Por Diego López Garrido, secretario de Estado para la Unión Europea (EL PAÍS, 04/07/08):
Es difícil aceptar que en democracias como las europeas haya millones de personas, trabajadores y trabajadoras, que pagan sus impuestos y cotizaciones pero no pueden ejercer el derecho que más integra en una sociedad, el más importante y decisivo: el derecho al voto. Y precisamente es ahí donde está la frontera de extensión de derechos que los europeos tenemos que traspasar en este comienzo del nuevo siglo: ofrecer un marco de derechos y garantías iguales para todos.
En nuestro país el reciente debate mediático, al focalizar la atención sobre la directiva del retorno, ha obviado lo anterior. Algunos titulares de prensa y artículos de opinión han distorsionado el contenido y los objetivos de esa directiva, generando alarma sobre un supuesto endurecimiento de las condiciones de expulsión de los inmigrantes. Se ha llegado a afirmar que se podría deportar a los menores sin protección, o realizar expulsiones masivas. Nada más lejos de la realidad. Ningún inmigrante en situación irregular, repito, ninguno, va a ser expulsado como consecuencia de esa directiva, que lo único que hace es imponer unas garantías a las legislaciones de los Estados miembros que no las tienen. Ningún inmigrante va a ver empeorada su situación. En cambio, muchos tendrán una protección con la que no contaban.
El problema no lo tenemos en Europa con esa directiva, que es un avance, no un retroceso. El verdadero debate es otro: cómo gobernar inteligentemente una convulsión demográfica que constituye, sin lugar a dudas, uno de los fenómenos más complejos de nuestro presente. Hoy, en España, Alemania, Francia, Italia y Reino Unido, los cinco grandes de la Unión Europea, el porcentaje de la población extranjera supone más del 10% del total, y ello con carácter estable y tendencia creciente. Asombrosamente, las legislaciones no están todavía preparadas para la transformación que implica asegurar la convivencia de millones de personas de diferentes nacionalidades, razas, lenguas, religiones, culturas y tradiciones. Por eso, el reto democrático más importante pasa por garantizar a los residentes no comunitarios una serie de derechos iguales a los que tienen los nacionales de los Estados de la UE.
La falta de un marco legal común europeo conduce a que la tendencia más fácil sea la de endurecer las barreras de entrada, y liberalizar los procedimientos de salida de los inmigrantes en situación no regular. Esta dinámica es especialmente perversa para quienes, como España, tienen la legislación más garantista y respetuosa con los derechos de los inmigrantes. Por eso, la solución pasa por crear una política en la UE basada en las máximas garantías y derechos de los inmigrantes, ofreciéndoles un estatuto lo más aproximado posible al de la ciudadanía de la Unión.
Esta política común es la que el Gobierno español ha impulsado en la Unión Europea desde la ya célebre cumbre informal de Hampton Court en 2005. Su objetivo prioritario es consensuar una acción común para la inmigración regular, que representa la inmensa mayoría de los inmigrantes en Europa. No nos confundamos, el problema no lo tenemos con la directiva de retorno. Nuestro gran reto es garantizar a los residentes no comunitarios una serie de derechos iguales a los que tienen los nacionales de los países comunitarios. Derechos que ya deberán ser reconocidos desde el momento en que entre en vigor la Carta de Derechos Fundamentales que el Tratado de Lisboa establece por primera vez en la UE.
Los derechos y libertades de esta Carta serán aplicables a nacionales y a extranjeros. Serán aplicables por igual todos los derechos…. salvo los políticos o de ciudadanía, que en la Carta quedan garantizados para los ciudadanos comunitarios. Y aquí debe de estar nuestra ambición inmediata: asegurar que ese 10% de personas, inmigrantes que viven, trabajan y residen legalmente entre nosotros puedan votar y elegir a sus representantes políticos, al menos en elecciones municipales y al Parlamento Europeo como la propia institución ha propuesto. Éste es el verdadero debate. Así lo proclamamos los socialistas españoles ya en septiembre de 2002, proponiendo en la convención que elaboró la Constitución Europea el voto para los residentes legales no comunitarios en las elecciones municipales y europeas, o en marzo de 2006 con una proposición no de ley para avanzar en esa dirección.
El desafío de los Estados europeos en el siglo XXI es integrar y ofrecer un marco legal de derechos a una creciente diversidad, y hacerlo en democracias pensadas para la homogeneidad.
Es verdad que hay otros desafíos como el cambio climático, el aumento de los precios de los alimentos y del petróleo, la sustitución de las fuentes de energía por otras más sostenibles, la lucha contra el terrorismo y el crimen organizado o las nuevas formas de gobernanza global. Pero ninguno de un calado tan profundo como la inmigración porque se trata de personas, con nombres y apellidos, con derechos y libertades, como se nos llena la boca de proclamar a los demócratas europeos. Es hora pues de afrontar con coraje el debate sobre los derechos de los inmigrantes.
Es difícil aceptar que en democracias como las europeas haya millones de personas, trabajadores y trabajadoras, que pagan sus impuestos y cotizaciones pero no pueden ejercer el derecho que más integra en una sociedad, el más importante y decisivo: el derecho al voto. Y precisamente es ahí donde está la frontera de extensión de derechos que los europeos tenemos que traspasar en este comienzo del nuevo siglo: ofrecer un marco de derechos y garantías iguales para todos.
En nuestro país el reciente debate mediático, al focalizar la atención sobre la directiva del retorno, ha obviado lo anterior. Algunos titulares de prensa y artículos de opinión han distorsionado el contenido y los objetivos de esa directiva, generando alarma sobre un supuesto endurecimiento de las condiciones de expulsión de los inmigrantes. Se ha llegado a afirmar que se podría deportar a los menores sin protección, o realizar expulsiones masivas. Nada más lejos de la realidad. Ningún inmigrante en situación irregular, repito, ninguno, va a ser expulsado como consecuencia de esa directiva, que lo único que hace es imponer unas garantías a las legislaciones de los Estados miembros que no las tienen. Ningún inmigrante va a ver empeorada su situación. En cambio, muchos tendrán una protección con la que no contaban.
El problema no lo tenemos en Europa con esa directiva, que es un avance, no un retroceso. El verdadero debate es otro: cómo gobernar inteligentemente una convulsión demográfica que constituye, sin lugar a dudas, uno de los fenómenos más complejos de nuestro presente. Hoy, en España, Alemania, Francia, Italia y Reino Unido, los cinco grandes de la Unión Europea, el porcentaje de la población extranjera supone más del 10% del total, y ello con carácter estable y tendencia creciente. Asombrosamente, las legislaciones no están todavía preparadas para la transformación que implica asegurar la convivencia de millones de personas de diferentes nacionalidades, razas, lenguas, religiones, culturas y tradiciones. Por eso, el reto democrático más importante pasa por garantizar a los residentes no comunitarios una serie de derechos iguales a los que tienen los nacionales de los Estados de la UE.
La falta de un marco legal común europeo conduce a que la tendencia más fácil sea la de endurecer las barreras de entrada, y liberalizar los procedimientos de salida de los inmigrantes en situación no regular. Esta dinámica es especialmente perversa para quienes, como España, tienen la legislación más garantista y respetuosa con los derechos de los inmigrantes. Por eso, la solución pasa por crear una política en la UE basada en las máximas garantías y derechos de los inmigrantes, ofreciéndoles un estatuto lo más aproximado posible al de la ciudadanía de la Unión.
Esta política común es la que el Gobierno español ha impulsado en la Unión Europea desde la ya célebre cumbre informal de Hampton Court en 2005. Su objetivo prioritario es consensuar una acción común para la inmigración regular, que representa la inmensa mayoría de los inmigrantes en Europa. No nos confundamos, el problema no lo tenemos con la directiva de retorno. Nuestro gran reto es garantizar a los residentes no comunitarios una serie de derechos iguales a los que tienen los nacionales de los países comunitarios. Derechos que ya deberán ser reconocidos desde el momento en que entre en vigor la Carta de Derechos Fundamentales que el Tratado de Lisboa establece por primera vez en la UE.
Los derechos y libertades de esta Carta serán aplicables a nacionales y a extranjeros. Serán aplicables por igual todos los derechos…. salvo los políticos o de ciudadanía, que en la Carta quedan garantizados para los ciudadanos comunitarios. Y aquí debe de estar nuestra ambición inmediata: asegurar que ese 10% de personas, inmigrantes que viven, trabajan y residen legalmente entre nosotros puedan votar y elegir a sus representantes políticos, al menos en elecciones municipales y al Parlamento Europeo como la propia institución ha propuesto. Éste es el verdadero debate. Así lo proclamamos los socialistas españoles ya en septiembre de 2002, proponiendo en la convención que elaboró la Constitución Europea el voto para los residentes legales no comunitarios en las elecciones municipales y europeas, o en marzo de 2006 con una proposición no de ley para avanzar en esa dirección.
El desafío de los Estados europeos en el siglo XXI es integrar y ofrecer un marco legal de derechos a una creciente diversidad, y hacerlo en democracias pensadas para la homogeneidad.
Es verdad que hay otros desafíos como el cambio climático, el aumento de los precios de los alimentos y del petróleo, la sustitución de las fuentes de energía por otras más sostenibles, la lucha contra el terrorismo y el crimen organizado o las nuevas formas de gobernanza global. Pero ninguno de un calado tan profundo como la inmigración porque se trata de personas, con nombres y apellidos, con derechos y libertades, como se nos llena la boca de proclamar a los demócratas europeos. Es hora pues de afrontar con coraje el debate sobre los derechos de los inmigrantes.
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