Por Joaquín Villalobos, ex guerrillero salvadoreño y consultor para la resolución de conflictos internacionales (EL PAÍS, 09/07/08):
Hace seis años éramos pocos quienes creíamos que se podía derrotar a las FARC. Esa discusión ha concluido y ahora el debate es sobre los problemas de la posguerra, que no serán ni pocos, ni fáciles de resolver. La desarticulación y derrota del más grande ejército del narcotráfico de Latinoamérica dejará daños que es necesario prever y enfrentar. Fue la cocaína lo que acabó con la guerrilla más antigua del continente, porque fue ésta la que le llevó a retar al Estado colombiano. Antes de eso, FARC y Estado convivieron en una guerra que fue largamente irrelevante.
Las FARC desperdiciaron la oportunidad de negociar, pese a que recibieron grandes concesiones territoriales y extendido reconocimiento político. En aquel momento, el Estado colombiano estaba desprestigiado por la corrupción del narcotráfico y deslegitimado por las violaciones a los derechos humanos. La política del presidente Pastrana con la que parecía “poner la otra mejilla” sirvió después para darle plena legitimidad al uso de la fuerza mediante el plan de seguridad democrática del presidente Uribe. Detrás de las banderas pacifistas que emergieron cuando la fuerza se convirtió en el recurso principal, no había sólo buenas intenciones, sino también pretensiones de legitimar al narcoterrorismo.
En Colombia fue necesario darle una oportunidad a la guerra. La paz negociada debe ser siempre el propósito fundamental en un conflicto, pero, en algunas ocasiones, pretenderla a toda costa puede significar la prolongación de la guerra.
Las fuerzas militares de Colombia saben ahora de las FARC, más que las FARC mismas. La exitosa operación de rescate se montó a partir de la pérdida total de mando y control por parte de la dirigencia narcoguerrillera. El rescate confirma que buena parte de los combatientes están abandonados y dejados a su suerte. Colombia tiene ya más de 40.000 excombatientes desmovilizados y cientos se rinden mensualmente. Otros miles, incluidos algunos dirigentes de las FARC, están dispersos en Colombia o en campamentos ubicados en países vecinos como Venezuela y Ecuador. Los peligros potenciales de fuerzas desmovilizadas y desarticuladas son ahora mayores que los que representa la guerra misma. No hubo batalla final y difícilmente habrá una rendición negociada formal y nacional, lo más probable serán acuerdos con grupos dispersos.
La consigna que inventaron los sandinistas cuando vencieron a la guardia somocista, puede ser de gran utilidad para los militares colombianos: “Implacables en el combate, generosos en la victoria”.
Colombia y los países vecinos se enfrentarán ahora a los problemas de una violencia fragmentada delictiva que se potenciará por el narcotráfico. Se acabó el juego de apoyos a una supuesta “violencia revolucionaria”; los campamentos guerrilleros en Venezuela y Ecuador son ahora un peligro para esos países: si no los desarman y someten a sus jefes pronto tendrán una gran plaga de narcotráfico y secuestro. En Venezuela especialmente el narcotráfico ha echado raíces; si su Gobierno no toma en serio el problema, pronto tendrá su propia guerra.
Siempre fue posible derrotar a las FARC, a los paramilitares e incluso a los grandes carteles. Los efectos violentos del narcotráfico se los puede reducir significativamente con el dominio territorial del Estado, pero derrotar a la droga no es posible. Ésta responde a poderosas fuerzas de mercado que están globalizadas desde hace mucho tiempo.
El ex presidente César Gaviria, hablando de los peligros de la posguerra en El Salvador, me dijo en una ocasión: “La violencia una vez echa raíces, cobra vida propia”. Colombia necesita reconstruir su infraestructura moral para desenraizar una violencia que se le volvió cultural. Esto nunca se entendió en El Salvador, por eso la violencia renació de forma brutal con las pandillas y la polarización política se impuso sobre la reconciliación. El Salvador es ahora un ejemplo de acuerdo de paz exitoso, con fracaso en el manejo de la posguerra. Colombia tiene, además de la política de seguridad democrática, un extraordinario arsenal de ideas sobre la reconstrucción cívica y la solidaridad, que han sido aplicadas por los últimos y actuales gobiernos de Bogotá y Medellín. Son todas estas experiencias las que pueden permitirle construir Estado y ciudadanía para tener una posguerra exitosa.
Es falso que la victoria en Colombia se deba a consejos norteamericanos; el fracaso de éstos en Irak lo comprueba. Los colombianos construyeron su propia política resultado de haber sufrido de forma continúa todas las violencias posibles: guerras entre sus políticos, brutalidad del Estado, paramilitarismo, poderosos carteles, guerrillas y narcoguerrillas. Es en realidad un país que tiene mucho que enseñar y que está demostrando que, sin pretender llegar al cielo, se puede salir del infierno.
Hace seis años éramos pocos quienes creíamos que se podía derrotar a las FARC. Esa discusión ha concluido y ahora el debate es sobre los problemas de la posguerra, que no serán ni pocos, ni fáciles de resolver. La desarticulación y derrota del más grande ejército del narcotráfico de Latinoamérica dejará daños que es necesario prever y enfrentar. Fue la cocaína lo que acabó con la guerrilla más antigua del continente, porque fue ésta la que le llevó a retar al Estado colombiano. Antes de eso, FARC y Estado convivieron en una guerra que fue largamente irrelevante.
Las FARC desperdiciaron la oportunidad de negociar, pese a que recibieron grandes concesiones territoriales y extendido reconocimiento político. En aquel momento, el Estado colombiano estaba desprestigiado por la corrupción del narcotráfico y deslegitimado por las violaciones a los derechos humanos. La política del presidente Pastrana con la que parecía “poner la otra mejilla” sirvió después para darle plena legitimidad al uso de la fuerza mediante el plan de seguridad democrática del presidente Uribe. Detrás de las banderas pacifistas que emergieron cuando la fuerza se convirtió en el recurso principal, no había sólo buenas intenciones, sino también pretensiones de legitimar al narcoterrorismo.
En Colombia fue necesario darle una oportunidad a la guerra. La paz negociada debe ser siempre el propósito fundamental en un conflicto, pero, en algunas ocasiones, pretenderla a toda costa puede significar la prolongación de la guerra.
Las fuerzas militares de Colombia saben ahora de las FARC, más que las FARC mismas. La exitosa operación de rescate se montó a partir de la pérdida total de mando y control por parte de la dirigencia narcoguerrillera. El rescate confirma que buena parte de los combatientes están abandonados y dejados a su suerte. Colombia tiene ya más de 40.000 excombatientes desmovilizados y cientos se rinden mensualmente. Otros miles, incluidos algunos dirigentes de las FARC, están dispersos en Colombia o en campamentos ubicados en países vecinos como Venezuela y Ecuador. Los peligros potenciales de fuerzas desmovilizadas y desarticuladas son ahora mayores que los que representa la guerra misma. No hubo batalla final y difícilmente habrá una rendición negociada formal y nacional, lo más probable serán acuerdos con grupos dispersos.
La consigna que inventaron los sandinistas cuando vencieron a la guardia somocista, puede ser de gran utilidad para los militares colombianos: “Implacables en el combate, generosos en la victoria”.
Colombia y los países vecinos se enfrentarán ahora a los problemas de una violencia fragmentada delictiva que se potenciará por el narcotráfico. Se acabó el juego de apoyos a una supuesta “violencia revolucionaria”; los campamentos guerrilleros en Venezuela y Ecuador son ahora un peligro para esos países: si no los desarman y someten a sus jefes pronto tendrán una gran plaga de narcotráfico y secuestro. En Venezuela especialmente el narcotráfico ha echado raíces; si su Gobierno no toma en serio el problema, pronto tendrá su propia guerra.
Siempre fue posible derrotar a las FARC, a los paramilitares e incluso a los grandes carteles. Los efectos violentos del narcotráfico se los puede reducir significativamente con el dominio territorial del Estado, pero derrotar a la droga no es posible. Ésta responde a poderosas fuerzas de mercado que están globalizadas desde hace mucho tiempo.
El ex presidente César Gaviria, hablando de los peligros de la posguerra en El Salvador, me dijo en una ocasión: “La violencia una vez echa raíces, cobra vida propia”. Colombia necesita reconstruir su infraestructura moral para desenraizar una violencia que se le volvió cultural. Esto nunca se entendió en El Salvador, por eso la violencia renació de forma brutal con las pandillas y la polarización política se impuso sobre la reconciliación. El Salvador es ahora un ejemplo de acuerdo de paz exitoso, con fracaso en el manejo de la posguerra. Colombia tiene, además de la política de seguridad democrática, un extraordinario arsenal de ideas sobre la reconstrucción cívica y la solidaridad, que han sido aplicadas por los últimos y actuales gobiernos de Bogotá y Medellín. Son todas estas experiencias las que pueden permitirle construir Estado y ciudadanía para tener una posguerra exitosa.
Es falso que la victoria en Colombia se deba a consejos norteamericanos; el fracaso de éstos en Irak lo comprueba. Los colombianos construyeron su propia política resultado de haber sufrido de forma continúa todas las violencias posibles: guerras entre sus políticos, brutalidad del Estado, paramilitarismo, poderosos carteles, guerrillas y narcoguerrillas. Es en realidad un país que tiene mucho que enseñar y que está demostrando que, sin pretender llegar al cielo, se puede salir del infierno.
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