tan universalmente sometida a la violencia mafiosa de los ‘liberadores’ que pretenden esclavizarnos, es lógico sentir cierta comprensión por quienes ceden ante estos temibles recaudadores y terminan cotizando para evitar represalias contra ellos, sus negocios o sus familias.
Sin embargo, estas consideraciones compasivas no agotan ni mucho menos la cuestión, como parecen creer el consejero Azkarraga y otros. Contribuir a la financiación de una banda terrorista es un delito en cualquier tierra de garbanzos. Imagínense lo que sería asumir que una red de extorsionados paga regularmente a Al-Qaida cantidades considerables a lo largo y lo ancho de Europa para que financien sus atentados masivos: tremendo, pero hay pocas probabilidades de que tal cosa ocurra porque ya las policías del continente tienen brigadas especiales para perseguir cualquier desviación de fondos hacia los sicarios de Bin Laden. Y eso a pesar de que, dado el carácter suicida y bastante ‘económico’ del modelo terrorista de este grupo, la acumulación de fondos le resulta mucho menos imprescindible que a ETA. Por supuesto, contra la Mafia no se empezó tampoco a luchar mínimamente en serio hasta que el juez Falcone (finalmente asesinado) comprendió que atacar sus finanzas era el único camino practicable, por largo y difícil que fuera, para desmantelar la organización criminal. En gran medida, el juez Baltasar Garzón -a fin de cuentas insustituible, por mucho que a veces puedan discutirse algunas de sus iniciativas o cambios de rumbo- aprendió de su mentor Falcone que para combatir a ETA hay que actuar no sólo contra los pasamontañas negros sino sobre todo contra los etarras de cuello blanco y corbata. El asunto sin duda causa trastorno social y se presta a asimilaciones poco matizadas, como temo que suceda en los macroprocesos contra el entorno etarra: pero no olvidemos que la fuerza de ETA y el secreto de su parcial invulnerabilidad proviene de su capacidad para infiltrarse e infiltrar -por las buenas o por las malas- todas las capas sociales.
Desde luego, no creo que todo el que se aviene a pagar a ETA simpatice con la banda ni mucho menos forme parte de su organigrama. Pero tampoco son sencillamente ‘víctimas’. Las verdaderas y principales víctimas de ETA no son quienes han cedido a su chantaje sino quienes se han resistido a él y han afrontado las consecuencias de tal firmeza cívica. La coartada legal para no condenar a quienes financian a ETA es el ‘miedo invencible’ que padecen por las amenazas de los terroristas. Pero miedo en el País Vasco tienen no sólo los empresarios, comerciantes y cocineros, sino todo el mundo: profesores de universidad, concejales de partidos no nacionalistas, periodistas y tanta otra gente de cualquier condición que sabe lo que se juega si se significa contra los violentos o, no lo olvidemos, contra sus ideales políticos. Tenemos miedo y yo el primero, para qué decirles más. Pero también muchos tenemos miedo al miedo, miedo a la sociedad sometida al terror. Por eso nos aguantamos el miedo y plantamos cara al terrorismo y al nacionalismo obligatorio que quieren imponer. Y por eso muchas personas que no tenían más que su trabajo y su familia han tenido que emigrar de Euskadi para no convertirse en víctimas dóciles, sometidas a sus verdugos y pagándoles las balas que amenazaban dispararles. Porque no nos engañemos: si de verdad el temor es una excusa redentora, entonces la invencible será ETA y no el propio miedo.
De modo que lo único claro es que como hasta ahora no se puede seguir, y que algo hay que hacer. El miedo es comprensible pero la necesidad de evitar eficazmente que se convierta en complicidad, también. Porque lo intolerable es que un día se nos cuente que el País Vasco es un modelo de desarrollo económico y que somos la envidia del mundo, para a la mañana siguiente venirnos gimoteando que si los empresarios pagan es porque los pobrecillos no tienen más remedio. Bueno, pues eso también hay que contabilizarlo en el desarrollo y el bienestar: y revela la miseria de nuestra condición, no su excelencia. Ojalá que en las necesarias pesquisas judiciales que se están llevando a cabo no paguen justos por pecadores. Pero no olvidemos que todos tenemos derecho a exigir que los pecadores no engorden y medren gracias a los sobresaltos de los justos más timoratos.
Se trata, no cabe duda, de una cuestión delicada. Por una parte, atacar a las fuentes de financiación de ETA es parte necesaria y esencial de la lucha contra la banda terrorista. Como cualquier otra organización productiva (aunque sus indeseables manufacturas sean crímenes, coacciones y terror), la pandilla etarra tiene el dinero como principal combustible: empobrecerla es debilitarla; privarla de fondos equivaldría casi a pararle definitivamente los pies, todo un sueño. No hablemos de crisis, es una palabra maldita y proscrita, pero digamos que hay que ‘desacelerar aceleradamente’ a ETA. Mientras siga siendo pudiente, en tanto reciba fondos y tenga una envidiable liquidez (como ha sucedido durante tantos años), predicar contra ella y afearle su conducta seguirá siendo una tarea tan melancólicamente inútil como tratar de hacer sonrojar con argumentos morales a la General Motors.
Por otro lado, los tributarios de ETA suelen serlo a la fuerza, por las malas. Los terroristas entienden la dimensión coactiva de la palabra ‘impuestos’ mejor que nadie. De modo que quienes desde hace tanto tiempo vienen contribuyendo económicamente a la solvencia de esta mafia fanática (empresarios, profesionales, comerciantes, cocineros, etcétera) hay que suponer que pagan su cuota a regañadientes, para evitar males mayores y bajo el peso de graves amenazas. Algunos de ellos han padecido atentados de advertencia, secuestros e incluso de vez en cuando han visto a un colega ejecutado sumariamente por la banda para que se tomen las cosas en serio y no planten cara a la extorsión. En una sociedad tan universalmente sometida a la violencia mafiosa de los ‘liberadores’ que pretenden esclavizarnos, es lógico sentir cierta comprensión por quienes ceden ante estos temibles recaudadores y terminan cotizando para evitar represalias contra ellos, sus negocios o sus familias.
Sin embargo, estas consideraciones compasivas no agotan ni mucho menos la cuestión, como parecen creer el consejero Azkarraga y otros. Contribuir a la financiación de una banda terrorista es un delito en cualquier tierra de garbanzos. Imagínense lo que sería asumir que una red de extorsionados paga regularmente a Al-Qaida cantidades considerables a lo largo y lo ancho de Europa para que financien sus atentados masivos: tremendo, pero hay pocas probabilidades de que tal cosa ocurra porque ya las policías del continente tienen brigadas especiales para perseguir cualquier desviación de fondos hacia los sicarios de Bin Laden. Y eso a pesar de que, dado el carácter suicida y bastante ‘económico’ del modelo terrorista de este grupo, la acumulación de fondos le resulta mucho menos imprescindible que a ETA. Por supuesto, contra la Mafia no se empezó tampoco a luchar mínimamente en serio hasta que el juez Falcone (finalmente asesinado) comprendió que atacar sus finanzas era el único camino practicable, por largo y difícil que fuera, para desmantelar la organización criminal. En gran medida, el juez Baltasar Garzón -a fin de cuentas insustituible, por mucho que a veces puedan discutirse algunas de sus iniciativas o cambios de rumbo- aprendió de su mentor Falcone que para combatir a ETA hay que actuar no sólo contra los pasamontañas negros sino sobre todo contra los etarras de cuello blanco y corbata. El asunto sin duda causa trastorno social y se presta a asimilaciones poco matizadas, como temo que suceda en los macroprocesos contra el entorno etarra: pero no olvidemos que la fuerza de ETA y el secreto de su parcial invulnerabilidad proviene de su capacidad para infiltrarse e infiltrar -por las buenas o por las malas- todas las capas sociales.
Desde luego, no creo que todo el que se aviene a pagar a ETA simpatice con la banda ni mucho menos forme parte de su organigrama. Pero tampoco son sencillamente ‘víctimas’. Las verdaderas y principales víctimas de ETA no son quienes han cedido a su chantaje sino quienes se han resistido a él y han afrontado las consecuencias de tal firmeza cívica. La coartada legal para no condenar a quienes financian a ETA es el ‘miedo invencible’ que padecen por las amenazas de los terroristas. Pero miedo en el País Vasco tienen no sólo los empresarios, comerciantes y cocineros, sino todo el mundo: profesores de universidad, concejales de partidos no nacionalistas, periodistas y tanta otra gente de cualquier condición que sabe lo que se juega si se significa contra los violentos o, no lo olvidemos, contra sus ideales políticos. Tenemos miedo y yo el primero, para qué decirles más. Pero también muchos tenemos miedo al miedo, miedo a la sociedad sometida al terror. Por eso nos aguantamos el miedo y plantamos cara al terrorismo y al nacionalismo obligatorio que quieren imponer. Y por eso muchas personas que no tenían más que su trabajo y su familia han tenido que emigrar de Euskadi para no convertirse en víctimas dóciles, sometidas a sus verdugos y pagándoles las balas que amenazaban dispararles. Porque no nos engañemos: si de verdad el temor es una excusa redentora, entonces la invencible será ETA y no el propio miedo.
De modo que lo único claro es que como hasta ahora no se puede seguir, y que algo hay que hacer. El miedo es comprensible pero la necesidad de evitar eficazmente que se convierta en complicidad, también. Porque lo intolerable es que un día se nos cuente que el País Vasco es un modelo de desarrollo económico y que somos la envidia del mundo, para a la mañana siguiente venirnos gimoteando que si los empresarios pagan es porque los pobrecillos no tienen más remedio. Bueno, pues eso también hay que contabilizarlo en el desarrollo y el bienestar: y revela la miseria de nuestra condición, no su excelencia. Ojalá que en las necesarias pesquisas judiciales que se están llevando a cabo no paguen justos por pecadores. Pero no olvidemos que todos tenemos derecho a exigir que los pecadores no engorden y medren gracias a los sobresaltos de los justos más timoratos.
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