Por Ignacio Sotelo, catedrático excedente de Sociología (EL PAÍS, 09/07/08):
Los ministros de Trabajo de la Unión Europea proponen una directiva comunitaria que permita al trabajador acordar una semana laboral de hasta 60 horas, y en profesiones en las que se hacen guardias, como los médicos o los bomberos, hasta de 65. La conmoción que ha producido la noticia tiene la virtud de mostrar a las claras la situación a la que hemos llegado. Los gobiernos mayoritariamente conservadores de la Europa de los 27, capitaneados por la Italia de Berlusconi y la Francia de Sarkozy, apelan a la libertad del trabajador para permitir que cada cual pacte lo que quiera. Lo verdaderamente grave es que con ello se quiebra uno de los logros históricos del movimiento sindical: la negociación colectiva. El afán de seguir flexibilizando el mercado de trabajo ni siquiera se detiene ante la jornada simbólica de las 48 horas que, tras muchos años de lucha, en las condiciones excepcionales de la guerra, la clase obrera conquistó en 1917.
En los años 60, conocidos como la edad de oro del Estado de bienestar, se estrenó también la Comunidad Económica Europea. Y aunque el artículo 118 del Tratado de Roma reconociera a los entonces seis Estados miembros la competencia exclusiva en política social y laboral, los dos procesos se reforzaron mutuamente, al basarse el Estado social en el crecimiento que potenció la Comunidad.
A la larga, sin embargo, la integración económica europea ha ido creando un marco supraestatal de carácter neoliberal que pone límites muy precisos al Estado social. La UE ha rehusado implantar una política social comunitaria, pero obliga a los socios a que desarrollen la que consideren oportuna dentro de los estrechos márgenes económicos establecidos.
La ampliación al Este ha reforzado aún más la debilidad social de la Unión, al adherirse unos países que han desmontado prácticamente por completo las instituciones sociales provinientes del Estado colectivista.
La política social, incluyendo la lucha contra la pobreza en el sentido más amplio, es responsabilidad de los Estados; la Unión únicamente se encarga de la coordinación de estas políticas, tal como se concretó en el Consejo Europeo de Niza, en diciembre de 2000. Y justamente, las políticas comunitarias que han contribuido al desmontaje del Estado de bienestar explican el distanciamiento de una buena parte de la población. Si hubieran celebrado consultas populares, muchos otros países habrían tenido el mismo resultado negativo que el del referéndum irlandés.
En los años 80 se abrió paso la idea de que la automatización y la informática llevarían en su seno el fin del trabajo asalariado, o al menos lo modificarían de manera sustancial. Así como la mecanización del campo expulsó mucha mano de obra hacia la industria, la automatización la arroja a los servicios. Cada vez se necesitan menos personas empleadas en la producción, y las que quedan se dedican esencialmente a vigilar que un proceso totalmente automatizado transcurra sin incidentes. La industria del acero, y luego la del automóvil, son ejemplos patentes de la eliminación de cientos de miles de puestos de trabajo. Primero la máquina sustituyó al esfuerzo muscular, luego la automatización al trabajo y al final la inteligencia artificial acabará por desalojar a buena parte de los empleados en los servicios.
En lo que atañe a la demanda de mano de obra, lo probable es que las diferencias entre los servicios vayan en aumento, pero casi todos, por no decir todos, antes o después se verán afectados por las nuevas tecnologías. El progreso tecnológico aumenta exponencialmente la productividad, y con ella la riqueza, pero a costa de suprimir puestos de trabajo.
Los que consideran el trabajo como algo cada vez más residual en un mundo totalmente automatizado, en el que los robots terminarán por llevar a cabo hasta las más simples tareas domésticas, se preguntan de qué va a vivir la multitud creciente de desempleados.
¿Acaso cabe un capitalismo sin la díada, antagónica o no, de capital y trabajo? ¿O es el mercado, y no el trabajo, como quiere el marginalismo de la segunda economía clásica, el agente creador de riqueza y, por tanto, cabría un capitalismo en el que el capital no necesitase ya del trabajo ajeno?
Lo paradójico, al menos a primera vista, es que se tolere ampliar la jornada laboral, cuando el pleno empleo ha desaparecido de un horizonte creíble y la preocupación principal se centra en cómo repartir el trabajo y luego la renta nacional para que lo producido por una minoría esté también al alcance de los que se han quedado sin empleo. De lo contrario, el capitalismo se desmoronaría en una enorme crisis de superproducción. En el capitalismo tecnológicamente desarrollado la persona pierde relevancia como trabajador, pero la mantiene, e incluso la aumenta, como consumidor. El capitalismo podría tal vez subsistir sin trabajo asalariado, pero en ningún caso sin consumidores de lo que produce.
La tesis de que con el desarrollo tecnológico alcanzado desaparecerá el trabajo muestra una cierta verosimilitud desde la mera abstracción lógica, pero empíricamente nada se descubre que lleve trazas de que esto vaya a ocurrir en un futuro previsible. A nivel mundial el trabajo asalariado ha aumentado, como corresponde a la expansión de la producción capitalista por todo el planeta. También en los países de la OCDE, pese a que el desempleo se mantenga cerca del 10%, ha crecido la población activa. Entre 1981 y 1997, el empleo aumentó casi un 20%, es decir, una tasa media del 1,06% anual.
El incremento de la población activa se debe tanto a la incorporación de la mujer al mercado laboral, la verdadera revolución del siglo XX, como a la inmigración, que será la del siglo XXI. Lo cierto es que no se han concretado los planes de reparto del trabajo, o se han suprimido allí donde habían comenzado a ponerlos en marcha. Tampoco ha aumentado el tiempo libre para los que aún gozan de un empleo fijo; al contrario, cuanto mayores sean las competencias o las responsabilidades, la jornada laboral muestra también una tendencia a alargarse. Para la mayoría de los asalariados de los países de la OCDE, la llamada flexibilización del mercado de trabajo lo único que les ha traído es mayor precaridad.
Hay que tener muy en cuenta que, de aprobarse, la directiva comunitaria no significará un aumento de la jornada laboral en el conjunto de los sectores productivos. De lo que se trata es de permitir una mayor diferenciación de los horarios y de las jornadas laborales, acorde con las necesidades peculiares de cada rama. Que se atrevan a plantearlo ahora se debe a la escasez de puestos de trabajo, el factor que más debilita a los asalariados y a sus organizaciones.
También conviene insistir en que no tendrá la misma repercusión en todos los socios de la Unión. Los países menos avanzados de la Europa del Este, o aquellos con organizaciones sindicales más débiles, intentarán competir con salarios más bajos -ya lo hacen- y con jornadas laborales más largas, que es lo que ahora se quiere legalizar.
Los ministros de Trabajo de la Unión Europea proponen una directiva comunitaria que permita al trabajador acordar una semana laboral de hasta 60 horas, y en profesiones en las que se hacen guardias, como los médicos o los bomberos, hasta de 65. La conmoción que ha producido la noticia tiene la virtud de mostrar a las claras la situación a la que hemos llegado. Los gobiernos mayoritariamente conservadores de la Europa de los 27, capitaneados por la Italia de Berlusconi y la Francia de Sarkozy, apelan a la libertad del trabajador para permitir que cada cual pacte lo que quiera. Lo verdaderamente grave es que con ello se quiebra uno de los logros históricos del movimiento sindical: la negociación colectiva. El afán de seguir flexibilizando el mercado de trabajo ni siquiera se detiene ante la jornada simbólica de las 48 horas que, tras muchos años de lucha, en las condiciones excepcionales de la guerra, la clase obrera conquistó en 1917.
En los años 60, conocidos como la edad de oro del Estado de bienestar, se estrenó también la Comunidad Económica Europea. Y aunque el artículo 118 del Tratado de Roma reconociera a los entonces seis Estados miembros la competencia exclusiva en política social y laboral, los dos procesos se reforzaron mutuamente, al basarse el Estado social en el crecimiento que potenció la Comunidad.
A la larga, sin embargo, la integración económica europea ha ido creando un marco supraestatal de carácter neoliberal que pone límites muy precisos al Estado social. La UE ha rehusado implantar una política social comunitaria, pero obliga a los socios a que desarrollen la que consideren oportuna dentro de los estrechos márgenes económicos establecidos.
La ampliación al Este ha reforzado aún más la debilidad social de la Unión, al adherirse unos países que han desmontado prácticamente por completo las instituciones sociales provinientes del Estado colectivista.
La política social, incluyendo la lucha contra la pobreza en el sentido más amplio, es responsabilidad de los Estados; la Unión únicamente se encarga de la coordinación de estas políticas, tal como se concretó en el Consejo Europeo de Niza, en diciembre de 2000. Y justamente, las políticas comunitarias que han contribuido al desmontaje del Estado de bienestar explican el distanciamiento de una buena parte de la población. Si hubieran celebrado consultas populares, muchos otros países habrían tenido el mismo resultado negativo que el del referéndum irlandés.
En los años 80 se abrió paso la idea de que la automatización y la informática llevarían en su seno el fin del trabajo asalariado, o al menos lo modificarían de manera sustancial. Así como la mecanización del campo expulsó mucha mano de obra hacia la industria, la automatización la arroja a los servicios. Cada vez se necesitan menos personas empleadas en la producción, y las que quedan se dedican esencialmente a vigilar que un proceso totalmente automatizado transcurra sin incidentes. La industria del acero, y luego la del automóvil, son ejemplos patentes de la eliminación de cientos de miles de puestos de trabajo. Primero la máquina sustituyó al esfuerzo muscular, luego la automatización al trabajo y al final la inteligencia artificial acabará por desalojar a buena parte de los empleados en los servicios.
En lo que atañe a la demanda de mano de obra, lo probable es que las diferencias entre los servicios vayan en aumento, pero casi todos, por no decir todos, antes o después se verán afectados por las nuevas tecnologías. El progreso tecnológico aumenta exponencialmente la productividad, y con ella la riqueza, pero a costa de suprimir puestos de trabajo.
Los que consideran el trabajo como algo cada vez más residual en un mundo totalmente automatizado, en el que los robots terminarán por llevar a cabo hasta las más simples tareas domésticas, se preguntan de qué va a vivir la multitud creciente de desempleados.
¿Acaso cabe un capitalismo sin la díada, antagónica o no, de capital y trabajo? ¿O es el mercado, y no el trabajo, como quiere el marginalismo de la segunda economía clásica, el agente creador de riqueza y, por tanto, cabría un capitalismo en el que el capital no necesitase ya del trabajo ajeno?
Lo paradójico, al menos a primera vista, es que se tolere ampliar la jornada laboral, cuando el pleno empleo ha desaparecido de un horizonte creíble y la preocupación principal se centra en cómo repartir el trabajo y luego la renta nacional para que lo producido por una minoría esté también al alcance de los que se han quedado sin empleo. De lo contrario, el capitalismo se desmoronaría en una enorme crisis de superproducción. En el capitalismo tecnológicamente desarrollado la persona pierde relevancia como trabajador, pero la mantiene, e incluso la aumenta, como consumidor. El capitalismo podría tal vez subsistir sin trabajo asalariado, pero en ningún caso sin consumidores de lo que produce.
La tesis de que con el desarrollo tecnológico alcanzado desaparecerá el trabajo muestra una cierta verosimilitud desde la mera abstracción lógica, pero empíricamente nada se descubre que lleve trazas de que esto vaya a ocurrir en un futuro previsible. A nivel mundial el trabajo asalariado ha aumentado, como corresponde a la expansión de la producción capitalista por todo el planeta. También en los países de la OCDE, pese a que el desempleo se mantenga cerca del 10%, ha crecido la población activa. Entre 1981 y 1997, el empleo aumentó casi un 20%, es decir, una tasa media del 1,06% anual.
El incremento de la población activa se debe tanto a la incorporación de la mujer al mercado laboral, la verdadera revolución del siglo XX, como a la inmigración, que será la del siglo XXI. Lo cierto es que no se han concretado los planes de reparto del trabajo, o se han suprimido allí donde habían comenzado a ponerlos en marcha. Tampoco ha aumentado el tiempo libre para los que aún gozan de un empleo fijo; al contrario, cuanto mayores sean las competencias o las responsabilidades, la jornada laboral muestra también una tendencia a alargarse. Para la mayoría de los asalariados de los países de la OCDE, la llamada flexibilización del mercado de trabajo lo único que les ha traído es mayor precaridad.
Hay que tener muy en cuenta que, de aprobarse, la directiva comunitaria no significará un aumento de la jornada laboral en el conjunto de los sectores productivos. De lo que se trata es de permitir una mayor diferenciación de los horarios y de las jornadas laborales, acorde con las necesidades peculiares de cada rama. Que se atrevan a plantearlo ahora se debe a la escasez de puestos de trabajo, el factor que más debilita a los asalariados y a sus organizaciones.
También conviene insistir en que no tendrá la misma repercusión en todos los socios de la Unión. Los países menos avanzados de la Europa del Este, o aquellos con organizaciones sindicales más débiles, intentarán competir con salarios más bajos -ya lo hacen- y con jornadas laborales más largas, que es lo que ahora se quiere legalizar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario