Por Bichara Khader, director del Centro de Estudios e Investigaciones sobre el Mundo Árabe Contemporáneo de la Universidad Católica de Lovaina. Traducción de José Luis Sánchez-Silva (EL PAÍS, 09/07/08):
Si hubiese que reconocer un mérito a la idea de Nicolas Sarkozy sobre la Unión Mediterránea -mencionada por primera vez en febrero de 2007 y reiterada en varias ocasiones desde su elección-, sería el de haber reactivado el debate sobre la centralidad del Mediterráneo en la geopolítica francesa y europea, así como el de la adecuación de las políticas europeas a los desafíos, de todos los órdenes, a los que están confrontados tanto los países ribereños como los demás.
Y, sin embargo, al principio esta idea suscitó cierto asombro y suspicacia, por no decir una oposición frontal. Lo cierto es que tanto el momento escogido para proclamarla como la imprecisión de su contenido, sus objetivos, sus vínculos con las políticas europeas en curso, su financiación, su valor añadido, su puesta en marcha y la delimitación del espacio que se suponía había de cubrir, así como el hecho de que se presentase como un sustituto de la adhesión de Turquía y una alternativa a la política árabe de Francia, constituyeron un problema.
Pero más allá de la oposición turca al proyecto -en su primera formulación- y de las reticencias árabes, fueron sobre todo los socios europeos los que se mostraron circunspectos o incluso hostiles. A españoles e italianos les preocupaba el activismo diplomático que Francia estaba desplegando por su cuenta en una zona en la que ellos también tienen intereses mayores. Polonia y ciertos países de Europa oriental temieron que la atención de la UE se apartase de otros problemas igual de acuciantes, especialmente los de Ucrania. Los alemanes vieron en esta idea un factor de división en el seno de Europa y una competencia desleal, en la medida en que Sarkozy limitaba el perímetro de su Unión Mediterránea a los países ribereños.
Fueron españoles e italianos los primeros en convencer al presidente francés de la necesidad de rectificar. En el Llamamiento de Roma, lanzado el 20 de diciembre de 2007, la denominación “Unión Mediterránea” fue sustituida por la de “Unión por el Mediterráneo”, que despejaba cierta ambigüedad: no se trataba de un proyecto de unión, sino de una unión de proyectos. Además, ya no era una iniciativa del Elíseo, sino una iniciativa tripartita -España, Italia y Francia- que no iba contra el Proceso de Barcelona, ni se inscribía en éste, sino que era un “complemento” de las políticas europeas, a las que se suponía habría de dar un nuevo impulso. El proyecto quedaba asimismo desvinculado del debate sobre la candidatura turca.
Esto no fue suficiente para apaciguar a los alemanes. Las relaciones franco-alemanas estaban al borde de una crisis abierta, que fue desactivada a principios de marzo pasado durante el encuentro de Hannover entre Sarkozy y Merkel. Eso sí, a costa de una importante concesión francesa: el proyecto pasaba a manos del conjunto de la UE y se integraba en el marco general del Proceso de Barcelona. Ésta era la modificación que avalaba el Consejo Europeo del 13 al 14 de marzo de 2008. En adelante, el proyecto de Sarkozy pasaba a ser un proyecto de la UE con el marbete “Proceso de Barcelona: Unión por el Mediterráneo”. Además, la Comisión Europea quedaba encargada de preparar la hoja de ruta. Su Comunicación de mayo de 2008 venía a confirmar rotundamente la validez del “marco de Barcelona”.
A decir verdad, la Comisión despojó a la iniciativa francesa de su “fuerza simbólica” y la redujo a una simple “actualización del Proceso de Barcelona”. Pese a que le reiteraron su apoyo formal, eso no gustó en absoluto a los franceses. Así, el nuevo proyecto implica a “todos los Estados de la UE y a los Estados ribereños”. En cuanto a Francia, podrá aspirar a la copresidencia, por la parte europea, pero sólo hasta el 1 de enero de 2009.
Sobre la cuestión de la financiación, la UE descarta destinar recursos a los nuevos proyectos en detrimento de sus compromisos con los programas indicativos regionales. Qué duda cabe que ciertos proyectos que “responden a los programas regionales de la UE” podrían ser tomados en consideración. Pero la UE no irá más allá. Por lo tanto, hay que buscar otras fuentes de financiación. Pero, si un proyecto disfruta de varios tipos de financiación, ¿quién garantiza su funcionamiento? ¿No existe el riesgo de una superposición de procedimientos?
Tal vez haya que pensar en una institución financiera. Pero las propuestas tropiezan con más dificultades que soluciones: ¿Un banco de desarrollo para el Mediterráneo? ¿Un BEI mediterráneo? ¿Simples agencias de asesoramiento, garantía y aporte de fondos propios (como sugería la propuesta italo-española)? Finalmente, si hay que recurrir al sector privado, a los fondos soberanos de los Estados del Golfo, a las contribuciones de los Estados mediterráneos, al BEI y a las instituciones internacionales para garantizar la financiación esencial de los proyectos suscritos, ¿cuál sería el papel de la UE? ¿Quién seleccionará los proyectos? ¿Quién se encargará de las auditorías financieras? Y, en otro orden de cosas, ¿sería posible impedir que norteamericanos, chinos, rusos y otros respondieran a la llamada a licitación?
Es demasiado pronto para responder estas preguntas. En realidad, a la Comisión le preocupa sobre todo evitar la división de la UE, por lo que ha desmochado y revisado a la baja el proyecto inicial. Lo que propone se parece muy poco a la idea que se hacía Sarkozy de la Unión Mediterránea. Así, a instigación de Alemania, la UE ha conseguido marcar su territorio magistralmente. José Manuel Durão Barroso no se anda por las ramas: “El Mediterráneo es sin duda la región más crítica para el futuro de Europa… Francia debe, pues, respetar las reglas del juego europeas, sin arrogancia y sin pretender la hegemonía. Éste es también su interés nacional”.
En lo que respecta a la arquitectura institucional, se comprende fácilmente que la copresidencia, en la parte meridional, se elija “por consenso”, pues, en el contexto actual de los países en conflicto, una copresidencia rotativa sería un rompecabezas infernal. Pero si Egipto asume la primera copresidencia (como está previsto), ¿dónde establecer la sede de la Secretaría? El Parlamento Europeo estima, en su resolución del 5 de junio de 2008, que la nueva secretaría “debería estar integrada en los servicios de la Comisión y estar compuesta por funcionarios procedentes de todos los países participantes en el Proceso”. En el Sur no parecen compartir esta opinión; no en vano, ciertos países del Magreb ya han propuesto su candidatura para acoger la sede. Si tal opción prosperase, ¿aceptarían Túnez, Marruecos o Argelia que los funcionarios israelíes fuesen a trabajar en una secretaría situada en uno de estos países? Aún no hay respuesta para esta pregunta, pero ya dice mucho sobre los problemas futuros.
Y no es el único problema sin respuesta: si se integra el proyecto de Unión por el Mediterráneo en el marco de Barcelona, ¿cómo tratar a los países ribereños del Mediterráneo invitados a la Cumbre de París pero que no son miembros del Proceso de Barcelona (Croacia, Montenegro, Bosnia y Libia)? La Comisión no responde a esta pregunta, pero el Parlamento Europeo lo hace en su resolución del 5 de junio de 2008. En efecto, el Parlamento Europeo “pide a los países que no forman parte del Proceso de Barcelona que den su apoyo al acervo de Barcelona para avanzar hacia las mismas metas”. Pero ¿se ha consultado a esos países y sondeado sus intenciones sobre la adopción del “acervo de Barcelona”? La reacción negativa de Libia es muy reveladora sobre la resistencia de ciertos países del Sur.
Quedan muchas cuestiones en suspenso, particularmente la presencia en la nueva estructura de miembros que no forman parte del Proceso de Barcelona, lo que no deja de plantear serios problemas institucionales y financieros. Pero existe una convicción común: hay que revisar las políticas europeas sobre el Mediterráneo sin tardanza, pues la acumulación de retos en esa región y su marginalización en la economía mundial no aconsejan ni las políticas de espera ni el adormecimiento. Necesitamos una utopía constructiva, oxígeno del futuro, sin la cual el Mediterráneo corre el riesgo de convertirse en un abismo que separa y no en un puente que une.
Si hubiese que reconocer un mérito a la idea de Nicolas Sarkozy sobre la Unión Mediterránea -mencionada por primera vez en febrero de 2007 y reiterada en varias ocasiones desde su elección-, sería el de haber reactivado el debate sobre la centralidad del Mediterráneo en la geopolítica francesa y europea, así como el de la adecuación de las políticas europeas a los desafíos, de todos los órdenes, a los que están confrontados tanto los países ribereños como los demás.
Y, sin embargo, al principio esta idea suscitó cierto asombro y suspicacia, por no decir una oposición frontal. Lo cierto es que tanto el momento escogido para proclamarla como la imprecisión de su contenido, sus objetivos, sus vínculos con las políticas europeas en curso, su financiación, su valor añadido, su puesta en marcha y la delimitación del espacio que se suponía había de cubrir, así como el hecho de que se presentase como un sustituto de la adhesión de Turquía y una alternativa a la política árabe de Francia, constituyeron un problema.
Pero más allá de la oposición turca al proyecto -en su primera formulación- y de las reticencias árabes, fueron sobre todo los socios europeos los que se mostraron circunspectos o incluso hostiles. A españoles e italianos les preocupaba el activismo diplomático que Francia estaba desplegando por su cuenta en una zona en la que ellos también tienen intereses mayores. Polonia y ciertos países de Europa oriental temieron que la atención de la UE se apartase de otros problemas igual de acuciantes, especialmente los de Ucrania. Los alemanes vieron en esta idea un factor de división en el seno de Europa y una competencia desleal, en la medida en que Sarkozy limitaba el perímetro de su Unión Mediterránea a los países ribereños.
Fueron españoles e italianos los primeros en convencer al presidente francés de la necesidad de rectificar. En el Llamamiento de Roma, lanzado el 20 de diciembre de 2007, la denominación “Unión Mediterránea” fue sustituida por la de “Unión por el Mediterráneo”, que despejaba cierta ambigüedad: no se trataba de un proyecto de unión, sino de una unión de proyectos. Además, ya no era una iniciativa del Elíseo, sino una iniciativa tripartita -España, Italia y Francia- que no iba contra el Proceso de Barcelona, ni se inscribía en éste, sino que era un “complemento” de las políticas europeas, a las que se suponía habría de dar un nuevo impulso. El proyecto quedaba asimismo desvinculado del debate sobre la candidatura turca.
Esto no fue suficiente para apaciguar a los alemanes. Las relaciones franco-alemanas estaban al borde de una crisis abierta, que fue desactivada a principios de marzo pasado durante el encuentro de Hannover entre Sarkozy y Merkel. Eso sí, a costa de una importante concesión francesa: el proyecto pasaba a manos del conjunto de la UE y se integraba en el marco general del Proceso de Barcelona. Ésta era la modificación que avalaba el Consejo Europeo del 13 al 14 de marzo de 2008. En adelante, el proyecto de Sarkozy pasaba a ser un proyecto de la UE con el marbete “Proceso de Barcelona: Unión por el Mediterráneo”. Además, la Comisión Europea quedaba encargada de preparar la hoja de ruta. Su Comunicación de mayo de 2008 venía a confirmar rotundamente la validez del “marco de Barcelona”.
A decir verdad, la Comisión despojó a la iniciativa francesa de su “fuerza simbólica” y la redujo a una simple “actualización del Proceso de Barcelona”. Pese a que le reiteraron su apoyo formal, eso no gustó en absoluto a los franceses. Así, el nuevo proyecto implica a “todos los Estados de la UE y a los Estados ribereños”. En cuanto a Francia, podrá aspirar a la copresidencia, por la parte europea, pero sólo hasta el 1 de enero de 2009.
Sobre la cuestión de la financiación, la UE descarta destinar recursos a los nuevos proyectos en detrimento de sus compromisos con los programas indicativos regionales. Qué duda cabe que ciertos proyectos que “responden a los programas regionales de la UE” podrían ser tomados en consideración. Pero la UE no irá más allá. Por lo tanto, hay que buscar otras fuentes de financiación. Pero, si un proyecto disfruta de varios tipos de financiación, ¿quién garantiza su funcionamiento? ¿No existe el riesgo de una superposición de procedimientos?
Tal vez haya que pensar en una institución financiera. Pero las propuestas tropiezan con más dificultades que soluciones: ¿Un banco de desarrollo para el Mediterráneo? ¿Un BEI mediterráneo? ¿Simples agencias de asesoramiento, garantía y aporte de fondos propios (como sugería la propuesta italo-española)? Finalmente, si hay que recurrir al sector privado, a los fondos soberanos de los Estados del Golfo, a las contribuciones de los Estados mediterráneos, al BEI y a las instituciones internacionales para garantizar la financiación esencial de los proyectos suscritos, ¿cuál sería el papel de la UE? ¿Quién seleccionará los proyectos? ¿Quién se encargará de las auditorías financieras? Y, en otro orden de cosas, ¿sería posible impedir que norteamericanos, chinos, rusos y otros respondieran a la llamada a licitación?
Es demasiado pronto para responder estas preguntas. En realidad, a la Comisión le preocupa sobre todo evitar la división de la UE, por lo que ha desmochado y revisado a la baja el proyecto inicial. Lo que propone se parece muy poco a la idea que se hacía Sarkozy de la Unión Mediterránea. Así, a instigación de Alemania, la UE ha conseguido marcar su territorio magistralmente. José Manuel Durão Barroso no se anda por las ramas: “El Mediterráneo es sin duda la región más crítica para el futuro de Europa… Francia debe, pues, respetar las reglas del juego europeas, sin arrogancia y sin pretender la hegemonía. Éste es también su interés nacional”.
En lo que respecta a la arquitectura institucional, se comprende fácilmente que la copresidencia, en la parte meridional, se elija “por consenso”, pues, en el contexto actual de los países en conflicto, una copresidencia rotativa sería un rompecabezas infernal. Pero si Egipto asume la primera copresidencia (como está previsto), ¿dónde establecer la sede de la Secretaría? El Parlamento Europeo estima, en su resolución del 5 de junio de 2008, que la nueva secretaría “debería estar integrada en los servicios de la Comisión y estar compuesta por funcionarios procedentes de todos los países participantes en el Proceso”. En el Sur no parecen compartir esta opinión; no en vano, ciertos países del Magreb ya han propuesto su candidatura para acoger la sede. Si tal opción prosperase, ¿aceptarían Túnez, Marruecos o Argelia que los funcionarios israelíes fuesen a trabajar en una secretaría situada en uno de estos países? Aún no hay respuesta para esta pregunta, pero ya dice mucho sobre los problemas futuros.
Y no es el único problema sin respuesta: si se integra el proyecto de Unión por el Mediterráneo en el marco de Barcelona, ¿cómo tratar a los países ribereños del Mediterráneo invitados a la Cumbre de París pero que no son miembros del Proceso de Barcelona (Croacia, Montenegro, Bosnia y Libia)? La Comisión no responde a esta pregunta, pero el Parlamento Europeo lo hace en su resolución del 5 de junio de 2008. En efecto, el Parlamento Europeo “pide a los países que no forman parte del Proceso de Barcelona que den su apoyo al acervo de Barcelona para avanzar hacia las mismas metas”. Pero ¿se ha consultado a esos países y sondeado sus intenciones sobre la adopción del “acervo de Barcelona”? La reacción negativa de Libia es muy reveladora sobre la resistencia de ciertos países del Sur.
Quedan muchas cuestiones en suspenso, particularmente la presencia en la nueva estructura de miembros que no forman parte del Proceso de Barcelona, lo que no deja de plantear serios problemas institucionales y financieros. Pero existe una convicción común: hay que revisar las políticas europeas sobre el Mediterráneo sin tardanza, pues la acumulación de retos en esa región y su marginalización en la economía mundial no aconsejan ni las políticas de espera ni el adormecimiento. Necesitamos una utopía constructiva, oxígeno del futuro, sin la cual el Mediterráneo corre el riesgo de convertirse en un abismo que separa y no en un puente que une.
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