Por Antonio Fontán (ABC, 20/07/08):
El «no» de los irlandeses al tratado de Lisboa es un accidente menor en el proceso histórico de la Unión Europea. Menor, pero significativo. Invita a reflexionar a los gobiernos, parlamentos y partidos de los Estados miembros.
No hace mucho en Holanda y en Francia tuvieron lugar, con resultado también negativo, los referendos en que se votaba la Constitución Europea. Aunque el tratado de Lisboa es menos exigente y trabajoso de aplicar que la Constitución, son ya tres las naciones de diversas tradiciones culturales e históricas (latina, germánica y celta) desde las que se han escuchado toques de aviso sobre la estructura política y el funcionamiento de ese singular ente político que abarca veintisiete estados y cubre casi todo el continente desde el Atlántico hasta las repúblicas ex soviéticas de Bielorrusia, Ucrania y la Rusia propiamente dicha. Sin embargo en ninguna de las instituciones y tribunas políticas de las tres naciones del «no», ni en los otros veinticuatro países miembros, se ha planteado seriamente la existencia y la continuidad de la Unión o la pertenencia a ella de Irlanda. Este país no ha dicho que «no» a Europa, sino a un texto presentado por los actuales gestores de la Unión, y sin el cual, como sin la Constitución que rechazaron franceses y holandeses, se ha funcionado aceptablemente y se han conseguido logros de cooperación entre los diversos Estados, impensables antes.
La Unión Europea es la más extensa y ambiciosa asociación de Estados independientes de la historia de la Humanidad. Su implantación ha sido un indudable logro. Los países miembros han acertado a establecer políticas comunes de orden institucional, económico y social, y a ponerlas en práctica, manteniendo, sin embargo, cada uno de ellos su independencia y su propia soberanía. Se ceden competencias, se coordinan políticas, se comparten partidas presupuestarias y hay en el parlamento de Bruselas y Estrasburgo debates de partido y no de naciones igual que en las Cámaras de los diferentes Estados, pero todos y cada uno de los veintisiete miembros sienten, conservan, defienden y practican su independencia y su intransferible soberanía. Basta recordar los acuerdos de creación del «euro» y del Banco Central Europeo o los de Schengen que han beneficiado a todos los países, aunque no fueran de aplicación en cada uno de ellos. El «europeísmo» de vocación asociativa había nacido y empezó a desarrollarse al hilo de los desencuentros y enfrentamientos de potencias y gobiernos del continente que habían dado lugar a la «Gran Guerra» y a la exacerbación de los nacionalismos en ciertos Estados. Al fin de la contienda no pocos pensadores y políticos se preguntaban cómo había podido ocurrir que en naciones que parecían bien avenidas y para aquellos tiempos florecientes (la Europa de la belle époque) se hubiera producido un desastre semejante. La «gran Guerra» no había resuelto nada y con ella -o por su causa- se habían creado nuevos problemas y subsistían, en no pocos casos agravados, los de antes.
Después de Versalles y de la revolución de Rusia, los antiguos «imperios centrales» se arruinaron -fue el caso de Alemania-, o se dividieron en estados menores como la república austriaca, Hungría o la artificial Checoslovaquia, se restableció la antes troceada Polonia y se creó en los Balcanes la imposible Yugoslavia. Además desapareció el imperio de los zares y se impuso en ese país una dictadura comunista que, de hecho, trasladó las fronteras políticas de la Europa libre desde los Urales a los límites occidentales de Ucrania.
La situación fue mucho peor y más penosa al final de la Segunda Guerra Mundial, con la ocupación militar y política soviética de toda la Europa oriental, «el telón de acero» y las dictaduras comunistas, en un clima internacional de hostilidades políticas entre los gobiernos y odios populares. Un alivio para los países occidentales representó el amparo de los Estados Unidos, que habían sido los verdaderos vencedores militares de la gran contienda. La necesidad de unir fuerzas y recursos y la decisión de cooperar en beneficio de todos, más el restablecimiento y modernización de unos estados democráticos de orientación liberal, dio lugar a algo que no había pasado nunca en el continente europeo en los cinco siglos precedentes: el acuerdo político y económico de las dos principales potencias de la Europa Occidental, acompañadas de cuatro naciones limítrofes con ellas, que habían sufrido más que otras los males de la Segunda Guerra Mundial. El 19 de marzo de 1951, los «seis» -Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Italia y Luxemburgo- suscribieron el Tratado de Roma, que era un acuerdo de coordinación y cooperación de las políticas del carbón y del acero entre los que habían sido beligerantes en la Segunda Guerra Mundial, pero con el que sus promotores esperaban inaugurar una nueva época de la historia del continente: como así ha sido. Ese casi mítico documento se ha convertido en la primera piedra del actual ente supranacional que abarca veintisiete Estados, y posee en común un parlamento democráticamente elegido, un sistema judicial y una estructura de gobierno desde la que se rigen, administran y coordinan muy importantes asuntos de las diversas naciones y del conjunto de todas ellas. La Unión Europea tal como está y tal como funciona constituye un éxito político internacional para el que no existen precedentes en la milenaria historia del continente.
Europa empezaron a llamar los griegos en un poema del siglo VIII a. C. a los espacios continentales del centro de la Hélade. Después historiadores, geógrafos y magistrados romanos aplicaron esa denominación a las tierras de la ribera norte del Mediterráneo y a la isla de Britania, y extendieron el nombre de Europa y las noticias de ella a pueblos más septentrionales, aunque su dominio político se detuviera en el Rin y en el Danubio. Pero había contactos con gentes de más arriba. Por ejemplo, la ruta comercial del ámbar unía las orillas del Báltico con el imperio romano.
La Europa moderna empieza a formarse, o se constituye, a principios del siglo XVI. Es la «Europa de los Reinos», de religión cristiana, política y militarmente enfrentada con los turcos, y habitualmente dividida por guerras y rivalidades religiosas o de dominación. Sus filósofos y pensadores como Erasmo, Vives, Moro y otros muchos sabían que el destino ideal de Europa era alguna especie de unidad, que resultaría grandiosa, siempre que reyes y gobernantes fueran capaces de vivir en paz militar y tolerancia ideológica, dentro del amplio margen de la cultura común de inspiración cristiana. Quizá fue el valenciano Vives el primero que en 1526 empleó el término Europa como una realidad política, cuyas disidencias lamentaba con verdadera pesadumbre. Pero esta voz de los filósofos no fue escuchada ni en aquellos tiempos ni en los siglos que vinieron después. Hace casi quinientos años, en 1516, el primer intelectual europeo de la época, Erasmo de Roterdam, encontraba a las naciones de Europa enfrentadas en constantes guerras de unas contra otras, desatadas por ambiciones de príncipes y políticos y sostenidas y fomentadas por el odio que habían generado los que vertían «aceite en las hogueras» con daño de todos. Era una situación dramática e insoluble, en la que -escribe Erasmo- «vemos al francés que odia al inglés, sólo porque él es francés; el escocés al inglés, sólo porque él es escocés; el itálico al alemán; el suabo al suizo, y así todos los demás. Una región odia a otra y una ciudad a otra ciudad». Esto, en un continente cuyos habitantes y reinos compartían una misma fe y una misma cultura, parecía incomprensible al filósofo neerlandés. Era una «lis de verbis», porque la homogeneidad espiritual e histórica de los diferentes pueblos tenía que unirlos más de lo que los enfrentaban los rótulos de las nacionalidades. «¿Por qué -concluía- estas simplicísimas palabras nos separan más que nos une el nombre de Cristo?».
Pueden hacerse muchas lecturas de la historia moderna de Europa. Pero en casi todos los tramos de estos últimos cinco siglos siempre ha habido guerras de unas naciones, reinos o estados contra otros en los espacios del continente, «entre hermanos» decía Erasmo. Así ha sido hasta ese Tratado de Roma de 19 de marzo de 1951, Y el posterior y afortunado desarrollo de lo allí convenido en los cincuenta y siete años siguientes comprendida la votación irlandesa de fines de esta primavera. No hay que rasgarse las vestiduras como hacían los orientales antiguos. Ni pensar en fórmulas, que siempre serían antidemocráticas, para que los irlandeses vuelvan a votar y mucho menos para echarlos fuera, como si hubieran declarado una guerra a toda la Unión. Como tampoco habría tenido sentido obligar a franceses y holandeses a volver sobre sus pasos. Los soberanos son ellos, y no hay nadie que pueda estar democráticamente legitimado para condenarlos a nada. La Unión Europea es un espacio político y una tarea común de los Estados nacionales, independientes y soberanos, que forman parte de ella.
El «no» de los irlandeses al tratado de Lisboa es un accidente menor en el proceso histórico de la Unión Europea. Menor, pero significativo. Invita a reflexionar a los gobiernos, parlamentos y partidos de los Estados miembros.
No hace mucho en Holanda y en Francia tuvieron lugar, con resultado también negativo, los referendos en que se votaba la Constitución Europea. Aunque el tratado de Lisboa es menos exigente y trabajoso de aplicar que la Constitución, son ya tres las naciones de diversas tradiciones culturales e históricas (latina, germánica y celta) desde las que se han escuchado toques de aviso sobre la estructura política y el funcionamiento de ese singular ente político que abarca veintisiete estados y cubre casi todo el continente desde el Atlántico hasta las repúblicas ex soviéticas de Bielorrusia, Ucrania y la Rusia propiamente dicha. Sin embargo en ninguna de las instituciones y tribunas políticas de las tres naciones del «no», ni en los otros veinticuatro países miembros, se ha planteado seriamente la existencia y la continuidad de la Unión o la pertenencia a ella de Irlanda. Este país no ha dicho que «no» a Europa, sino a un texto presentado por los actuales gestores de la Unión, y sin el cual, como sin la Constitución que rechazaron franceses y holandeses, se ha funcionado aceptablemente y se han conseguido logros de cooperación entre los diversos Estados, impensables antes.
La Unión Europea es la más extensa y ambiciosa asociación de Estados independientes de la historia de la Humanidad. Su implantación ha sido un indudable logro. Los países miembros han acertado a establecer políticas comunes de orden institucional, económico y social, y a ponerlas en práctica, manteniendo, sin embargo, cada uno de ellos su independencia y su propia soberanía. Se ceden competencias, se coordinan políticas, se comparten partidas presupuestarias y hay en el parlamento de Bruselas y Estrasburgo debates de partido y no de naciones igual que en las Cámaras de los diferentes Estados, pero todos y cada uno de los veintisiete miembros sienten, conservan, defienden y practican su independencia y su intransferible soberanía. Basta recordar los acuerdos de creación del «euro» y del Banco Central Europeo o los de Schengen que han beneficiado a todos los países, aunque no fueran de aplicación en cada uno de ellos. El «europeísmo» de vocación asociativa había nacido y empezó a desarrollarse al hilo de los desencuentros y enfrentamientos de potencias y gobiernos del continente que habían dado lugar a la «Gran Guerra» y a la exacerbación de los nacionalismos en ciertos Estados. Al fin de la contienda no pocos pensadores y políticos se preguntaban cómo había podido ocurrir que en naciones que parecían bien avenidas y para aquellos tiempos florecientes (la Europa de la belle époque) se hubiera producido un desastre semejante. La «gran Guerra» no había resuelto nada y con ella -o por su causa- se habían creado nuevos problemas y subsistían, en no pocos casos agravados, los de antes.
Después de Versalles y de la revolución de Rusia, los antiguos «imperios centrales» se arruinaron -fue el caso de Alemania-, o se dividieron en estados menores como la república austriaca, Hungría o la artificial Checoslovaquia, se restableció la antes troceada Polonia y se creó en los Balcanes la imposible Yugoslavia. Además desapareció el imperio de los zares y se impuso en ese país una dictadura comunista que, de hecho, trasladó las fronteras políticas de la Europa libre desde los Urales a los límites occidentales de Ucrania.
La situación fue mucho peor y más penosa al final de la Segunda Guerra Mundial, con la ocupación militar y política soviética de toda la Europa oriental, «el telón de acero» y las dictaduras comunistas, en un clima internacional de hostilidades políticas entre los gobiernos y odios populares. Un alivio para los países occidentales representó el amparo de los Estados Unidos, que habían sido los verdaderos vencedores militares de la gran contienda. La necesidad de unir fuerzas y recursos y la decisión de cooperar en beneficio de todos, más el restablecimiento y modernización de unos estados democráticos de orientación liberal, dio lugar a algo que no había pasado nunca en el continente europeo en los cinco siglos precedentes: el acuerdo político y económico de las dos principales potencias de la Europa Occidental, acompañadas de cuatro naciones limítrofes con ellas, que habían sufrido más que otras los males de la Segunda Guerra Mundial. El 19 de marzo de 1951, los «seis» -Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Italia y Luxemburgo- suscribieron el Tratado de Roma, que era un acuerdo de coordinación y cooperación de las políticas del carbón y del acero entre los que habían sido beligerantes en la Segunda Guerra Mundial, pero con el que sus promotores esperaban inaugurar una nueva época de la historia del continente: como así ha sido. Ese casi mítico documento se ha convertido en la primera piedra del actual ente supranacional que abarca veintisiete Estados, y posee en común un parlamento democráticamente elegido, un sistema judicial y una estructura de gobierno desde la que se rigen, administran y coordinan muy importantes asuntos de las diversas naciones y del conjunto de todas ellas. La Unión Europea tal como está y tal como funciona constituye un éxito político internacional para el que no existen precedentes en la milenaria historia del continente.
Europa empezaron a llamar los griegos en un poema del siglo VIII a. C. a los espacios continentales del centro de la Hélade. Después historiadores, geógrafos y magistrados romanos aplicaron esa denominación a las tierras de la ribera norte del Mediterráneo y a la isla de Britania, y extendieron el nombre de Europa y las noticias de ella a pueblos más septentrionales, aunque su dominio político se detuviera en el Rin y en el Danubio. Pero había contactos con gentes de más arriba. Por ejemplo, la ruta comercial del ámbar unía las orillas del Báltico con el imperio romano.
La Europa moderna empieza a formarse, o se constituye, a principios del siglo XVI. Es la «Europa de los Reinos», de religión cristiana, política y militarmente enfrentada con los turcos, y habitualmente dividida por guerras y rivalidades religiosas o de dominación. Sus filósofos y pensadores como Erasmo, Vives, Moro y otros muchos sabían que el destino ideal de Europa era alguna especie de unidad, que resultaría grandiosa, siempre que reyes y gobernantes fueran capaces de vivir en paz militar y tolerancia ideológica, dentro del amplio margen de la cultura común de inspiración cristiana. Quizá fue el valenciano Vives el primero que en 1526 empleó el término Europa como una realidad política, cuyas disidencias lamentaba con verdadera pesadumbre. Pero esta voz de los filósofos no fue escuchada ni en aquellos tiempos ni en los siglos que vinieron después. Hace casi quinientos años, en 1516, el primer intelectual europeo de la época, Erasmo de Roterdam, encontraba a las naciones de Europa enfrentadas en constantes guerras de unas contra otras, desatadas por ambiciones de príncipes y políticos y sostenidas y fomentadas por el odio que habían generado los que vertían «aceite en las hogueras» con daño de todos. Era una situación dramática e insoluble, en la que -escribe Erasmo- «vemos al francés que odia al inglés, sólo porque él es francés; el escocés al inglés, sólo porque él es escocés; el itálico al alemán; el suabo al suizo, y así todos los demás. Una región odia a otra y una ciudad a otra ciudad». Esto, en un continente cuyos habitantes y reinos compartían una misma fe y una misma cultura, parecía incomprensible al filósofo neerlandés. Era una «lis de verbis», porque la homogeneidad espiritual e histórica de los diferentes pueblos tenía que unirlos más de lo que los enfrentaban los rótulos de las nacionalidades. «¿Por qué -concluía- estas simplicísimas palabras nos separan más que nos une el nombre de Cristo?».
Pueden hacerse muchas lecturas de la historia moderna de Europa. Pero en casi todos los tramos de estos últimos cinco siglos siempre ha habido guerras de unas naciones, reinos o estados contra otros en los espacios del continente, «entre hermanos» decía Erasmo. Así ha sido hasta ese Tratado de Roma de 19 de marzo de 1951, Y el posterior y afortunado desarrollo de lo allí convenido en los cincuenta y siete años siguientes comprendida la votación irlandesa de fines de esta primavera. No hay que rasgarse las vestiduras como hacían los orientales antiguos. Ni pensar en fórmulas, que siempre serían antidemocráticas, para que los irlandeses vuelvan a votar y mucho menos para echarlos fuera, como si hubieran declarado una guerra a toda la Unión. Como tampoco habría tenido sentido obligar a franceses y holandeses a volver sobre sus pasos. Los soberanos son ellos, y no hay nadie que pueda estar democráticamente legitimado para condenarlos a nada. La Unión Europea es un espacio político y una tarea común de los Estados nacionales, independientes y soberanos, que forman parte de ella.
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