Por Felipe González Armesto, catedrático de Historia en la Universidad de Tufts (Boston, EEUU). Su última obra publicada es Américo. El hombre que dio su nombre a un continente (EL MUNDO, 14/07/08):
El gran problema de nuestro mundo -fuente de todos los demás- es el desequilibrio del progreso. Hemos adelantado en todo -ciencia, medicina, tecnología- menos en inteligencia y moralidad. Nuestro único logro moral ha sido extender nuestro concepto de lo humano hasta incluir a gente de todas las razas y culturas del mundo. La propuesta de adhesión al Proyecto Gran Simio sugiere un posible paso más: la ampliación de nuestra comunidad moral hasta incluir a criaturas de otras especies.
Hasta cierto punto, parece ser una propuesta razonable. Entre nosotros y los chimpancés median unas diferencias genéticas lo bastante reducidas para justificar nuestra clasificación en el mismo género. A medida que progresa la investigación, las capacidades y el comportamiento entre humanos y los otros grandes simios parecen solaparse cada vez más: tienen cultura, conciencia de sí mismos, capacidad lingüística y tal vez, según algunos estudios fehacientes, algo de sentido moral y estético. La percepción de Prometeo de que los humanos, a pesar de su desdicha, tienen un atisbo de divinidad y no merecen morir se puede extender a los grandes simios.
Sabemos, además, a ciencia cierta que la especie homo sapiens no constituye una categoría moral coherente. Hallazgos arqueológicos nos han convencido de que otras especies ya extintas eran muy parecidas a nosotros en todas sus cualidades fundamentales. Los neandertales, que no eran ni de nuestra especie ni de nuestro linaje evolucionario, tenían conceptos de trascendencia muy parecidos a los de nuestros antepasados, cuidaban a los viejos y enfermos, y praticaban ritos reverenciales hacia los muertos. ¿Si siguiesen existentes en el mundo de hoy, se les podría excluir de nuesto ámbito moral? Si nos tropezasemos con un neandertal a la vuelta de la esquina, seguro que le daríamos la bienvenida como a cualquier otro imigrante bien dispuesto.
No existe ninguna diferencia moral entre excluir, digamos, a un neandertal y a un humano de raza distinta. La idea de coincidir con un neandertal es fantástica, pero entre los primates afines a los humanos existen especies que levantan los mismos problemas.
¿Cuál, entonces, es la diferencia moral entre el racismo y lo que los partidarios del Proyecto Gran Simio llaman «especifismo»?
Pero antes de entusiasmarnos por la propuesta, debemos reflexionar. Peter Singer, el catedrático de bioética en el Centro de Valores Humanos de Princeton, y máximo autor del Proyecto Gran Simio, es uno de los filósofos más leídos en la actualidad, no sólo por su defensa de los derechos animales sino también por sus argumentos -indisolublemente vinculados a los en pro de los animales- contra la valoración especial de la vida humana. Con una franqueza que desarma, Singer apuesta por la eutanasia, el aborto, y hasta el infanticidio.
Fue uno de los primeros en declarar que las fronteras del género humano debían ampliarse para incluir a los chimpancés, e insiste, por tanto, que a ciertos primates no humanos se les concedan derechos humanos: no todos, por supuesto, ya que algunos no les interesarían. El derecho al voto, por ejemplo, o de acceso a las escuelas estatales es improbable que les interese. Pero sí deben compartir, según Singer, aquéllos ejercidos por humanos de intereses y capacidades similares a los del los simios -personas, por ejemplo, de menor edad o de inteligencia reducida-. Entre ellos se incluiría el derecho de vivir en paz, libres de expropiaciones de sus dominios o del sometimento a capturas, torturas o experimentos que conlleven dolor o privación. Quienes somos conscientes de todos los rasgos comunes vitales y mentales que nos unen a los demás primates tenemos que simpatizar.
En cambio, hay motivos para dudar.
En primer lugar, lógicamente, el proceso de la ampliación en la aplicación de derechos sería interminable. Si se los concede a los simios por parecerse a los hombres, habrá que incluir a los monos por parecerse a los simios, y a los colugos y conejos por parecerse a los monos, y así sucesivamente hasta llegar a las ostras, los plánctones y las bacterias. En una novela de E.M. Forster, unos brahamistas logran convencer a un misionero británico de que no es aceptable limitar la gracia divina a los humanos, sino que los monos también deben «disfrutar de su porción de dicha celestial». Y luego le preguntaron: «¿Y qué nos dirás de la salvación de las naranjas, los cristales y el barro?».
En segundo lugar, es imposible desarrollar un argumento coherente a favor de incorporar no humanos en nuestra comunidad moral sin excluir a algunos humanos. Si se extienden derechos a los simios, evidentemente no es porque pertenecen a una especie concreta, sino porque demuestran ciertas características que pensamos ser adecuadas. Si se aplica el mismo criterio a los humanos para determinar cuáles de ellos deben disfrutar de los mismos derechos, habrá que excluir a algunas personas que no exhiben esas características. Las criaturas, por ejemplo, que sienten dolor deben disponer del derecho de protegerse de él. Pero en el caso de un humano tan inerte o comatoso o paralizado que suponemos que no siente nada, el derecho a no sufrir carece de sentido. Podemos matarle o dejarle morir y echar sus restos al cubo de basura. «¿Por qué -dirían los simios- debe tener derechos un humano en estado vegetativo, cuando una criatura apasionada, reflexiva, y consciente de sí misma, como un chimpancé o un bonobo, se puede capturar, usar para probar fármacos nocivos o diseccionar para la ciencia?».
El concepto de derechos humanos se desmorona. Los derechos humanos, si es que son de verdad humanos, deben ser indivisibles: es decir, aplicables a todos los humanos. Si se aplican de manera selectiva, dejan de ser derechos para convertirse, en cierto sentido, en priviliegios. Si se aplican a todos los humanos, se comete una injusticia contra los simios que exhiben cualidades humanas, y, si se extienden a otras especies, dejan de ser derechos humanos. El concepto de unos derechos que se apliquen sobre la base de la clasificación dentro de la especie humana termina descartándose. En lugar de desarrollarse más, el gran acierto moral de nuestros tiempos se echa a perder.
Así que mientras que los simios ingresen en nuestra comunidad moral por tener rasgos humanos, los humanos carentes de las características calificativas de conciencia y capacidad sensitiva perderán el derecho más básico de todos: el derecho a la vida. Los individuos afectados serán los bebés no nacidos, los moribundos y las personas con gran discapacidad cognitiva -las víctimas del olvido-, incluso los ancianos balbuceantes que han sido héroes, y aquellos enfermos mentales que han dejado de ser genios. El caractericismo, si exitiera tal palabra, sustituirá al especifismo. Los primates no humanos se librarán de la vivisección, pero los humanos no nacidos podrán usarse como piezas de repuesto.
Esta conclusión es defendible desde un punto de vista lógica, pero, ¿es sostenible desde un punto de vista moral o tolerable desde una perspectiva humana? Los argumentos de Peter Singer y sus colegas del Proyecto Gran Simio son a la vez difíciles de rechazar y moralmente inadmisibles.
Propongo tres soluciones. Podremos prorrogar la ampliación del alcance de nuestro concepto de lo humano hasta que tengamos a la humanidad entera dentro de su zona protegida. Cuando logremos abrazar a todos los seres humanos, incluso los que más asco den o más rechazo susciten, será el momento de abordar la humanidad de los simios. Mientras tanto, cabe plantear una nueva forma de entender lo que es o debe ser nuestra comunidad moral. En lugar de ponerle fronteras trazadas a base de nuestro concepto de la especie humana, podemos definir nuestra comunidad moral como el conjunto de todas las criaturas a quienes reconocemos, o quienes nos reconocen a nosotros, como seres afines. Así que se admitiría a los humanos vegetativos, los animales mascotas que son, según sus propios conceptos, de tribu o manada como sus dueños, y los simios, cuya parentesco nos es tan evidente.
De todas formas, la última respuesta al problema de nuestras relaciones con los simios es la más perfecta y, para nuestro propio bien, la más urgente. Remito a lo que el antropólogo austriaco, Justin Stagl, llama nuestro «potencial utópico», esa vocación de trascender a nuestros errores y defectos, de «esforzarnos para alcanzar metas superhumanas y evitar las inhumanas». La naturaleza humana está inmersa en el continuo animal, pero, por lo menos, tenemos la sensación de poder contar con una naturaleza supuestamente mejor. En realidad, los humanos somos unos bichos más. Pero esas visiones de autoelevación a una categoría superior, al nivel de ángeles o superhéroes, nos exige una tarea o intento de autotransformación en algo mejor de lo que somos. Si queremos conservar el concepto mítico de nosotros mismos, estamos obligados a procurar vivir de acuerdo con él.
El gran problema de nuestro mundo -fuente de todos los demás- es el desequilibrio del progreso. Hemos adelantado en todo -ciencia, medicina, tecnología- menos en inteligencia y moralidad. Nuestro único logro moral ha sido extender nuestro concepto de lo humano hasta incluir a gente de todas las razas y culturas del mundo. La propuesta de adhesión al Proyecto Gran Simio sugiere un posible paso más: la ampliación de nuestra comunidad moral hasta incluir a criaturas de otras especies.
Hasta cierto punto, parece ser una propuesta razonable. Entre nosotros y los chimpancés median unas diferencias genéticas lo bastante reducidas para justificar nuestra clasificación en el mismo género. A medida que progresa la investigación, las capacidades y el comportamiento entre humanos y los otros grandes simios parecen solaparse cada vez más: tienen cultura, conciencia de sí mismos, capacidad lingüística y tal vez, según algunos estudios fehacientes, algo de sentido moral y estético. La percepción de Prometeo de que los humanos, a pesar de su desdicha, tienen un atisbo de divinidad y no merecen morir se puede extender a los grandes simios.
Sabemos, además, a ciencia cierta que la especie homo sapiens no constituye una categoría moral coherente. Hallazgos arqueológicos nos han convencido de que otras especies ya extintas eran muy parecidas a nosotros en todas sus cualidades fundamentales. Los neandertales, que no eran ni de nuestra especie ni de nuestro linaje evolucionario, tenían conceptos de trascendencia muy parecidos a los de nuestros antepasados, cuidaban a los viejos y enfermos, y praticaban ritos reverenciales hacia los muertos. ¿Si siguiesen existentes en el mundo de hoy, se les podría excluir de nuesto ámbito moral? Si nos tropezasemos con un neandertal a la vuelta de la esquina, seguro que le daríamos la bienvenida como a cualquier otro imigrante bien dispuesto.
No existe ninguna diferencia moral entre excluir, digamos, a un neandertal y a un humano de raza distinta. La idea de coincidir con un neandertal es fantástica, pero entre los primates afines a los humanos existen especies que levantan los mismos problemas.
¿Cuál, entonces, es la diferencia moral entre el racismo y lo que los partidarios del Proyecto Gran Simio llaman «especifismo»?
Pero antes de entusiasmarnos por la propuesta, debemos reflexionar. Peter Singer, el catedrático de bioética en el Centro de Valores Humanos de Princeton, y máximo autor del Proyecto Gran Simio, es uno de los filósofos más leídos en la actualidad, no sólo por su defensa de los derechos animales sino también por sus argumentos -indisolublemente vinculados a los en pro de los animales- contra la valoración especial de la vida humana. Con una franqueza que desarma, Singer apuesta por la eutanasia, el aborto, y hasta el infanticidio.
Fue uno de los primeros en declarar que las fronteras del género humano debían ampliarse para incluir a los chimpancés, e insiste, por tanto, que a ciertos primates no humanos se les concedan derechos humanos: no todos, por supuesto, ya que algunos no les interesarían. El derecho al voto, por ejemplo, o de acceso a las escuelas estatales es improbable que les interese. Pero sí deben compartir, según Singer, aquéllos ejercidos por humanos de intereses y capacidades similares a los del los simios -personas, por ejemplo, de menor edad o de inteligencia reducida-. Entre ellos se incluiría el derecho de vivir en paz, libres de expropiaciones de sus dominios o del sometimento a capturas, torturas o experimentos que conlleven dolor o privación. Quienes somos conscientes de todos los rasgos comunes vitales y mentales que nos unen a los demás primates tenemos que simpatizar.
En cambio, hay motivos para dudar.
En primer lugar, lógicamente, el proceso de la ampliación en la aplicación de derechos sería interminable. Si se los concede a los simios por parecerse a los hombres, habrá que incluir a los monos por parecerse a los simios, y a los colugos y conejos por parecerse a los monos, y así sucesivamente hasta llegar a las ostras, los plánctones y las bacterias. En una novela de E.M. Forster, unos brahamistas logran convencer a un misionero británico de que no es aceptable limitar la gracia divina a los humanos, sino que los monos también deben «disfrutar de su porción de dicha celestial». Y luego le preguntaron: «¿Y qué nos dirás de la salvación de las naranjas, los cristales y el barro?».
En segundo lugar, es imposible desarrollar un argumento coherente a favor de incorporar no humanos en nuestra comunidad moral sin excluir a algunos humanos. Si se extienden derechos a los simios, evidentemente no es porque pertenecen a una especie concreta, sino porque demuestran ciertas características que pensamos ser adecuadas. Si se aplica el mismo criterio a los humanos para determinar cuáles de ellos deben disfrutar de los mismos derechos, habrá que excluir a algunas personas que no exhiben esas características. Las criaturas, por ejemplo, que sienten dolor deben disponer del derecho de protegerse de él. Pero en el caso de un humano tan inerte o comatoso o paralizado que suponemos que no siente nada, el derecho a no sufrir carece de sentido. Podemos matarle o dejarle morir y echar sus restos al cubo de basura. «¿Por qué -dirían los simios- debe tener derechos un humano en estado vegetativo, cuando una criatura apasionada, reflexiva, y consciente de sí misma, como un chimpancé o un bonobo, se puede capturar, usar para probar fármacos nocivos o diseccionar para la ciencia?».
El concepto de derechos humanos se desmorona. Los derechos humanos, si es que son de verdad humanos, deben ser indivisibles: es decir, aplicables a todos los humanos. Si se aplican de manera selectiva, dejan de ser derechos para convertirse, en cierto sentido, en priviliegios. Si se aplican a todos los humanos, se comete una injusticia contra los simios que exhiben cualidades humanas, y, si se extienden a otras especies, dejan de ser derechos humanos. El concepto de unos derechos que se apliquen sobre la base de la clasificación dentro de la especie humana termina descartándose. En lugar de desarrollarse más, el gran acierto moral de nuestros tiempos se echa a perder.
Así que mientras que los simios ingresen en nuestra comunidad moral por tener rasgos humanos, los humanos carentes de las características calificativas de conciencia y capacidad sensitiva perderán el derecho más básico de todos: el derecho a la vida. Los individuos afectados serán los bebés no nacidos, los moribundos y las personas con gran discapacidad cognitiva -las víctimas del olvido-, incluso los ancianos balbuceantes que han sido héroes, y aquellos enfermos mentales que han dejado de ser genios. El caractericismo, si exitiera tal palabra, sustituirá al especifismo. Los primates no humanos se librarán de la vivisección, pero los humanos no nacidos podrán usarse como piezas de repuesto.
Esta conclusión es defendible desde un punto de vista lógica, pero, ¿es sostenible desde un punto de vista moral o tolerable desde una perspectiva humana? Los argumentos de Peter Singer y sus colegas del Proyecto Gran Simio son a la vez difíciles de rechazar y moralmente inadmisibles.
Propongo tres soluciones. Podremos prorrogar la ampliación del alcance de nuestro concepto de lo humano hasta que tengamos a la humanidad entera dentro de su zona protegida. Cuando logremos abrazar a todos los seres humanos, incluso los que más asco den o más rechazo susciten, será el momento de abordar la humanidad de los simios. Mientras tanto, cabe plantear una nueva forma de entender lo que es o debe ser nuestra comunidad moral. En lugar de ponerle fronteras trazadas a base de nuestro concepto de la especie humana, podemos definir nuestra comunidad moral como el conjunto de todas las criaturas a quienes reconocemos, o quienes nos reconocen a nosotros, como seres afines. Así que se admitiría a los humanos vegetativos, los animales mascotas que son, según sus propios conceptos, de tribu o manada como sus dueños, y los simios, cuya parentesco nos es tan evidente.
De todas formas, la última respuesta al problema de nuestras relaciones con los simios es la más perfecta y, para nuestro propio bien, la más urgente. Remito a lo que el antropólogo austriaco, Justin Stagl, llama nuestro «potencial utópico», esa vocación de trascender a nuestros errores y defectos, de «esforzarnos para alcanzar metas superhumanas y evitar las inhumanas». La naturaleza humana está inmersa en el continuo animal, pero, por lo menos, tenemos la sensación de poder contar con una naturaleza supuestamente mejor. En realidad, los humanos somos unos bichos más. Pero esas visiones de autoelevación a una categoría superior, al nivel de ángeles o superhéroes, nos exige una tarea o intento de autotransformación en algo mejor de lo que somos. Si queremos conservar el concepto mítico de nosotros mismos, estamos obligados a procurar vivir de acuerdo con él.
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