Por Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México, y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York (EL PAÍS, 04/07/08):
La notable recepción ofrecida recientemente por la sociedad política española al presidente mexicano, Felipe Calderón, encierra varias explicaciones y abre también varias interrogantes sobre la postura del Gobierno socialista hacia América Latina. Desde 1977, todos los presidentes de México han visitado Madrid (y muchas otras ciudades o pueblos del reino), y todos han sido objeto de cortesía, admiración e incluso adulación por parte de sus anfitriones (López Portillo con el Rey, Carlos Salinas con Felipe González, Vicente Fox con Aznar), pero también por los medios, el ¡Hola!, la clase política y el empresariado. No cabe duda, sin embargo, de que Felipe Calderón fue objeto de deferencias, atenciones y ovaciones un grado por arriba de lo acostumbrado, que, insisto, siempre ha sido mucho.
Los motivos de ese plus pueden ser varios. Calderón ha recibido una cobertura en general positiva por parte de la prensa española durante el primer año y medio de su Gobierno, sobre todo en lo tocante a la guerra contra el narcotráfico; ha caído en general muy mal en España la obcecación de Andrés Manuel López Obrador y de la izquierda mexicana en no reconocer su derrota de 2006 (recuérdense al respecto las duras palabras de José Luis Rodríguez Zapatero de visita a México en 2007); algunas de las más grandes empresas españolas obtienen una parte cada día mayor de sus utilidades en México, y Calderón ha sabido conservar la tradicional amistad de su partido con el PP, conciliándolo con una creciente cercanía con el Gobierno del PSOE.
Pero quizás haya una razón adicional. El Gobierno socialista y su partido pueden ser criticados -y lo han sido, dentro y fuera de España- por su política latinoamericana. Primero, ha sido cuestionada por omisa: La Moncloa, desde 2004, se ha interesado menos por la región que bajo Aznar, y, sobre todo, que cuando la ocupaba González. Es cierto que se podría decir lo mismo de la actuación del Gobierno de Zapatero en el ámbito internacional en su conjunto, y que la región iberoamericana ha perdido una parte de su relevancia mundial de antaño. Pero el perfil de España sí parece más bajo, para bien o para mal (en mi opinión, para mal).
En segundo lugar, y de manera más significativa, a dicha política se le ha reprochado el acercarse en exceso e indistintamente a los regímenes de izquierda de América Latina: con La Habana, igual que con Santiago de Chile; con Chávez, igual que con Lula; con Evo Morales, igual que con Tabaré Vázquez, sin tomar distancias frente a desempeños preocupantes de algunos Gobiernos en materia de derechos humanos y democracia. El estallido de Juan Carlos I contra Chávez en Chile, generado por las constantes interrupciones y provocaciones del venezolano y del presidente de Nicaragua ante la posiblemente tardía respuesta de Zapatero en la Cumbre Iberoamericana, fue sintomático: no es psicología de banqueta suponer que provino de una exasperación largamente contenida. Guardar silencio durante ya casi cinco años -que abarcaron, entre otras cosas, el episodio de la venta fallida de aviones a Caracas- frente a excesos verbales, económicos y políticos de Chávez no resultó ser el mejor camino. Seguir poniendo la otra mejilla española sólo va a enrojecer ambas.
El Gobierno del PSOE alzó varias banderas adicionales no desprovistas de controversia en Europa y América Latina. Es cierto que la política de la UE de sanciones contra Cuba a partir del encarcelamiento de un gran número de presos políticos en 2003 no ha funcionado, de la misma manera que el embargo norteamericano ha fracasado una y otra vez. Y nadie puede negar que, a la luz de su historia y sus intereses económicos, España debe desempeñar un papel central en la hipotética transición cubana. Pero volverse el adalid de la normalización con los Castro a cambio de nada entraña un peligro: recrear, por enésima vez, una excepción cubana, y socavar los instrumentos jurídicos e internacionales (incluyendo, por cierto, las cláusulas democráticas de los Acuerdos de Cooperación Económica de la UE con México y Chile) construidos a lo largo de los años por América Latina para protegerse de los demonios autoritarios que la habitan desde tiempos inmemoriales. Cuando acontezca el próximo derrocamiento de un Gobierno latinoamericano (y será de izquierda), los golpistas del siglo XXI podrán invocar la excepción cubana para desdeñar el repudio de la comunidad regional e internacional.
Asimismo, en la crisis diplomática surgida entre Venezuela y Ecuador, por un lado, y Colombia, por el otro, a raíz de la incursión militar colombiana y de la captura de los ordenadores de Raúl Reyes, Madrid ha brillado por su ausencia (aunque no este diario, cuyos reportajes sobre el contenido de los archivos electrónicos han resultado espectaculares). Y ante las repetidas embestidas de Evo Morales y de los Kirchner contra empresas españolas, francesas, brasileñas y de otros países, la respuesta ibérica se antoja prudente al extremo. Prudencia que, inmersa en este conjunto de posturas, reviste muchas ventajas, pero costos también: hay quienes, en España, en Europa, en América Latina, no comparten la estrategia que la inspira.
Si sumamos a esto que la cancillería española sabía bien, antes de la llegada de Felipe Calderón, que se hallaba en puerta la reunión del Consejo de Ministros de Exteriores en Bruselas, donde Madrid insistiría -esta vez con éxito- en suspender las sanciones al régimen cubano, quizás vislumbramos una razón adicional para el cariño tan manifiesto hacia el mexicano. Tal vez Rodríguez Zapatero buscó demostrarle a sus críticos internos y externos, europeos y americanos (del sur y del norte), que no sólo es amigo de Raúl y de Chávez, sino también del Gobierno de centro-derecha más importante de América Latina, del país hispano-americano más grande e influyente, del presidente joven y audaz, junto con Álvaro Uribe, más en boga de la región.
Si se trató sólo de un gesto, la acogida a Calderón no revestirá mayor importancia que la de haberle brindado un muy necesario y merecido apoyo al acosado y acotado mandatario mexicano. Si en cambio nos encontramos frente a una rectificación de fondo, bienvenida sea. Los que atestiguamos la participación de España en la lucha contra las dictaduras latinoamericanas y la intervención de Estados Unidos en las guerras centroamericanas durante los años ochenta, y el apoyo español a las transiciones democráticas de la región durante los noventa, no podemos más que extrañar la presencia española en nuestra tierra. Hoy, a la mitad de la batalla ideológica en curso, entre las dos grandes corrientes que aspiran a llevar a Iberoamérica a la modernidad -una, de izquierda dura, estatista, anti-imperialista, imbuida de tentaciones autoritarias, populista; la otra, de centro-izquierda o centro-derecha, globalizada, democrática, pro-mercado y moderada-, España debe figurar, su sociedad y Gobierno deben contar, su prestigio y su experiencia deben influir.
La notable recepción ofrecida recientemente por la sociedad política española al presidente mexicano, Felipe Calderón, encierra varias explicaciones y abre también varias interrogantes sobre la postura del Gobierno socialista hacia América Latina. Desde 1977, todos los presidentes de México han visitado Madrid (y muchas otras ciudades o pueblos del reino), y todos han sido objeto de cortesía, admiración e incluso adulación por parte de sus anfitriones (López Portillo con el Rey, Carlos Salinas con Felipe González, Vicente Fox con Aznar), pero también por los medios, el ¡Hola!, la clase política y el empresariado. No cabe duda, sin embargo, de que Felipe Calderón fue objeto de deferencias, atenciones y ovaciones un grado por arriba de lo acostumbrado, que, insisto, siempre ha sido mucho.
Los motivos de ese plus pueden ser varios. Calderón ha recibido una cobertura en general positiva por parte de la prensa española durante el primer año y medio de su Gobierno, sobre todo en lo tocante a la guerra contra el narcotráfico; ha caído en general muy mal en España la obcecación de Andrés Manuel López Obrador y de la izquierda mexicana en no reconocer su derrota de 2006 (recuérdense al respecto las duras palabras de José Luis Rodríguez Zapatero de visita a México en 2007); algunas de las más grandes empresas españolas obtienen una parte cada día mayor de sus utilidades en México, y Calderón ha sabido conservar la tradicional amistad de su partido con el PP, conciliándolo con una creciente cercanía con el Gobierno del PSOE.
Pero quizás haya una razón adicional. El Gobierno socialista y su partido pueden ser criticados -y lo han sido, dentro y fuera de España- por su política latinoamericana. Primero, ha sido cuestionada por omisa: La Moncloa, desde 2004, se ha interesado menos por la región que bajo Aznar, y, sobre todo, que cuando la ocupaba González. Es cierto que se podría decir lo mismo de la actuación del Gobierno de Zapatero en el ámbito internacional en su conjunto, y que la región iberoamericana ha perdido una parte de su relevancia mundial de antaño. Pero el perfil de España sí parece más bajo, para bien o para mal (en mi opinión, para mal).
En segundo lugar, y de manera más significativa, a dicha política se le ha reprochado el acercarse en exceso e indistintamente a los regímenes de izquierda de América Latina: con La Habana, igual que con Santiago de Chile; con Chávez, igual que con Lula; con Evo Morales, igual que con Tabaré Vázquez, sin tomar distancias frente a desempeños preocupantes de algunos Gobiernos en materia de derechos humanos y democracia. El estallido de Juan Carlos I contra Chávez en Chile, generado por las constantes interrupciones y provocaciones del venezolano y del presidente de Nicaragua ante la posiblemente tardía respuesta de Zapatero en la Cumbre Iberoamericana, fue sintomático: no es psicología de banqueta suponer que provino de una exasperación largamente contenida. Guardar silencio durante ya casi cinco años -que abarcaron, entre otras cosas, el episodio de la venta fallida de aviones a Caracas- frente a excesos verbales, económicos y políticos de Chávez no resultó ser el mejor camino. Seguir poniendo la otra mejilla española sólo va a enrojecer ambas.
El Gobierno del PSOE alzó varias banderas adicionales no desprovistas de controversia en Europa y América Latina. Es cierto que la política de la UE de sanciones contra Cuba a partir del encarcelamiento de un gran número de presos políticos en 2003 no ha funcionado, de la misma manera que el embargo norteamericano ha fracasado una y otra vez. Y nadie puede negar que, a la luz de su historia y sus intereses económicos, España debe desempeñar un papel central en la hipotética transición cubana. Pero volverse el adalid de la normalización con los Castro a cambio de nada entraña un peligro: recrear, por enésima vez, una excepción cubana, y socavar los instrumentos jurídicos e internacionales (incluyendo, por cierto, las cláusulas democráticas de los Acuerdos de Cooperación Económica de la UE con México y Chile) construidos a lo largo de los años por América Latina para protegerse de los demonios autoritarios que la habitan desde tiempos inmemoriales. Cuando acontezca el próximo derrocamiento de un Gobierno latinoamericano (y será de izquierda), los golpistas del siglo XXI podrán invocar la excepción cubana para desdeñar el repudio de la comunidad regional e internacional.
Asimismo, en la crisis diplomática surgida entre Venezuela y Ecuador, por un lado, y Colombia, por el otro, a raíz de la incursión militar colombiana y de la captura de los ordenadores de Raúl Reyes, Madrid ha brillado por su ausencia (aunque no este diario, cuyos reportajes sobre el contenido de los archivos electrónicos han resultado espectaculares). Y ante las repetidas embestidas de Evo Morales y de los Kirchner contra empresas españolas, francesas, brasileñas y de otros países, la respuesta ibérica se antoja prudente al extremo. Prudencia que, inmersa en este conjunto de posturas, reviste muchas ventajas, pero costos también: hay quienes, en España, en Europa, en América Latina, no comparten la estrategia que la inspira.
Si sumamos a esto que la cancillería española sabía bien, antes de la llegada de Felipe Calderón, que se hallaba en puerta la reunión del Consejo de Ministros de Exteriores en Bruselas, donde Madrid insistiría -esta vez con éxito- en suspender las sanciones al régimen cubano, quizás vislumbramos una razón adicional para el cariño tan manifiesto hacia el mexicano. Tal vez Rodríguez Zapatero buscó demostrarle a sus críticos internos y externos, europeos y americanos (del sur y del norte), que no sólo es amigo de Raúl y de Chávez, sino también del Gobierno de centro-derecha más importante de América Latina, del país hispano-americano más grande e influyente, del presidente joven y audaz, junto con Álvaro Uribe, más en boga de la región.
Si se trató sólo de un gesto, la acogida a Calderón no revestirá mayor importancia que la de haberle brindado un muy necesario y merecido apoyo al acosado y acotado mandatario mexicano. Si en cambio nos encontramos frente a una rectificación de fondo, bienvenida sea. Los que atestiguamos la participación de España en la lucha contra las dictaduras latinoamericanas y la intervención de Estados Unidos en las guerras centroamericanas durante los años ochenta, y el apoyo español a las transiciones democráticas de la región durante los noventa, no podemos más que extrañar la presencia española en nuestra tierra. Hoy, a la mitad de la batalla ideológica en curso, entre las dos grandes corrientes que aspiran a llevar a Iberoamérica a la modernidad -una, de izquierda dura, estatista, anti-imperialista, imbuida de tentaciones autoritarias, populista; la otra, de centro-izquierda o centro-derecha, globalizada, democrática, pro-mercado y moderada-, España debe figurar, su sociedad y Gobierno deben contar, su prestigio y su experiencia deben influir.
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