Por Gabriel Jackson, historiador estadounidense. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 13/07/08):
La historia económica reciente del “primer mundo” -los países de Europa occidental y del norte, los países anglófonos, Japón, Taiwan, Singapur y Corea del Sur- ha demostrado a las claras que el capitalismo de libre mercado es el sistema económico más productivo del que dispone la humanidad. Entre 1945 y el final del siglo XX, todos esos países mejoraron la calidad de su producción agraria e industrial y el nivel de vida de la mayoría de sus habitantes. Sus Gobiernos permitieron diversos grados de iniciativa económica privada y mostraron distintos niveles de preocupación oficial por la educación, la salud y la seguridad económica permanente de sus ciudadanos. Y todos ellos obtuvieron resultados mucho mejores que los países gobernados por regímenes centralizados y autoritarios, de tipo soviético, o por dictaduras militares y oligárquicas.
Sin embargo, el capitalismo de libre mercado tiene un defecto muy peligroso que puede hacer que se venga abajo todo el edificio. El mercado, si no se regula, es completamente amoral. La competencia de mercado decide qué productos son los más atractivos para los consumidores, qué ejecutivos gestionan mejor las complejas relaciones humanas dentro de la empresa, qué abogados protegen con más eficacia sus intereses en la interpretación de los contratos y las leyes fiscales, qué anunciantes atraen el mayor número de clientes, etcétera. La competencia de mercado influye también enormemente en los salarios y otras condiciones de empleo en todos los niveles de la empresa. Pero el objetivo es obtener beneficios en la producción y el intercambio de bienes y servicios, con el mínimo control posible por parte de Gobiernos y sindicatos. El mercado no se preocupa por el destino de los individuos, salvo en sus funciones de trabajadores y consumidores.
Entre los años treinta y alrededor de 1970, la izquierda democrática del Primer Mundo logró, con bastante éxito, añadir al capitalismo de mercado el complemento de grandes inversiones públicas en calidad de vida: educación, sanidad, vacaciones remuneradas y seguridad social. Asimismo, en la época de Franklin Roosevelt, el Gobierno de Estados Unidos, consciente de que el mercado era amoral, aprobó diversas leyes que exigían transparencia y libertad de información en las actividades de banca e inversiones, e impuestos progresivos sobre la renta y las plusvalías para sufragar los servicios sociales y limitar hasta qué punto los ricos se hacían cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres bajo el capitalismo descontrolado.
La derecha democrática, por su parte, criticó el “Estado del bienestar” por considerarlo demasiado caro y se opuso prácticamente a cualquier regulación de los mercados capitalistas diciendo que era poner obstáculos a la “libertad de empresa” o al funcionamiento del “libre mercado”.
Durante las presidencias de Ronald Reagan y los dos Bush, la derecha estadounidense consiguió recortar cada vez más los servicios sociales y evadir los controles de la banca y la Bolsa establecidos en los decenios anteriores. Una manera frecuente de no cumplir las normas existentes era llenar las comisiones federales supervisoras de conservadores que no creían en la legitimidad de las normas.
La actual crisis económica de Estados Unidos, que ahora está extendiéndose (esperemos que con menos gravedad) a Europa y los países de la costa del Pacífico, es en gran parte resultado de la desregulación llevada a cabo desde 1970. El colapso multimillonario más espectacular -aunque en absoluto el único- causado por las recientes políticas de desregulación es la crisis de las hipotecas basura. Como la desregulación permitió que una serie de “instituciones financieras” rebautizadas y vagamente definidas, no sujetas a las leyes bancarias, entrasen en el mercado de la vivienda, éstas se dedicaron a ofrecer con libertad hipotecas basura, documentos que no tienen que cumplir los criterios bancarios tradicionales. Además, transforman esas hipotecas en “valores” que pueden vender como si fueran inversiones legítimas, pero en las que el comprador (y a menudo el vendedor) no saben exactamente qué hipotecas, ni por cuántos dólares, entran en cada paquete como “valores”. Muchos banqueros, y muchos empleados de firmas que negocian tradicionalmente en valores para grandes inversores privados, han reconocido que no sabían con exactitud qué “valor” estaba detrás de una hipoteca basura “valorada”.
Esa ignorancia, no obstante, no les impidió compartir el entusiasmo mientras la burbuja crecía ni ser responsables de las pérdidas de miles de millones de dólares y de las numerosas bancarrotas de las empresas a las que están o estaban asociados.
Para mencionar un efecto de onda expansiva relativamente suave de la caída de las hipotecas basura: en el segundo trimestre de este año, la caja de ahorros y préstamos Washington Mutual perdió casi el triple de dinero que en el segundo trimestre de 2007. Nadie ha explicado por qué los responsables de la mayor caja de ahorros del país invirtieron tanto dinero en hipotecas basura, pero las pérdidas acumuladas han puesto en peligro la existencia del equipo directivo actual. Para sofocar la revuelta de los accionistas, los directores han recurrido a una gran empresa privada de renta variable, de la que recibirán miles de millones en capital nuevo y a la que venderán acciones del banco a un precio un 26% inferior al precio de mercado el día del acuerdo. Mientras tanto, sin consultar a sus accionistas actuales, han rechazado una oferta de compra de JPMorgan Chase que habría pagado un precio más favorable a los titulares. Todo ello es perfectamente “legal” en el mercado desregulado e incluso puede considerarse una operación del “libre mercado”.
La crisis de las hipotecas basura es un ejemplo perfecto de la amoralidad del mercado. Los que vendieron esos “valores”, en su mayoría, no intentaban robar a nadie. En general, no dijeron mentiras deliberadas. Su trabajo consiste en vender y obtener un beneficio. Si el cliente no protege sus propios intereses, es problema suyo. Los únicos que serán castigados seguramente por esta conducta son aquellos de quienes se puede demostrar que se deshicieron de manera consciente de sus propios “valores” al mismo tiempo que los recomendaban ardientemente a sus clientes. Si se les habla de su responsabilidad profesional respecto al público, cuentan lo mucho que han contribuido a obras benéficas, o lo importante que fue para ellos crear un negocio inmobiliario en una ciudad que no tenía ninguno, o que esos grandes beneficios y esas primas anuales fueron fundamentales para conseguir el mejor tratamiento médico posible para su madre o su tía.
Toda prosperidad y justicia social en el mundo depende, a la hora de la verdad, de la honestidad y la transparencia de las actividades económicas. Es cuestión de leyes y de moral. Tiene que haber leyes que protejan a los que no son especialistas, los que no son ricos y los profesionales de las finanzas que desean actuar con decencia y necesitan tener la seguridad de que sus competidores van a atenerse a unas normas justas y claras.
Pero las leyes, para ser viables en una sociedad compleja, deben ser lo bastante flexibles como para dejar margen a esa complejidad, y dicha flexibilidad significa también que quienes desean eludir las normas, muchas veces, se las arreglan para hacerlo “legalmente”. Por consiguiente, no es posible defender un sistema amoral como el “mejor” sistema para la sociedad en general. Es preciso que exista un sentido de la responsabilidad personal y profesional. Y es preciso que se responda ante las autoridades de un sistema político democrático.
La historia económica reciente del “primer mundo” -los países de Europa occidental y del norte, los países anglófonos, Japón, Taiwan, Singapur y Corea del Sur- ha demostrado a las claras que el capitalismo de libre mercado es el sistema económico más productivo del que dispone la humanidad. Entre 1945 y el final del siglo XX, todos esos países mejoraron la calidad de su producción agraria e industrial y el nivel de vida de la mayoría de sus habitantes. Sus Gobiernos permitieron diversos grados de iniciativa económica privada y mostraron distintos niveles de preocupación oficial por la educación, la salud y la seguridad económica permanente de sus ciudadanos. Y todos ellos obtuvieron resultados mucho mejores que los países gobernados por regímenes centralizados y autoritarios, de tipo soviético, o por dictaduras militares y oligárquicas.
Sin embargo, el capitalismo de libre mercado tiene un defecto muy peligroso que puede hacer que se venga abajo todo el edificio. El mercado, si no se regula, es completamente amoral. La competencia de mercado decide qué productos son los más atractivos para los consumidores, qué ejecutivos gestionan mejor las complejas relaciones humanas dentro de la empresa, qué abogados protegen con más eficacia sus intereses en la interpretación de los contratos y las leyes fiscales, qué anunciantes atraen el mayor número de clientes, etcétera. La competencia de mercado influye también enormemente en los salarios y otras condiciones de empleo en todos los niveles de la empresa. Pero el objetivo es obtener beneficios en la producción y el intercambio de bienes y servicios, con el mínimo control posible por parte de Gobiernos y sindicatos. El mercado no se preocupa por el destino de los individuos, salvo en sus funciones de trabajadores y consumidores.
Entre los años treinta y alrededor de 1970, la izquierda democrática del Primer Mundo logró, con bastante éxito, añadir al capitalismo de mercado el complemento de grandes inversiones públicas en calidad de vida: educación, sanidad, vacaciones remuneradas y seguridad social. Asimismo, en la época de Franklin Roosevelt, el Gobierno de Estados Unidos, consciente de que el mercado era amoral, aprobó diversas leyes que exigían transparencia y libertad de información en las actividades de banca e inversiones, e impuestos progresivos sobre la renta y las plusvalías para sufragar los servicios sociales y limitar hasta qué punto los ricos se hacían cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres bajo el capitalismo descontrolado.
La derecha democrática, por su parte, criticó el “Estado del bienestar” por considerarlo demasiado caro y se opuso prácticamente a cualquier regulación de los mercados capitalistas diciendo que era poner obstáculos a la “libertad de empresa” o al funcionamiento del “libre mercado”.
Durante las presidencias de Ronald Reagan y los dos Bush, la derecha estadounidense consiguió recortar cada vez más los servicios sociales y evadir los controles de la banca y la Bolsa establecidos en los decenios anteriores. Una manera frecuente de no cumplir las normas existentes era llenar las comisiones federales supervisoras de conservadores que no creían en la legitimidad de las normas.
La actual crisis económica de Estados Unidos, que ahora está extendiéndose (esperemos que con menos gravedad) a Europa y los países de la costa del Pacífico, es en gran parte resultado de la desregulación llevada a cabo desde 1970. El colapso multimillonario más espectacular -aunque en absoluto el único- causado por las recientes políticas de desregulación es la crisis de las hipotecas basura. Como la desregulación permitió que una serie de “instituciones financieras” rebautizadas y vagamente definidas, no sujetas a las leyes bancarias, entrasen en el mercado de la vivienda, éstas se dedicaron a ofrecer con libertad hipotecas basura, documentos que no tienen que cumplir los criterios bancarios tradicionales. Además, transforman esas hipotecas en “valores” que pueden vender como si fueran inversiones legítimas, pero en las que el comprador (y a menudo el vendedor) no saben exactamente qué hipotecas, ni por cuántos dólares, entran en cada paquete como “valores”. Muchos banqueros, y muchos empleados de firmas que negocian tradicionalmente en valores para grandes inversores privados, han reconocido que no sabían con exactitud qué “valor” estaba detrás de una hipoteca basura “valorada”.
Esa ignorancia, no obstante, no les impidió compartir el entusiasmo mientras la burbuja crecía ni ser responsables de las pérdidas de miles de millones de dólares y de las numerosas bancarrotas de las empresas a las que están o estaban asociados.
Para mencionar un efecto de onda expansiva relativamente suave de la caída de las hipotecas basura: en el segundo trimestre de este año, la caja de ahorros y préstamos Washington Mutual perdió casi el triple de dinero que en el segundo trimestre de 2007. Nadie ha explicado por qué los responsables de la mayor caja de ahorros del país invirtieron tanto dinero en hipotecas basura, pero las pérdidas acumuladas han puesto en peligro la existencia del equipo directivo actual. Para sofocar la revuelta de los accionistas, los directores han recurrido a una gran empresa privada de renta variable, de la que recibirán miles de millones en capital nuevo y a la que venderán acciones del banco a un precio un 26% inferior al precio de mercado el día del acuerdo. Mientras tanto, sin consultar a sus accionistas actuales, han rechazado una oferta de compra de JPMorgan Chase que habría pagado un precio más favorable a los titulares. Todo ello es perfectamente “legal” en el mercado desregulado e incluso puede considerarse una operación del “libre mercado”.
La crisis de las hipotecas basura es un ejemplo perfecto de la amoralidad del mercado. Los que vendieron esos “valores”, en su mayoría, no intentaban robar a nadie. En general, no dijeron mentiras deliberadas. Su trabajo consiste en vender y obtener un beneficio. Si el cliente no protege sus propios intereses, es problema suyo. Los únicos que serán castigados seguramente por esta conducta son aquellos de quienes se puede demostrar que se deshicieron de manera consciente de sus propios “valores” al mismo tiempo que los recomendaban ardientemente a sus clientes. Si se les habla de su responsabilidad profesional respecto al público, cuentan lo mucho que han contribuido a obras benéficas, o lo importante que fue para ellos crear un negocio inmobiliario en una ciudad que no tenía ninguno, o que esos grandes beneficios y esas primas anuales fueron fundamentales para conseguir el mejor tratamiento médico posible para su madre o su tía.
Toda prosperidad y justicia social en el mundo depende, a la hora de la verdad, de la honestidad y la transparencia de las actividades económicas. Es cuestión de leyes y de moral. Tiene que haber leyes que protejan a los que no son especialistas, los que no son ricos y los profesionales de las finanzas que desean actuar con decencia y necesitan tener la seguridad de que sus competidores van a atenerse a unas normas justas y claras.
Pero las leyes, para ser viables en una sociedad compleja, deben ser lo bastante flexibles como para dejar margen a esa complejidad, y dicha flexibilidad significa también que quienes desean eludir las normas, muchas veces, se las arreglan para hacerlo “legalmente”. Por consiguiente, no es posible defender un sistema amoral como el “mejor” sistema para la sociedad en general. Es preciso que exista un sentido de la responsabilidad personal y profesional. Y es preciso que se responda ante las autoridades de un sistema político democrático.
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