Por Mario Vargas Llosa (EL PAÍS, 13/07/08):
La liberación de Ingrid Betancourt, junto con tres norteamericanos y 11 militares colombianos que llevaban muchos años como rehenes de las FARC, ha sido una hazaña de corte cinematográfico -la destreza, audacia y perfección del rescate hacía pensar en las proezas de Jack Bauer, el héroe de 24- por la que hay que felicitar, antes que a nadie, al presidente Álvaro Uribe, luego a su ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, y a los anónimos oficiales de inteligencia de las Fuerzas Armadas de Colombia que la diseñaron y ejecutaron.
Esto parece obvio pero no lo es, pues cualquiera que haya ojeado la prensa y escuchado a los medios aquí en Europa en la última semana, diría que el verdadero héroe de la operación ha sido el presidente francés, Nicolas Sarkozy, quien, sin haber intervenido para nada en la Operación Jaque -así fue bautizado el salvamento-, salvo para obstruirla y demorarla, es quien hasta ahora le ha sacado mayor provecho publicitario. Pero, ya sabemos, la política y los políticos son así.
El rescate no sólo pone fin a los indescriptibles padecimientos a que fueron sometidos a lo largo de muchos años Ingrid Betancourt y sus compañeros de cautiverio en manos de la organización narcoterrorista en que se han convertido las FARC. Además, pone en evidencia la naturaleza criminal y sádica de esta guerrilla para la que hasta apenas ayer el presidente Chávez, de Venezuela, con amplios apoyos en América Latina y en Europa, pedía la legitimación política internacional y que fuera borrada de la lista de partidos, movimientos y grupúsculos terroristas en que aparece, en lugar prominente, en la Unión Europea, los Estados Unidos y la comunidad de países democráticos. Después de haber escuchado el testimonio de la propia Ingrid Betancourt sobre las condiciones en que transcurrió su cautiverio y la conducta y actitudes de sus verdugos, esperemos que nadie -nadie que no sea imbécil o cómplice, se entiende- pretenda todavía presentar a las FARC como un romántico movimiento de idealistas que ha tomado las armas para luchar por la justicia y la igualdad de los colombianos.
Pero la conclusión política más importante que se desprende de la Operación Jaque es la lucidez de visión y el coraje de ese gran estadista latinoamericano que es Álvaro Uribe, el primer gobernante colombiano que, enfrentándose para ello no sólo a sus naturales enemigos -la guerrilla terrorista, el extremismo antidemocrático, los comunistas, Cuba, la Venezuela de Chávez y la internacional de tontos útiles al servicio de la revolución para América Latina-, sino también a los gobiernos y partidos democráticos de buena parte del mundo que lo demonizaron y acosaron sin descanso todos estos años, ha demostrado en los últimos meses que las FARC no eran invencibles, ni siquiera populares, y que podían ser militarmente derrotadas, con el beneplácito y la resuelta colaboración del pueblo colombiano. No es de extrañar que Uribe, cuya discreción y casi mudez luego del rescate han sido casi totales, a diferencia del aprovechamiento frenético que ha hecho de él el mandatario francés, goce ahora de un 90% de popularidad, seguramente el más alto porcentaje de respaldo a un gobernante democrático en el mundo entero.
En las decenas de artículos y comentarios que he visto, leído u oído en la prensa a lo largo de la semana referidos a la liberación de Ingrid Betancourt, no he visto uno solo que recuerde la insolencia y la insistencia con que el Gobierno francés exigió al mandatario colombiano que evitara las acciones militares contra las FARC, y que diera muestras de apaciguamiento y buena voluntad contra la pandilla de asesinos, torturadores, secuestradores y narcotraficantes que anida bajo esas siglas, incluso liberando a uno de sus jerarcas, y las simpatías que mereció en la comunidad internacional la intromisión del presidente Chávez, de Venezuela, y sus afirmaciones de que sólo él era capaz de conseguir la liberación de los rehenes en manos de las FARC (sus amigos y cómplices, como demostraron los ordenadores capturados en el campamento de Raúl Reyes).
Nadie se acuerda ya, por lo visto, de que el Parlamento Europeo perpetró la ignominia, hace muy pocos años, de recibir al presidente Uribe con un bosque de carteles de vituperios en manos de diputados socialistas, comunistas y hasta algunos liberales, como a un enemigo de los derechos humanos, y que Al Gore, cuando era vicepresidente de Estados Unidos, se negó a reunirse con él, alegando la misma razón. América Latina ha servido siempre a politicastros europeos y norteamericanos, y buen número de intelectuales, supuestamente demócratas, para darse un disfraz progre y una buena conciencia revolucionaria sin riesgo alguno. Es verdad que la capacidad del extremismo antidemocrático de izquierda para desacreditar y satanizar a sus adversarios es casi infinito, y, por ello, buen número de gobernantes y políticos latinoamericanos, temerosos de ser víctimas de esas campañas de desprestigio montados por la extrema izquierda, ceden y se dejan manipular y paralizar por unas supuestas fuerzas populares que, a menudo, como las FARC, resultan ser, a la postre, unos gigantes con pies de barro.
El presidente Álvaro Uribe no pertenece a esa clase de políticos acomodaticios, pusilánimes y sin principios que tanto abundan en América Latina. Desde que asumió el gobierno, dejó muy en claro que, en nombre de la legalidad y de la democracia, se enfrentaría a la guerrilla terrorista con resolución, a la vez que dejándole siempre una puerta abierta para negociar su rendición. Las fantásticas campañas lanzadas contra él en Colombia y en el exterior, y los atentados contra su vida, no lo hicieron cambiar un milímetro en esta línea de conducta que, muy pronto, fueron haciendo suyos sectores cada vez más amplios de la sociedad colombiana, a medida que, como resultado de aquella política, el Estado recuperaba las carreteras y regiones enteras del país, y un sentimiento de esperanza echaba raíces en la población. La Operación Jaque es la culminación de aquel progreso en la lucha contra la barbarie y el terror, y un ejemplo de lo que debe ser la conducta de un gobernante democrático frente a quienes han desatado una guerra a muerte contra la democracia y la libertad.
La lucha de Uribe contra el terror se ha llevado a cabo sin menoscabar en lo más mínimo la libertad de prensa, la independencia del poder judicial, la oposición parlamentaria y extraparlamentaria, y haciendo al mismo tiempo un esfuerzo continuo para desarmar a las fuerzas paramilitares y combatir la corrupción, muy extendida por desgracia en el aparato político y estatal, y aun en su propio entorno. Aunque ha habido errores y fallos, también en estos campos el progreso ha sido considerable, como lo comprueba cualquiera que vaya a Colombia y viaje por el país y hable con la gente, y lo haga con el espíritu abierto y sin prejuicios. Yo lo he hecho, varias veces en estos años, y cada vez tuve la impresión de que había un avance considerable y que no sólo la esperanza, también las instituciones y la economía mejoraban y las FARC retrocedían. Por eso me parecía una injusticia atroz que el gobernante democrático que con más talento y valentía defendía la libertad en América Latina tuviera en la escena internacional menos consideración y respeto que demagogos pintorescos y ruinosos para sus países como Evo Morales o Hugo Chávez.
¿Cambiarán ahora las cosas? Confiemos en que, por lo menos, algunos ingenuos abran los ojos y entiendan de veras lo que pasa en Colombia. Que la liberación de Ingrid Betancourt y sus 14 compañeros de martirio no fue una casualidad ni un milagro, sino consecuencia de una política inteligente, audaz y firme en defensa de la libertad. La única que corresponde a un gobierno democrático que no quiere suicidarse y entregar a su país al absolutismo y al terror.
¿Qué ocurrirá ahora? Si quisiera reelegirse por tercera vez, Uribe lo conseguiría con absoluta facilidad. Esperemos que no lo haga y que se retire al término de su mandato, para que no se diga de él que la codicia de poder enturbió la formidable tarea que ha realizado. Ahora ya sabe que sí hay en Colombia quien puede reemplazarlo con éxito en la política que ha llevado a cabo. Juan Manuel Santos, su ministro de Defensa, ha sido, en todo este tiempo, un colaborador, leal y tan firme como él en el objetivo por alcanzar, que es la pacificación de Colombia y el fortalecimiento de su democracia. Ambos están ahora más cerca que nunca en las últimas décadas.
La liberación de Ingrid Betancourt, junto con tres norteamericanos y 11 militares colombianos que llevaban muchos años como rehenes de las FARC, ha sido una hazaña de corte cinematográfico -la destreza, audacia y perfección del rescate hacía pensar en las proezas de Jack Bauer, el héroe de 24- por la que hay que felicitar, antes que a nadie, al presidente Álvaro Uribe, luego a su ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, y a los anónimos oficiales de inteligencia de las Fuerzas Armadas de Colombia que la diseñaron y ejecutaron.
Esto parece obvio pero no lo es, pues cualquiera que haya ojeado la prensa y escuchado a los medios aquí en Europa en la última semana, diría que el verdadero héroe de la operación ha sido el presidente francés, Nicolas Sarkozy, quien, sin haber intervenido para nada en la Operación Jaque -así fue bautizado el salvamento-, salvo para obstruirla y demorarla, es quien hasta ahora le ha sacado mayor provecho publicitario. Pero, ya sabemos, la política y los políticos son así.
El rescate no sólo pone fin a los indescriptibles padecimientos a que fueron sometidos a lo largo de muchos años Ingrid Betancourt y sus compañeros de cautiverio en manos de la organización narcoterrorista en que se han convertido las FARC. Además, pone en evidencia la naturaleza criminal y sádica de esta guerrilla para la que hasta apenas ayer el presidente Chávez, de Venezuela, con amplios apoyos en América Latina y en Europa, pedía la legitimación política internacional y que fuera borrada de la lista de partidos, movimientos y grupúsculos terroristas en que aparece, en lugar prominente, en la Unión Europea, los Estados Unidos y la comunidad de países democráticos. Después de haber escuchado el testimonio de la propia Ingrid Betancourt sobre las condiciones en que transcurrió su cautiverio y la conducta y actitudes de sus verdugos, esperemos que nadie -nadie que no sea imbécil o cómplice, se entiende- pretenda todavía presentar a las FARC como un romántico movimiento de idealistas que ha tomado las armas para luchar por la justicia y la igualdad de los colombianos.
Pero la conclusión política más importante que se desprende de la Operación Jaque es la lucidez de visión y el coraje de ese gran estadista latinoamericano que es Álvaro Uribe, el primer gobernante colombiano que, enfrentándose para ello no sólo a sus naturales enemigos -la guerrilla terrorista, el extremismo antidemocrático, los comunistas, Cuba, la Venezuela de Chávez y la internacional de tontos útiles al servicio de la revolución para América Latina-, sino también a los gobiernos y partidos democráticos de buena parte del mundo que lo demonizaron y acosaron sin descanso todos estos años, ha demostrado en los últimos meses que las FARC no eran invencibles, ni siquiera populares, y que podían ser militarmente derrotadas, con el beneplácito y la resuelta colaboración del pueblo colombiano. No es de extrañar que Uribe, cuya discreción y casi mudez luego del rescate han sido casi totales, a diferencia del aprovechamiento frenético que ha hecho de él el mandatario francés, goce ahora de un 90% de popularidad, seguramente el más alto porcentaje de respaldo a un gobernante democrático en el mundo entero.
En las decenas de artículos y comentarios que he visto, leído u oído en la prensa a lo largo de la semana referidos a la liberación de Ingrid Betancourt, no he visto uno solo que recuerde la insolencia y la insistencia con que el Gobierno francés exigió al mandatario colombiano que evitara las acciones militares contra las FARC, y que diera muestras de apaciguamiento y buena voluntad contra la pandilla de asesinos, torturadores, secuestradores y narcotraficantes que anida bajo esas siglas, incluso liberando a uno de sus jerarcas, y las simpatías que mereció en la comunidad internacional la intromisión del presidente Chávez, de Venezuela, y sus afirmaciones de que sólo él era capaz de conseguir la liberación de los rehenes en manos de las FARC (sus amigos y cómplices, como demostraron los ordenadores capturados en el campamento de Raúl Reyes).
Nadie se acuerda ya, por lo visto, de que el Parlamento Europeo perpetró la ignominia, hace muy pocos años, de recibir al presidente Uribe con un bosque de carteles de vituperios en manos de diputados socialistas, comunistas y hasta algunos liberales, como a un enemigo de los derechos humanos, y que Al Gore, cuando era vicepresidente de Estados Unidos, se negó a reunirse con él, alegando la misma razón. América Latina ha servido siempre a politicastros europeos y norteamericanos, y buen número de intelectuales, supuestamente demócratas, para darse un disfraz progre y una buena conciencia revolucionaria sin riesgo alguno. Es verdad que la capacidad del extremismo antidemocrático de izquierda para desacreditar y satanizar a sus adversarios es casi infinito, y, por ello, buen número de gobernantes y políticos latinoamericanos, temerosos de ser víctimas de esas campañas de desprestigio montados por la extrema izquierda, ceden y se dejan manipular y paralizar por unas supuestas fuerzas populares que, a menudo, como las FARC, resultan ser, a la postre, unos gigantes con pies de barro.
El presidente Álvaro Uribe no pertenece a esa clase de políticos acomodaticios, pusilánimes y sin principios que tanto abundan en América Latina. Desde que asumió el gobierno, dejó muy en claro que, en nombre de la legalidad y de la democracia, se enfrentaría a la guerrilla terrorista con resolución, a la vez que dejándole siempre una puerta abierta para negociar su rendición. Las fantásticas campañas lanzadas contra él en Colombia y en el exterior, y los atentados contra su vida, no lo hicieron cambiar un milímetro en esta línea de conducta que, muy pronto, fueron haciendo suyos sectores cada vez más amplios de la sociedad colombiana, a medida que, como resultado de aquella política, el Estado recuperaba las carreteras y regiones enteras del país, y un sentimiento de esperanza echaba raíces en la población. La Operación Jaque es la culminación de aquel progreso en la lucha contra la barbarie y el terror, y un ejemplo de lo que debe ser la conducta de un gobernante democrático frente a quienes han desatado una guerra a muerte contra la democracia y la libertad.
La lucha de Uribe contra el terror se ha llevado a cabo sin menoscabar en lo más mínimo la libertad de prensa, la independencia del poder judicial, la oposición parlamentaria y extraparlamentaria, y haciendo al mismo tiempo un esfuerzo continuo para desarmar a las fuerzas paramilitares y combatir la corrupción, muy extendida por desgracia en el aparato político y estatal, y aun en su propio entorno. Aunque ha habido errores y fallos, también en estos campos el progreso ha sido considerable, como lo comprueba cualquiera que vaya a Colombia y viaje por el país y hable con la gente, y lo haga con el espíritu abierto y sin prejuicios. Yo lo he hecho, varias veces en estos años, y cada vez tuve la impresión de que había un avance considerable y que no sólo la esperanza, también las instituciones y la economía mejoraban y las FARC retrocedían. Por eso me parecía una injusticia atroz que el gobernante democrático que con más talento y valentía defendía la libertad en América Latina tuviera en la escena internacional menos consideración y respeto que demagogos pintorescos y ruinosos para sus países como Evo Morales o Hugo Chávez.
¿Cambiarán ahora las cosas? Confiemos en que, por lo menos, algunos ingenuos abran los ojos y entiendan de veras lo que pasa en Colombia. Que la liberación de Ingrid Betancourt y sus 14 compañeros de martirio no fue una casualidad ni un milagro, sino consecuencia de una política inteligente, audaz y firme en defensa de la libertad. La única que corresponde a un gobierno democrático que no quiere suicidarse y entregar a su país al absolutismo y al terror.
¿Qué ocurrirá ahora? Si quisiera reelegirse por tercera vez, Uribe lo conseguiría con absoluta facilidad. Esperemos que no lo haga y que se retire al término de su mandato, para que no se diga de él que la codicia de poder enturbió la formidable tarea que ha realizado. Ahora ya sabe que sí hay en Colombia quien puede reemplazarlo con éxito en la política que ha llevado a cabo. Juan Manuel Santos, su ministro de Defensa, ha sido, en todo este tiempo, un colaborador, leal y tan firme como él en el objetivo por alcanzar, que es la pacificación de Colombia y el fortalecimiento de su democracia. Ambos están ahora más cerca que nunca en las últimas décadas.
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