Por Xavier Rubert de Ventós, filósofo (EL PAÍS, 06/07/08):
Los dioses castigan tanto a Prometeo como Adán por curiosear más de la cuenta; por su pretensión de romper el monopolio divino del conocimiento y repartirlo entre los mortales. Para nuestros teóricos de Internet, la Red sería hoy su reencarnación: el nuevo héroe que rompe el monopolio institucional de la información para distribuirlo entre los usuarios de Google.
El término red -o en red- ha venido asociándose desde entonces a una libre y masiva difusión de los saberes. Frente a su tradicional distribución jerárquica y parsimoniosa, estos saberes se estarían haciendo hoy inmediatamente, democráticamente accesibles a todos.
Pero no nos precipitemos: mejor quizá demorarnos por un momento en las palabras mismas y su aura. Nietzsche decía que “las palabras son metáforas que hemos olvidado que lo eran”. Ahora bien, si dejamos que las palabras repercutan en nosotros, que nos golpeen con toda la carga de su origen, pronto descubrimos que la palabra red evoca un universo de asociaciones muy distinto, opuesto incluso al anterior.
Entonces la palabra red no nos sugiere algo que difunde sino algo que más bien retiene; no nos suena tanto a acumulador o difusor como a filtro o malla que captura ciertos elementos (peces o datos) y permite a otros pasar. Y lo decisivo es entonces la trama más o menos tupida de nuestra red; de una red que nos permita atrapar todos -y sólo- los datos o informaciones relevantes para el caso que nos ocupa.
¿Y no será -me pregunto ahora- que en el saber, como en el pescar, lo importante es la correspondencia entre el tupido de la red y el tamaño de la presa a capturar? Una cuestión de ajuste, de encaje, adecuación, acomodo o como quiera llamársele. En todo caso, no una cuestión de pura cantidad o intensidad. Y así son al cabo -pienso aún- todas las operaciones delicadas, sean de la naturaleza que sean: sea el Faeton de Ovidio siempre en peligro de ser víctima del “calentamiento global”, sea la observación microscópica de Heisenberg, que, como la mirada del Basilisco, puede distorsionar o incluso matar lo observado, sea la candela que, según dicen los mexicanos, no hay que colocar “ni tan cerca que queme al santo ni tan lejos que no le alumbre”.
Esta cuestión de acomodo o proporción ha sido abordada por Manuel Castells, pero parecen olvidarla en gran número de estudios sobre la Sociedad de la Información. Y ello contra toda evidencia de que la pura acumulación degenera a menudo en atasco; de que pocas veces, si alguna, lo máximo resulta ser lo óptimo.
La máxima información, en efecto, tiende a generar confusión: Aranguren fue mi mejor maestro precisamente porque me señaló los textos y libros que no era necesario leer (Wikipedia, por el contrario, me ofrece demasiados). El continuo flujo de moribundos en pateras nos escandaliza, ciertamente, pero a menudo nos coarta y paraliza toda respuesta personal frente a algo que parece rebasarnos. La competencia rápida y fácilmente adquirida -el pollito que sale del huevo y ya anda- es propio de especies inferiores que no alcanzan “adolescer” de una larga adolescencia. El crecimiento desmesurado y sin control de una célula es lo que los médicos llaman metástasis o cáncer.
Y así en todo: incluso en la memoria más gigas de la cuenta, como la del pobre Funes borgiano incapaz de olvidar nada, ahíto de bites, atontado. Como les ocurre a menudo a nuestros ordenadores, Funes había perdido aquella “capacidad de olvido” ensalzada por Rousseau: “Aquel defecto de memoria que nos deja en el feliz estado de tener la suficiente para que todo nos sea comprensible pero carecer lo bastante de ella para que todo nos aparezca como nuevo”.
Kant advirtió ya que la pura información sin criterio alguno de selección es ciega. Bacon y Popper añadieron que la naturaleza es muda mientras no aprendemos a hacerla hablar con preguntas a la vez pertinentes e intencionadas (crueles incluso, según Bacon, que comparaba el laboratorio moderno al torno con el que el Gran Inquisidor hacía “cantar” al hereje -un hereje que hoy sería el ADN o los agujeros negros-).
Norbert Wiener fue más preciso todavía: “Existe un techo al número de variables o de informaciones con las que podemos operar y que sabemos manejar operativamente”. Un techo del que era bien consciente un veterano político, sobrado y lenguaraz, que me aconsejaba en el Parlamento la siguiente estrategia informativa para con los miembros de la oposición: “Si no puedes darles menos información de la que necesitan, dales más de la que pueden asimilar: colápsalos”.
Ciegos, mudos, colapsados: así es, en efecto, como puede dejarnos una eufórica utilización de la Red que olvide su parentesco lógico y etimológico con la red del pescador.
Los dioses castigan tanto a Prometeo como Adán por curiosear más de la cuenta; por su pretensión de romper el monopolio divino del conocimiento y repartirlo entre los mortales. Para nuestros teóricos de Internet, la Red sería hoy su reencarnación: el nuevo héroe que rompe el monopolio institucional de la información para distribuirlo entre los usuarios de Google.
El término red -o en red- ha venido asociándose desde entonces a una libre y masiva difusión de los saberes. Frente a su tradicional distribución jerárquica y parsimoniosa, estos saberes se estarían haciendo hoy inmediatamente, democráticamente accesibles a todos.
Pero no nos precipitemos: mejor quizá demorarnos por un momento en las palabras mismas y su aura. Nietzsche decía que “las palabras son metáforas que hemos olvidado que lo eran”. Ahora bien, si dejamos que las palabras repercutan en nosotros, que nos golpeen con toda la carga de su origen, pronto descubrimos que la palabra red evoca un universo de asociaciones muy distinto, opuesto incluso al anterior.
Entonces la palabra red no nos sugiere algo que difunde sino algo que más bien retiene; no nos suena tanto a acumulador o difusor como a filtro o malla que captura ciertos elementos (peces o datos) y permite a otros pasar. Y lo decisivo es entonces la trama más o menos tupida de nuestra red; de una red que nos permita atrapar todos -y sólo- los datos o informaciones relevantes para el caso que nos ocupa.
¿Y no será -me pregunto ahora- que en el saber, como en el pescar, lo importante es la correspondencia entre el tupido de la red y el tamaño de la presa a capturar? Una cuestión de ajuste, de encaje, adecuación, acomodo o como quiera llamársele. En todo caso, no una cuestión de pura cantidad o intensidad. Y así son al cabo -pienso aún- todas las operaciones delicadas, sean de la naturaleza que sean: sea el Faeton de Ovidio siempre en peligro de ser víctima del “calentamiento global”, sea la observación microscópica de Heisenberg, que, como la mirada del Basilisco, puede distorsionar o incluso matar lo observado, sea la candela que, según dicen los mexicanos, no hay que colocar “ni tan cerca que queme al santo ni tan lejos que no le alumbre”.
Esta cuestión de acomodo o proporción ha sido abordada por Manuel Castells, pero parecen olvidarla en gran número de estudios sobre la Sociedad de la Información. Y ello contra toda evidencia de que la pura acumulación degenera a menudo en atasco; de que pocas veces, si alguna, lo máximo resulta ser lo óptimo.
La máxima información, en efecto, tiende a generar confusión: Aranguren fue mi mejor maestro precisamente porque me señaló los textos y libros que no era necesario leer (Wikipedia, por el contrario, me ofrece demasiados). El continuo flujo de moribundos en pateras nos escandaliza, ciertamente, pero a menudo nos coarta y paraliza toda respuesta personal frente a algo que parece rebasarnos. La competencia rápida y fácilmente adquirida -el pollito que sale del huevo y ya anda- es propio de especies inferiores que no alcanzan “adolescer” de una larga adolescencia. El crecimiento desmesurado y sin control de una célula es lo que los médicos llaman metástasis o cáncer.
Y así en todo: incluso en la memoria más gigas de la cuenta, como la del pobre Funes borgiano incapaz de olvidar nada, ahíto de bites, atontado. Como les ocurre a menudo a nuestros ordenadores, Funes había perdido aquella “capacidad de olvido” ensalzada por Rousseau: “Aquel defecto de memoria que nos deja en el feliz estado de tener la suficiente para que todo nos sea comprensible pero carecer lo bastante de ella para que todo nos aparezca como nuevo”.
Kant advirtió ya que la pura información sin criterio alguno de selección es ciega. Bacon y Popper añadieron que la naturaleza es muda mientras no aprendemos a hacerla hablar con preguntas a la vez pertinentes e intencionadas (crueles incluso, según Bacon, que comparaba el laboratorio moderno al torno con el que el Gran Inquisidor hacía “cantar” al hereje -un hereje que hoy sería el ADN o los agujeros negros-).
Norbert Wiener fue más preciso todavía: “Existe un techo al número de variables o de informaciones con las que podemos operar y que sabemos manejar operativamente”. Un techo del que era bien consciente un veterano político, sobrado y lenguaraz, que me aconsejaba en el Parlamento la siguiente estrategia informativa para con los miembros de la oposición: “Si no puedes darles menos información de la que necesitan, dales más de la que pueden asimilar: colápsalos”.
Ciegos, mudos, colapsados: así es, en efecto, como puede dejarnos una eufórica utilización de la Red que olvide su parentesco lógico y etimológico con la red del pescador.
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