Por Tomás Eloy Martínez, escritor y periodista argentino (EL PAÍS, 20/07/08):
El candidato presidencial Barack Obama se acerca raudo y sin evidentes obstáculos al objetivo magno que apareció en su horizonte hace apenas cuatro años, cuando desembarcó en Washington como un senador sin experiencia pero con un carisma arrebatador y una ambición de acero.
Las encuestas le dan entre siete y quince puntos de ventaja sobre su rival a la presidencia, el senador republicano John McCain del Estado de Arizona. Si no tropieza ante alguna zancadilla electoral como la que quitó la Casa Blanca a Al Gore en el 2000, el 4 de noviembre el senador demócrata de Illinois podría ser elegido el primer presidente negro de los Estados Unidos; él, que nació en 1961, en plena batalla contra la discriminación racial.
Llegar a la Casa Blanca es la parte menos áspera del camino. Apenas entre en el Despacho Oval, el 21 de enero de 2009, enfrentará las primeras ráfagas de una estructura política férrea, habituada a imponer sus intereses y renuente a los cambios. Obama lo sabe y no será el primer presidente en afrontar esa batalla en desventaja. Les sucedió a John F. Kennedy que salió del trance gracias al auxilio de asesores belicosos, el mejor de los cuales era su hermano Bob, y luego a Bill Clinton, que llegó desde la gobernación de Arkansas con un moderado adiestramiento.
Lo acechan, sin embargo, desafíos más arduos. Ha prometido poner de nuevo en pie a una nación debilitada por una política exterior con la que el presidente George W. Bush ha creado una atmósfera de miedo y sospecha.
La economía, ya postrada, sigue deteriorándose día tras día. Si el Congreso no aprueba un paquete extraordinario de medidas, la crisis de las hipotecas seguirá dejando literalmente en la calle a las familias de clase media cuyas deudas alcanzan valores superiores a los de sus casas.
La recesión es una amenaza cada vez más clara: los precios de los combustibles alcanzan alturas explosivas, el costo de los seguros médicos se lleva el 15% de los ingresos de quienes pueden pagarlo y la bonanza de la era Clinton se ha evaporado tanto que ni siquiera queda su recuerdo.
Todas las preguntas abren ventanas hacia el día siguiente a la asunción presidencial. Si Obama gana, ¿tiene el equipo, los recursos, la imaginación para lograr revertir los desatinos de un pasado que por lo menos seis meses más seguirá siendo presente?
No hay dudas de su energía, de su contagiosa certeza en que su gobierno podrá acabar con las adversidades actuales, pero también está claro que las medusas del poder en Washington, enquistadas desde hace décadas, lo enfrentarán con hábiles estratagemas no bien empiece a rozar sus intereses.
Los primeros pasos del candidato demócrata hacia la preparación de un posible gobierno hacen pensar que no lo ignora y que se dispone a negociar. Ya les ha advertido a los votantes ilusionados con cambios rápidos que quizá no les gustará ver más de lo mismo.
El programa de McCain, heredero del partido gobernante, sólo roza el de Obama en la política para los 12 millones de indocumentados que habitan los Estados Unidos: ambos quieren un camino a la legalización que implique el pago previo de una multa y la obligatoriedad de aprender inglés. En los demás puntos fundamentales las diferencias son hondas y representan, en general, la continuidad de Bush o la búsqueda de otro rumbo. Pero una cosa son las excelentes propuestas de Obama y otra la posibilidad de implementarlas.
Allí donde Obama promete comenzar a retirar las tropas de Irak apenas asuma y traer todas las unidades de combate en 16 meses, McCain se niega a hablar de fechas. El candidato demócrata cree que las acciones militares en Irak, lejos de acentuar la seguridad de los Estados Unidos, agravaron los conflictos en la zona y estimularon la adhesión a Al Qaeda; por eso sólo dejaría soldados para proteger la embajada norteamericana y su personal en Bagdad. Al contrario, McCain sostiene que “sería un grave error salir antes de que Al Qaeda sea derrotado en Irak y antes de que entre en acción una fuerza de seguridad iraquí competente, entrenada y capaz”.
El republicano cree también que las tropas norteamericanas son un componente importante de una política de firmeza ante Irán, cuyo régimen, junto con el de Siria, ha contribuido, supone McCain, a la violencia en Irak. Obama, en cambio, se propone “lanzar el esfuerzo diplomático más agresivo de la historia norteamericana reciente para alcanzar un nuevo pacto de estabilidad en Irak y Oriente Medio”. Para evitar el peligro nuclear en Irán y defender los lazos entre Israel y Estados Unidos, trataría de entablar un diálogo directo.
En la economía, que enfrenta una recesión más profunda y larga que la de comienzos de la década de los 90 y la del 2001, Obama quiere ir más allá que la devolución de impuestos con la que este año se trató de estimular el gasto de los contribuyentes. Se propone eliminar las reducciones tributarias, una iniciativa de Bush que el Congreso aprobó hasta el año 2010, a los que ganen más de 250.000 dólares por año, y trataría de imponer un alivio impositivo para quienes ganen menos de 50.000 dólares anuales, entre los cuales se hallan los hogares negros, con un promedio de 32.100 dólares. Subiría, además, el impuesto al capital, algo que eriza a los republicanos.
Un dato crucial para asegurar el futuro de la Administración de Obama es quién será finalmente su compañero de fórmula. Hasta ahora, los asesores que manejan el tema con seriedad y reserva parecen inclinarse por dos, John Edwards (aunque es improbable que acepte alguien que intentó ocupar ese lugar y perdió) y Sam Nunn, quien fuera senador durante 24 años y actualmente dirige una ONG contra la amenaza nuclear en el mundo.
A Obama le gustan las sorpresas y no sería raro que a última hora se incline por alguien que casi nadie menciona: un senador nuevo, no contaminado por la atmósfera de Washington y que, como él, encarna el cambio prometido: el senador demócrata Jim Webb, del Estado de Virginia.
Aunque le falta el carisma de Obama, a Webb le sobra historia. Combatió en Vietnam, donde obtuvo cinco condecoraciones; fue secretario de Marina durante el Gobierno de Ronald Reagan; ganó un premio Emmy como productor de un documental; escribió guiones, uno de los cuales, Whiskey River, sobre la guerra de Irak, será dirigido por Rob Reiner; fue corresponsal de guerra en el Líbano; escribió novelas y en este momento recibe reseñas por su libro Tiempo de pelea: por unos Estados Unidos equitativos y justos, un manifiesto de sus creencias políticas.
Orgulloso de sus tres tatuajes y de su origen -hijo de una familia trabajadora, descendiente de inmigrantes paupérrimos-, aporta a Obama todo lo que los académicos no podrán darle jamás: un diálogo con la clase baja.
Si los jóvenes, los afroamericanos y los liberales de clase alta lo han sostenido hasta ahora, para ganarle a McCain, Obama necesita el favor de aquellos que preferían a su contrincante por la nominación demócrata, Hillary Clinton, gente que quiere que le hablen de cosas concretas, que vive de salario en salario, que se preocupa por la seguridad nacional y que no son republicanos ni demócratas.
A Obama le costará salir adelante en una crisis múltiple cuyos actores están lejos de haber sido vencidos. Pero la presión de la opinión pública, anestesiada e indiferente desde hace tanto tiempo, se hará sentir como pocas veces. Su mensaje ha devuelto la esperanza en una vida mejor a una nación que desde hace ocho años sólo espera un futuro menos sombrío.
Hasta ahora, la buena suerte y su verbo arrollador le han permitido alcanzar un pedestal histórico, en el que nadie estuvo antes. Necesitará mucho más para no caer desde esa altura de vértigo y para cumplir con las embriagadoras promesas de su campaña.
El candidato presidencial Barack Obama se acerca raudo y sin evidentes obstáculos al objetivo magno que apareció en su horizonte hace apenas cuatro años, cuando desembarcó en Washington como un senador sin experiencia pero con un carisma arrebatador y una ambición de acero.
Las encuestas le dan entre siete y quince puntos de ventaja sobre su rival a la presidencia, el senador republicano John McCain del Estado de Arizona. Si no tropieza ante alguna zancadilla electoral como la que quitó la Casa Blanca a Al Gore en el 2000, el 4 de noviembre el senador demócrata de Illinois podría ser elegido el primer presidente negro de los Estados Unidos; él, que nació en 1961, en plena batalla contra la discriminación racial.
Llegar a la Casa Blanca es la parte menos áspera del camino. Apenas entre en el Despacho Oval, el 21 de enero de 2009, enfrentará las primeras ráfagas de una estructura política férrea, habituada a imponer sus intereses y renuente a los cambios. Obama lo sabe y no será el primer presidente en afrontar esa batalla en desventaja. Les sucedió a John F. Kennedy que salió del trance gracias al auxilio de asesores belicosos, el mejor de los cuales era su hermano Bob, y luego a Bill Clinton, que llegó desde la gobernación de Arkansas con un moderado adiestramiento.
Lo acechan, sin embargo, desafíos más arduos. Ha prometido poner de nuevo en pie a una nación debilitada por una política exterior con la que el presidente George W. Bush ha creado una atmósfera de miedo y sospecha.
La economía, ya postrada, sigue deteriorándose día tras día. Si el Congreso no aprueba un paquete extraordinario de medidas, la crisis de las hipotecas seguirá dejando literalmente en la calle a las familias de clase media cuyas deudas alcanzan valores superiores a los de sus casas.
La recesión es una amenaza cada vez más clara: los precios de los combustibles alcanzan alturas explosivas, el costo de los seguros médicos se lleva el 15% de los ingresos de quienes pueden pagarlo y la bonanza de la era Clinton se ha evaporado tanto que ni siquiera queda su recuerdo.
Todas las preguntas abren ventanas hacia el día siguiente a la asunción presidencial. Si Obama gana, ¿tiene el equipo, los recursos, la imaginación para lograr revertir los desatinos de un pasado que por lo menos seis meses más seguirá siendo presente?
No hay dudas de su energía, de su contagiosa certeza en que su gobierno podrá acabar con las adversidades actuales, pero también está claro que las medusas del poder en Washington, enquistadas desde hace décadas, lo enfrentarán con hábiles estratagemas no bien empiece a rozar sus intereses.
Los primeros pasos del candidato demócrata hacia la preparación de un posible gobierno hacen pensar que no lo ignora y que se dispone a negociar. Ya les ha advertido a los votantes ilusionados con cambios rápidos que quizá no les gustará ver más de lo mismo.
El programa de McCain, heredero del partido gobernante, sólo roza el de Obama en la política para los 12 millones de indocumentados que habitan los Estados Unidos: ambos quieren un camino a la legalización que implique el pago previo de una multa y la obligatoriedad de aprender inglés. En los demás puntos fundamentales las diferencias son hondas y representan, en general, la continuidad de Bush o la búsqueda de otro rumbo. Pero una cosa son las excelentes propuestas de Obama y otra la posibilidad de implementarlas.
Allí donde Obama promete comenzar a retirar las tropas de Irak apenas asuma y traer todas las unidades de combate en 16 meses, McCain se niega a hablar de fechas. El candidato demócrata cree que las acciones militares en Irak, lejos de acentuar la seguridad de los Estados Unidos, agravaron los conflictos en la zona y estimularon la adhesión a Al Qaeda; por eso sólo dejaría soldados para proteger la embajada norteamericana y su personal en Bagdad. Al contrario, McCain sostiene que “sería un grave error salir antes de que Al Qaeda sea derrotado en Irak y antes de que entre en acción una fuerza de seguridad iraquí competente, entrenada y capaz”.
El republicano cree también que las tropas norteamericanas son un componente importante de una política de firmeza ante Irán, cuyo régimen, junto con el de Siria, ha contribuido, supone McCain, a la violencia en Irak. Obama, en cambio, se propone “lanzar el esfuerzo diplomático más agresivo de la historia norteamericana reciente para alcanzar un nuevo pacto de estabilidad en Irak y Oriente Medio”. Para evitar el peligro nuclear en Irán y defender los lazos entre Israel y Estados Unidos, trataría de entablar un diálogo directo.
En la economía, que enfrenta una recesión más profunda y larga que la de comienzos de la década de los 90 y la del 2001, Obama quiere ir más allá que la devolución de impuestos con la que este año se trató de estimular el gasto de los contribuyentes. Se propone eliminar las reducciones tributarias, una iniciativa de Bush que el Congreso aprobó hasta el año 2010, a los que ganen más de 250.000 dólares por año, y trataría de imponer un alivio impositivo para quienes ganen menos de 50.000 dólares anuales, entre los cuales se hallan los hogares negros, con un promedio de 32.100 dólares. Subiría, además, el impuesto al capital, algo que eriza a los republicanos.
Un dato crucial para asegurar el futuro de la Administración de Obama es quién será finalmente su compañero de fórmula. Hasta ahora, los asesores que manejan el tema con seriedad y reserva parecen inclinarse por dos, John Edwards (aunque es improbable que acepte alguien que intentó ocupar ese lugar y perdió) y Sam Nunn, quien fuera senador durante 24 años y actualmente dirige una ONG contra la amenaza nuclear en el mundo.
A Obama le gustan las sorpresas y no sería raro que a última hora se incline por alguien que casi nadie menciona: un senador nuevo, no contaminado por la atmósfera de Washington y que, como él, encarna el cambio prometido: el senador demócrata Jim Webb, del Estado de Virginia.
Aunque le falta el carisma de Obama, a Webb le sobra historia. Combatió en Vietnam, donde obtuvo cinco condecoraciones; fue secretario de Marina durante el Gobierno de Ronald Reagan; ganó un premio Emmy como productor de un documental; escribió guiones, uno de los cuales, Whiskey River, sobre la guerra de Irak, será dirigido por Rob Reiner; fue corresponsal de guerra en el Líbano; escribió novelas y en este momento recibe reseñas por su libro Tiempo de pelea: por unos Estados Unidos equitativos y justos, un manifiesto de sus creencias políticas.
Orgulloso de sus tres tatuajes y de su origen -hijo de una familia trabajadora, descendiente de inmigrantes paupérrimos-, aporta a Obama todo lo que los académicos no podrán darle jamás: un diálogo con la clase baja.
Si los jóvenes, los afroamericanos y los liberales de clase alta lo han sostenido hasta ahora, para ganarle a McCain, Obama necesita el favor de aquellos que preferían a su contrincante por la nominación demócrata, Hillary Clinton, gente que quiere que le hablen de cosas concretas, que vive de salario en salario, que se preocupa por la seguridad nacional y que no son republicanos ni demócratas.
A Obama le costará salir adelante en una crisis múltiple cuyos actores están lejos de haber sido vencidos. Pero la presión de la opinión pública, anestesiada e indiferente desde hace tanto tiempo, se hará sentir como pocas veces. Su mensaje ha devuelto la esperanza en una vida mejor a una nación que desde hace ocho años sólo espera un futuro menos sombrío.
Hasta ahora, la buena suerte y su verbo arrollador le han permitido alcanzar un pedestal histórico, en el que nadie estuvo antes. Necesitará mucho más para no caer desde esa altura de vértigo y para cumplir con las embriagadoras promesas de su campaña.
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