Por Rafael Domingo, catedrático de la Universidad de Navarra y director para Europa del Gertrude Ryan Law Observatory (EL MUNDO, 08/07/08):
El 26 de junio de 2008 ha marcado un hito en la Historia Constitucional de Estados Unidos. Tras muchos años de intenso debate judicial, académico y político sobre el uso de armas regulado en la segunda enmienda de la Constitución de EEUU, el Tribunal Supremo ha zanjado la cuestión en su reciente sentencia sobre el caso Distrito de Columbia versus Heller. El más alto tribunal estadounidense ha declarado inconstitucional una disposición de la legislación sobre uso de armas en el Distrito de Columbia, amparando el derecho de Dick Anthony Heller, un guardia federal de 66 años, a tener un arma en su casa -a poca distancia, por cierto, del propio Tribunal Supremo-, por motivos de seguridad.
La sentencia, escrita con gran precisión y elegancia jurídica, declara que la segunda enmienda otorga un «derecho constitucional individual» a tener armas, con independencia de prestaciones militares, y a emplearlas conforme a derecho, por ejemplo, para defensa propia en el domicilio. Con todo, el Tribunal Supremos deja claro -¡algo es algo!- que, como la mayoría de los derechos, el reconocido en la segunda enmienda no es tampoco un derecho de contenido ilimitado, que permita portar «cualquier tipo de armas, de cualquier manera y para cualquier propósito».
La segunda enmienda dispone que, «siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado Libre, no se violará el derecho del pueblo a poseer y portar armas». Se trata de la primera vez en la Historia de los Estados Unidos de América, en que el Tribunal Supremo interpreta constitucionalmente el alcance concreto de este «derecho del pueblo a poseer y portar armas», considerándolo como un derecho constitucional individual y no un mero derecho colectivo del que sería titular el pueblo estadounidense en su conjunto y referido exclusivamente a fines militares. Sobre cada una de las palabras y períodos oracionales de esta enmienda se han escrito miles y miles de páginas. Y probablemente se seguirán escribiendo, ya que el pretendido derecho a portar armas necesita -todavía- muchas matizaciones. Pero el texto dice lo que dice, pese a quien le pese.
El conocido magistrado Antonin Scalia ha sido el ponente de la resolución judicial, que ha contado con el apoyo del presidente John Roberts, de los magistrados conservadores Samuel Alito y Clarence Thomas, así como de Anthony Kennedy, el magistrado que en este momento tiene la llave del Tribunal Supremo, el llamado swing vote. El veterano John Paul Stevens y el magistrado Stephen Breyer redactaron sendos votos particulares, que fueron apoyados mutuamente y por los magistrados Ruth Bader Ginsburg y David Souter. De las dos opiniones discrepantes, la más sugerente y acertada es la de Breyer, que considera que, incluso admitiendo un pretendido derecho individual a las armas, la legislación restrictiva del Distrito de Columbia sería conforme a derecho.
Jurista fino e inteligente, y padre del llamado originalismo constitucional, Antonin Scalia ha apostado, una vez más, por una interpretación literal del texto, atendiendo a su sentido original, huyendo de todo pragmatismo tan eficaz como dañino. En opinión de Scalia, la segunda enmienda de la Constitución estadounidense debe decir en 2008 lo mismo que declaró el día de su aprobación el 15 de diciembre de 1791. No otra cosa. Cuestión distinta es que jurisprudencialmente se vaya desarrollando, pero sin contaminar su contenido originario. Por lo demás, advierte el juez, ninguna decisión anterior del Tribunal Supremo está en contradicción con esta nueva resolución judicial.
Quizá el escollo más complicado era el término pueblo, que es el que ha generado una mayor discusión en la doctrina. En efecto, esta palabra era para algunos la clave para negar el derecho individual a las armas, señalando que se trataría de un derecho colectivo del que sería sujeto el mismo pueblo representado por sus militares. A lo largo de su interpretación, Scalia ha dejado muy claro que la palabra pueblo en la constitución significa el conjunto de ciudadanos, la suma de cada uno de ellos, y no un grupo abstracto y genérico. Y que los derechos del pueblo son derechos individuales. El famoso We, the People, que abre la más prestigiosa constitución del mundo, debe ser entendido, según Scalia, también individualmente, sin excluir esta dimensión personal.
No estoy, en absoluto, a favor del uso de las armas por particulares. Menos todavía de convertir ese uso en un derecho constitucional individual. Discrepo del originalismo de Scalia, que puede conducirnos a un inmovilismo social indeseado. Pero, en este caso, la sentencia es aceptable, pues interpreta correctamente la segunda enmienda. La Historia de Estados Unidos no se entiende sin esa cultura de las armas que tanto nos sorprende a los europeos. Si no se está de acuerdo con la enmienda, deróguese, modifíquese, limítese legalmente al máximo su aplicación, interprétese restrictivamente, pero, por favor, no hasta decir lo que no dice ni, menos todavía, lo que nunca deseó decir.
Cierto es que Scalia peca de puritanismo, como bien se lo advierten los magistrados disidentes, pero creo que, en conjunto, su aportación va a hacer mucho bien al constitucionalismo estadounidense. Los magistrados del Supremo de Estados Unidos necesitaban volver a las esencias, recuperar las fórmulas tradicionales de interpretación jurídica, tomarse más en serio su propia Constitución. Algo parecido tendría que suceder en España.
No estoy de acuerdo con nuestra constitucional prevalencia del varón frente a la mujer en la sucesión a la Corona, ni con la disposición transitoria cuarta, ni con tantas cosas más. Pero las acepto, y no brego por una interpretación caprichosa de la Constitución conforme a mis intereses. Me vinculan sus palabras, su Historia, sus formas. Su esencia. Prefiero estar sometido a una norma constitucional que no me satisfaga plenamente que a un puñado de sentencias antojadizas dictadas por un Alto Tribunal voluble y reo del poder político. Al instrumentalizar la Justicia, corroemos la base de nuestras instituciones y damos entrada a una suerte de esquizofrenia constitucional, que permite a los intérpretes de la norma suprema jugar con los vocablos constitucionales como malabaristas del circo del sol.
La lección de independencia del Tribunal Supremo de EEUU debería calar hondo en la mente de nuestros magistrados constitucionales. De lo contrario, terminaremos enfangados en toneladas de resoluciones oscuras, alejadas del sano sendero de la concordia y la paz social.
El 26 de junio de 2008 ha marcado un hito en la Historia Constitucional de Estados Unidos. Tras muchos años de intenso debate judicial, académico y político sobre el uso de armas regulado en la segunda enmienda de la Constitución de EEUU, el Tribunal Supremo ha zanjado la cuestión en su reciente sentencia sobre el caso Distrito de Columbia versus Heller. El más alto tribunal estadounidense ha declarado inconstitucional una disposición de la legislación sobre uso de armas en el Distrito de Columbia, amparando el derecho de Dick Anthony Heller, un guardia federal de 66 años, a tener un arma en su casa -a poca distancia, por cierto, del propio Tribunal Supremo-, por motivos de seguridad.
La sentencia, escrita con gran precisión y elegancia jurídica, declara que la segunda enmienda otorga un «derecho constitucional individual» a tener armas, con independencia de prestaciones militares, y a emplearlas conforme a derecho, por ejemplo, para defensa propia en el domicilio. Con todo, el Tribunal Supremos deja claro -¡algo es algo!- que, como la mayoría de los derechos, el reconocido en la segunda enmienda no es tampoco un derecho de contenido ilimitado, que permita portar «cualquier tipo de armas, de cualquier manera y para cualquier propósito».
La segunda enmienda dispone que, «siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado Libre, no se violará el derecho del pueblo a poseer y portar armas». Se trata de la primera vez en la Historia de los Estados Unidos de América, en que el Tribunal Supremo interpreta constitucionalmente el alcance concreto de este «derecho del pueblo a poseer y portar armas», considerándolo como un derecho constitucional individual y no un mero derecho colectivo del que sería titular el pueblo estadounidense en su conjunto y referido exclusivamente a fines militares. Sobre cada una de las palabras y períodos oracionales de esta enmienda se han escrito miles y miles de páginas. Y probablemente se seguirán escribiendo, ya que el pretendido derecho a portar armas necesita -todavía- muchas matizaciones. Pero el texto dice lo que dice, pese a quien le pese.
El conocido magistrado Antonin Scalia ha sido el ponente de la resolución judicial, que ha contado con el apoyo del presidente John Roberts, de los magistrados conservadores Samuel Alito y Clarence Thomas, así como de Anthony Kennedy, el magistrado que en este momento tiene la llave del Tribunal Supremo, el llamado swing vote. El veterano John Paul Stevens y el magistrado Stephen Breyer redactaron sendos votos particulares, que fueron apoyados mutuamente y por los magistrados Ruth Bader Ginsburg y David Souter. De las dos opiniones discrepantes, la más sugerente y acertada es la de Breyer, que considera que, incluso admitiendo un pretendido derecho individual a las armas, la legislación restrictiva del Distrito de Columbia sería conforme a derecho.
Jurista fino e inteligente, y padre del llamado originalismo constitucional, Antonin Scalia ha apostado, una vez más, por una interpretación literal del texto, atendiendo a su sentido original, huyendo de todo pragmatismo tan eficaz como dañino. En opinión de Scalia, la segunda enmienda de la Constitución estadounidense debe decir en 2008 lo mismo que declaró el día de su aprobación el 15 de diciembre de 1791. No otra cosa. Cuestión distinta es que jurisprudencialmente se vaya desarrollando, pero sin contaminar su contenido originario. Por lo demás, advierte el juez, ninguna decisión anterior del Tribunal Supremo está en contradicción con esta nueva resolución judicial.
Quizá el escollo más complicado era el término pueblo, que es el que ha generado una mayor discusión en la doctrina. En efecto, esta palabra era para algunos la clave para negar el derecho individual a las armas, señalando que se trataría de un derecho colectivo del que sería sujeto el mismo pueblo representado por sus militares. A lo largo de su interpretación, Scalia ha dejado muy claro que la palabra pueblo en la constitución significa el conjunto de ciudadanos, la suma de cada uno de ellos, y no un grupo abstracto y genérico. Y que los derechos del pueblo son derechos individuales. El famoso We, the People, que abre la más prestigiosa constitución del mundo, debe ser entendido, según Scalia, también individualmente, sin excluir esta dimensión personal.
No estoy, en absoluto, a favor del uso de las armas por particulares. Menos todavía de convertir ese uso en un derecho constitucional individual. Discrepo del originalismo de Scalia, que puede conducirnos a un inmovilismo social indeseado. Pero, en este caso, la sentencia es aceptable, pues interpreta correctamente la segunda enmienda. La Historia de Estados Unidos no se entiende sin esa cultura de las armas que tanto nos sorprende a los europeos. Si no se está de acuerdo con la enmienda, deróguese, modifíquese, limítese legalmente al máximo su aplicación, interprétese restrictivamente, pero, por favor, no hasta decir lo que no dice ni, menos todavía, lo que nunca deseó decir.
Cierto es que Scalia peca de puritanismo, como bien se lo advierten los magistrados disidentes, pero creo que, en conjunto, su aportación va a hacer mucho bien al constitucionalismo estadounidense. Los magistrados del Supremo de Estados Unidos necesitaban volver a las esencias, recuperar las fórmulas tradicionales de interpretación jurídica, tomarse más en serio su propia Constitución. Algo parecido tendría que suceder en España.
No estoy de acuerdo con nuestra constitucional prevalencia del varón frente a la mujer en la sucesión a la Corona, ni con la disposición transitoria cuarta, ni con tantas cosas más. Pero las acepto, y no brego por una interpretación caprichosa de la Constitución conforme a mis intereses. Me vinculan sus palabras, su Historia, sus formas. Su esencia. Prefiero estar sometido a una norma constitucional que no me satisfaga plenamente que a un puñado de sentencias antojadizas dictadas por un Alto Tribunal voluble y reo del poder político. Al instrumentalizar la Justicia, corroemos la base de nuestras instituciones y damos entrada a una suerte de esquizofrenia constitucional, que permite a los intérpretes de la norma suprema jugar con los vocablos constitucionales como malabaristas del circo del sol.
La lección de independencia del Tribunal Supremo de EEUU debería calar hondo en la mente de nuestros magistrados constitucionales. De lo contrario, terminaremos enfangados en toneladas de resoluciones oscuras, alejadas del sano sendero de la concordia y la paz social.
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