Por Eduard Soler i Lecha, coordinador del Programa Mediterráneo de la Fundación CIDOB (EL PAÍS, 19/07/09):
El empeño de Nicolas Sarkozy por revolucionar las relaciones con nuestros vecinos del sur y del este del Mediterráneo se ha convertido en uno de los temas estrella de este año. A lo largo de estos últimos meses se ha debatido mucho sobre las motivaciones del presidente francés al lanzar esta iniciativa, sobre los puntos fuertes y débiles de su propuesta, y sobre qué países acudían o se ausentaban de la cumbre celebrada en París el pasado domingo, 13 de julio.
A esa cumbre se llegó con la intención declarada de dar un nuevo aliento al Proceso de Barcelona, tan criticado al principio por el presidente francés y tan defendido por la diplomacia española y alemana. Ahora ha llegado el momento de preguntarnos si se consiguió este objetivo, en otras palabras, si la cumbre fue un éxito.
Lo fue en parte. Reunir a 43 líderes del espacio euromediterráneo constituye en sí un éxito y un claro golpe de efecto. Sin embargo, el documento aprobado en la cumbre de París no va mucho más lejos de lo que se ha venido adoptando en el marco del Proceso de Barcelona y, especialmente, de la declaración fundacional de 1995. La declaración de París no es ni más ambiciosa ni más detallada que la de Barcelona; simplemente, incorpora temas consolidados en años anteriores y añade algún aspecto nuevo en materia de flexibilidad y, sobre todo, de estructura institucional. Tal constatación no es una crítica a lo conseguido en 2008 -seguramente, era difícil avanzar más-, pero sí un elogioso reconocimiento de lo que se logró en 1995.
Los seis proyectos en ámbitos como infraestructuras, educación superior, medio ambiente, energía, inversiones o protección civil aprobados en París, tampoco suponen un salto cualitativo. Por un lado, porque algunos ya estaban en funcionamiento o se hubieran podido desarrollar en el marco tradicional del Proceso de Barcelona; por otro, porque no abordan aspectos mucho más fundamentales para el desarrollo humano como la educación primaria y secundaria, el desarrollo rural, la seguridad alimentaria o la sanidad.
Finalmente, tenemos la dimensión institucional. Ahí sí que se han producido algunos avances sustanciales, aunque pendientes de concreción en la conferencia de ministros de Asuntos Exteriores que se reunirá en Marsella el próximo noviembre. Los cambios introducidos (cumbres regulares, secretariado, co-presidencia y comité permanente de altos funcionarios) van en la dirección de alcanzar cuatro objetivos: más visibilidad, más impulso político, más igualdad entre norte y sur, y mayor agilidad en la toma de decisiones.
La puesta en marcha de estas estructuras no será sencilla -deberá vencer egoísmos nacionales y enemistades seculares-, pero supone un paso en la buena dirección. Con todo, tales innovaciones podrían haberse producido en el marco tradicional de Barcelona sin necesidad de cambiar el nombre del proyecto ni provocar el revuelo de estos meses.
Así pues, el principal fruto del encuentro parisiense del pasado domingo no son ni la declaración política, ni la renovada estructura institucional, ni los seis proyectos. El principal éxito son los encuentros que esta cumbre propició -entre los presidentes de Siria y el Líbano, entre Abbas y Olmert- y, sobre todo, las negociaciones que de manera indirecta prosiguen Tel Aviv y Damasco. Una vez más, se ha puesto de relieve que la principal contribución del diálogo euromediterráneo, también en la etapa que ahora empieza, es reunir a enemigos a priori irreconciliables. En este punto, cabe reconocer la dedicación y perseverancia de la diplomacia francesa, ayudada por el trabajo que Turquía lleva haciendo por acercar posiciones entre sirios e israelíes.
En suma, la cumbre de París tiene algo de déjà vu. Porque ni hay tantos cambios, ni los que se han realizado tendrán un impacto tan significativo. Porque se presentan como nuevos proyectos algunos que ya están en marcha. Porque hay grandes declaraciones, pero sin compromisos financieros firmes. Y, sobre todo, porque el mayor éxito de la cumbre de París es lo que el Proceso de Barcelona viene cosechando desde su creación: reunir de forma regular a Israel y a sus vecinos árabes alrededor de una misma mesa. Aunque sin duda el particular estilo de Sarkozy y la grandeur de la diplomacia francesa han conferido a esta cumbre un lustre especial.
Cabe esperar que en los próximos meses no se produzca otro déjà vu. Es decir, que tal y como sucedió en 1995, el entusiasmo inicial venga seguido de la frustración. En esta ocasión, sería especialmente grave, porque el revuelo causado por Sarkozy ha hecho que las expectativas generadas en ambas orillas del Mediterráneo sean hoy más elevadas todavía. Para romper ese círculo vicioso necesitaremos voluntad política, creatividad y generosidad.
En 2010 se celebrarán 15 años de la primera conferencia euromediterránea de Barcelona y España asumirá la presidencia de la UE. Qué mejor oportunidad para que nuestro país recupere protagonismo y capacidad de propuesta, para que se aprueben proyectos que incidan en el desarrollo humano y para que se consolide la estructura institucional que se ha adoptado en París.
El empeño de Nicolas Sarkozy por revolucionar las relaciones con nuestros vecinos del sur y del este del Mediterráneo se ha convertido en uno de los temas estrella de este año. A lo largo de estos últimos meses se ha debatido mucho sobre las motivaciones del presidente francés al lanzar esta iniciativa, sobre los puntos fuertes y débiles de su propuesta, y sobre qué países acudían o se ausentaban de la cumbre celebrada en París el pasado domingo, 13 de julio.
A esa cumbre se llegó con la intención declarada de dar un nuevo aliento al Proceso de Barcelona, tan criticado al principio por el presidente francés y tan defendido por la diplomacia española y alemana. Ahora ha llegado el momento de preguntarnos si se consiguió este objetivo, en otras palabras, si la cumbre fue un éxito.
Lo fue en parte. Reunir a 43 líderes del espacio euromediterráneo constituye en sí un éxito y un claro golpe de efecto. Sin embargo, el documento aprobado en la cumbre de París no va mucho más lejos de lo que se ha venido adoptando en el marco del Proceso de Barcelona y, especialmente, de la declaración fundacional de 1995. La declaración de París no es ni más ambiciosa ni más detallada que la de Barcelona; simplemente, incorpora temas consolidados en años anteriores y añade algún aspecto nuevo en materia de flexibilidad y, sobre todo, de estructura institucional. Tal constatación no es una crítica a lo conseguido en 2008 -seguramente, era difícil avanzar más-, pero sí un elogioso reconocimiento de lo que se logró en 1995.
Los seis proyectos en ámbitos como infraestructuras, educación superior, medio ambiente, energía, inversiones o protección civil aprobados en París, tampoco suponen un salto cualitativo. Por un lado, porque algunos ya estaban en funcionamiento o se hubieran podido desarrollar en el marco tradicional del Proceso de Barcelona; por otro, porque no abordan aspectos mucho más fundamentales para el desarrollo humano como la educación primaria y secundaria, el desarrollo rural, la seguridad alimentaria o la sanidad.
Finalmente, tenemos la dimensión institucional. Ahí sí que se han producido algunos avances sustanciales, aunque pendientes de concreción en la conferencia de ministros de Asuntos Exteriores que se reunirá en Marsella el próximo noviembre. Los cambios introducidos (cumbres regulares, secretariado, co-presidencia y comité permanente de altos funcionarios) van en la dirección de alcanzar cuatro objetivos: más visibilidad, más impulso político, más igualdad entre norte y sur, y mayor agilidad en la toma de decisiones.
La puesta en marcha de estas estructuras no será sencilla -deberá vencer egoísmos nacionales y enemistades seculares-, pero supone un paso en la buena dirección. Con todo, tales innovaciones podrían haberse producido en el marco tradicional de Barcelona sin necesidad de cambiar el nombre del proyecto ni provocar el revuelo de estos meses.
Así pues, el principal fruto del encuentro parisiense del pasado domingo no son ni la declaración política, ni la renovada estructura institucional, ni los seis proyectos. El principal éxito son los encuentros que esta cumbre propició -entre los presidentes de Siria y el Líbano, entre Abbas y Olmert- y, sobre todo, las negociaciones que de manera indirecta prosiguen Tel Aviv y Damasco. Una vez más, se ha puesto de relieve que la principal contribución del diálogo euromediterráneo, también en la etapa que ahora empieza, es reunir a enemigos a priori irreconciliables. En este punto, cabe reconocer la dedicación y perseverancia de la diplomacia francesa, ayudada por el trabajo que Turquía lleva haciendo por acercar posiciones entre sirios e israelíes.
En suma, la cumbre de París tiene algo de déjà vu. Porque ni hay tantos cambios, ni los que se han realizado tendrán un impacto tan significativo. Porque se presentan como nuevos proyectos algunos que ya están en marcha. Porque hay grandes declaraciones, pero sin compromisos financieros firmes. Y, sobre todo, porque el mayor éxito de la cumbre de París es lo que el Proceso de Barcelona viene cosechando desde su creación: reunir de forma regular a Israel y a sus vecinos árabes alrededor de una misma mesa. Aunque sin duda el particular estilo de Sarkozy y la grandeur de la diplomacia francesa han conferido a esta cumbre un lustre especial.
Cabe esperar que en los próximos meses no se produzca otro déjà vu. Es decir, que tal y como sucedió en 1995, el entusiasmo inicial venga seguido de la frustración. En esta ocasión, sería especialmente grave, porque el revuelo causado por Sarkozy ha hecho que las expectativas generadas en ambas orillas del Mediterráneo sean hoy más elevadas todavía. Para romper ese círculo vicioso necesitaremos voluntad política, creatividad y generosidad.
En 2010 se celebrarán 15 años de la primera conferencia euromediterránea de Barcelona y España asumirá la presidencia de la UE. Qué mejor oportunidad para que nuestro país recupere protagonismo y capacidad de propuesta, para que se aprueben proyectos que incidan en el desarrollo humano y para que se consolide la estructura institucional que se ha adoptado en París.
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