Por Andrea Noferini, Institut Universitari d´Estudis Europeus (LA VANGUARDIA, 20/07/08):
Mientras durante la última cumbre del G-8 en Hokkaido los líderes mundiales se hacían fotografiar plantando arbolitos, en Patagonia el glaciar Perito Moreno se derrumbaba en pleno invierno austral. Pésimo auspicio este último. La cumbre contó además con las críticas de las principales organizaciones ecologistas, que calificaron de fracaso el acuerdo de mínimo alcanzado por el Club de los Ocho en materia medioambiental. Al mismo tiempo, el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-Mun, pedía a los líderes de gobierno menos promesas y un mayor compromiso para afrontar las tres crisis que el mundo sufre actualmente: el cambio climático, las emergencias de desarrollo y la crisis alimentaria.
Hoy no hay duda de que, en lo que se define -sin demasiada precisión- como la comunidad internacional, hay un cierto consenso sobre la necesidad, la utilidad y la urgencia de debatir a nivel global las cuestiones clave que afectan de forma universal a la vida de las personas. Además, en un mundo donde las fronteras de los estados naciones no constituyen ya un obstáculo para una infinidad de transacciones económicas y donde la información (y la contaminación) circula de forma cada vez más veloz, los gobiernos nacionales se ven obligados con mayor frecuencia a negociar soluciones en la arena internacional. Nuestro sistema de instituciones internacionales, creado hace más de cincuenta años, sufre deficiencias estructurales en el momento de perseguir los grandes objetivos de la democracia global y del desarrollo humano sostenible. En abril del 2004, por ejemplo, la declaración de Londres, que acompañaba la campaña mundial para una profunda reforma del sistema de instituciones internacionales, ya solicitaba la definición de un marco de gobernabilidad más justo y más democrático para un mundo diverso, sostenible, libre y pacífico.
Hablar de comunidad (o sistema) internacional es como hablar del ave fénix. Se han sucedido distintos tipos de sistema internacional según las épocas y según lo que en cada momento histórico se entendiera por “mundo”. Limitándonos al viejo continente, hay que reconocer que la historia reciente de las relaciones internacionales ha sido más conflictiva que cooperativa. Cuando los estados naciones se han asomado más allá de sus propios territorios ha sido básicamente para luchar con algún país vecino. La proliferación de las instituciones internacionales es un fenómeno relativamente reciente que tuvo un primer impulso entre los años 1815 y 1914 (desde el congreso de Viena hasta la creación de la Sociedad de las Naciones). De todas formas, ha sido sólo después de las barbaries de las guerras del siglo XX cuando se ha intentado con más convicción el camino del multilateralismo. En el año 1969, ya existían aproximadamente 2.000 organizaciones internacionales. Hoy la Union of International Associations contabiliza más de 50.000 entidades clasificables como organizaciones internacionales.
Cuando los miembros son estados soberanos, estas organizaciones se suelen definir como organizaciones internacionales gubernamentales, tales como las Naciones Unidas (ONU), el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Organización Mundial del Comercio (OMC) y -según algún euroescéptico, crítico con la supranacionalidad de la Unión Europea- la UE misma. Sin entrar en muchos detalles, se trata de organizaciones que promueven la cooperación y la coordinación voluntaria entre estados soberanos, pero no disponen de autonomía de poderes ni son capaces, en última instancia, de imponer reglas y sanciones a sus miembros. Desde una perspectiva más política, muchos debaten hoy sobre una supuesta polarización internacional que colocaría en los dos extremos del espectro al sistema de la ONU con sus agencias, por un lado, y a las tres principales instituciones internacionales económicas y financieras, por otro lado: Banco Mundial, FMI y OMC. La ONU fomentaría políticas sociales volcadas al desarrollo humano, pero con una escasa capacidad de implementación.
El segundo grupo de instituciones representaría, por el contrario, el brazo operativo del credo neoliberal de las últimas décadas. Sería más efectivo y estaría dominado por los países mas avanzados. Quizás esta dicotomía sea sólo aparente. Al fin y al cabo, hay cinco países (Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón, Francia y Alemania) que pagan de forma mayoritaria las cuentas de las principales instituciones internacionales, pertenezcan ellas a la familia de naciones unidas o al grupo de las instituciones de Bretton Woods. Estados Unidos, por ejemplo, es con diferencia el primer contribuyente y él solo paga el 22% del presupuesto de la ONU y el 17% del FMI. Por esto, es muy ingenuo sorprenderse cuando observamos que quien paga la cuenta se arroga, a veces, el derecho a actuar unilateralmente.
Mientras durante la última cumbre del G-8 en Hokkaido los líderes mundiales se hacían fotografiar plantando arbolitos, en Patagonia el glaciar Perito Moreno se derrumbaba en pleno invierno austral. Pésimo auspicio este último. La cumbre contó además con las críticas de las principales organizaciones ecologistas, que calificaron de fracaso el acuerdo de mínimo alcanzado por el Club de los Ocho en materia medioambiental. Al mismo tiempo, el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-Mun, pedía a los líderes de gobierno menos promesas y un mayor compromiso para afrontar las tres crisis que el mundo sufre actualmente: el cambio climático, las emergencias de desarrollo y la crisis alimentaria.
Hoy no hay duda de que, en lo que se define -sin demasiada precisión- como la comunidad internacional, hay un cierto consenso sobre la necesidad, la utilidad y la urgencia de debatir a nivel global las cuestiones clave que afectan de forma universal a la vida de las personas. Además, en un mundo donde las fronteras de los estados naciones no constituyen ya un obstáculo para una infinidad de transacciones económicas y donde la información (y la contaminación) circula de forma cada vez más veloz, los gobiernos nacionales se ven obligados con mayor frecuencia a negociar soluciones en la arena internacional. Nuestro sistema de instituciones internacionales, creado hace más de cincuenta años, sufre deficiencias estructurales en el momento de perseguir los grandes objetivos de la democracia global y del desarrollo humano sostenible. En abril del 2004, por ejemplo, la declaración de Londres, que acompañaba la campaña mundial para una profunda reforma del sistema de instituciones internacionales, ya solicitaba la definición de un marco de gobernabilidad más justo y más democrático para un mundo diverso, sostenible, libre y pacífico.
Hablar de comunidad (o sistema) internacional es como hablar del ave fénix. Se han sucedido distintos tipos de sistema internacional según las épocas y según lo que en cada momento histórico se entendiera por “mundo”. Limitándonos al viejo continente, hay que reconocer que la historia reciente de las relaciones internacionales ha sido más conflictiva que cooperativa. Cuando los estados naciones se han asomado más allá de sus propios territorios ha sido básicamente para luchar con algún país vecino. La proliferación de las instituciones internacionales es un fenómeno relativamente reciente que tuvo un primer impulso entre los años 1815 y 1914 (desde el congreso de Viena hasta la creación de la Sociedad de las Naciones). De todas formas, ha sido sólo después de las barbaries de las guerras del siglo XX cuando se ha intentado con más convicción el camino del multilateralismo. En el año 1969, ya existían aproximadamente 2.000 organizaciones internacionales. Hoy la Union of International Associations contabiliza más de 50.000 entidades clasificables como organizaciones internacionales.
Cuando los miembros son estados soberanos, estas organizaciones se suelen definir como organizaciones internacionales gubernamentales, tales como las Naciones Unidas (ONU), el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Organización Mundial del Comercio (OMC) y -según algún euroescéptico, crítico con la supranacionalidad de la Unión Europea- la UE misma. Sin entrar en muchos detalles, se trata de organizaciones que promueven la cooperación y la coordinación voluntaria entre estados soberanos, pero no disponen de autonomía de poderes ni son capaces, en última instancia, de imponer reglas y sanciones a sus miembros. Desde una perspectiva más política, muchos debaten hoy sobre una supuesta polarización internacional que colocaría en los dos extremos del espectro al sistema de la ONU con sus agencias, por un lado, y a las tres principales instituciones internacionales económicas y financieras, por otro lado: Banco Mundial, FMI y OMC. La ONU fomentaría políticas sociales volcadas al desarrollo humano, pero con una escasa capacidad de implementación.
El segundo grupo de instituciones representaría, por el contrario, el brazo operativo del credo neoliberal de las últimas décadas. Sería más efectivo y estaría dominado por los países mas avanzados. Quizás esta dicotomía sea sólo aparente. Al fin y al cabo, hay cinco países (Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón, Francia y Alemania) que pagan de forma mayoritaria las cuentas de las principales instituciones internacionales, pertenezcan ellas a la familia de naciones unidas o al grupo de las instituciones de Bretton Woods. Estados Unidos, por ejemplo, es con diferencia el primer contribuyente y él solo paga el 22% del presupuesto de la ONU y el 17% del FMI. Por esto, es muy ingenuo sorprenderse cuando observamos que quien paga la cuenta se arroga, a veces, el derecho a actuar unilateralmente.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario