Por Miquel Porta Perales, crítico y escritor (ABC, 22/07/08):
En España ocurren cosas sorprendentes. Sorprende que un grupo de intelectuales suscriba e impulse un Manifiesto por una lengua común en que se argumenta lo indiscutible y reivindica lo obvio. ¿Acaso es discutible que todas las lenguas oficiales en el Estado son patrimonio compartido e igualmente españolas y merecedoras de protección institucional? ¿Acaso es discutible que el castellano es la lengua común de los españoles y debe ser conocida por todos? ¿Acaso es discutible que son los ciudadanos -no los territorios ni las lenguas- quienes tienen derechos lingüísticos? ¿Acaso es discutible que en las comunidades bilingües se fomente -sin discriminación o marginación de la lengua común- el conocimiento de la lengua cooficial? Todo ello es indiscutible. ¿Por qué -entonces- el Manifiesto por una lengua común? Porque en algunas Autonomías se han instalado el esencialismo, el monolingüismo, el victimismo y el anticastellanismo lingüísticos. El esencialismo que hermana lengua e identidad y sostiene que la nación catalana, gallega o vasca se alza sobre una sola lengua denominada propia que excluye el castellano. El monolingüismo que impone la denominada lengua propia como única lengua oficial de facto de la Autonomía. El victimismo que inventa un enemigo al que atribuye cualidades como el expansionismo lingüístico. El anticastellanismo de quien desea marginar y descartar el castellano de toda manifestación pública.
El cuádruple fundamentalismo lingüístico se traduce en una triple ofensiva nacionalista periférica. En primer lugar, una ofensiva ideológica que refuerza la dicotomía entre lengua propia -catalán, gallego y vasco- e impropia -castellano- de la Autonomía, que realza la relación entre lengua propia e identidad propia identificando lealtad lingüística con lealtad nacional, que concibe el castellano como una amenaza y sostiene que las lenguas autonómicas cooficiales están relegadas y minorizadas. En segundo lugar, una ofensiva política que discrimina negativamente el castellano y positivamente las lenguas autonómicas cooficiales. En tercer lugar, una ofensiva legal que establece que la lengua autonómica cooficial «es la lengua de uso normal y preferente de las administraciones públicas y de los medios de comunicación públicos de Cataluña, y es también la lengua normalmente utilizada como vehicular y de aprendizaje en la enseñanza» (artículo 6.1 del Estatuto de Cataluña, 2006), que instituye un proceso de normalización e inmersión lingüísticas que oculta un proceso de substitución lingüística (la Ley de Normalización Lingüística de la Generalitat de Cataluña de 1983 podría endurecerse con la Ley de Educación de Cataluña, actualmente en proceso de redacción, que suprimiría la llamada «tercera hora de castellano» que el Ministerio quiere introducir en la enseñanza primaria), que implanta -a través de la eufemísticamente denominada Oficina de Garantías Lingüísticas- sanciones económicas para garantizar que «la señalización y los carteles de información general de carácter fijo y los documentos de oferta de servicios para las personas usuarias y consumidores de los establecimientos abiertos al público han de estar redactados, al menos, en catalán» (artículo 32.3 de la Ley de Política Lingüística de la Generalitat de Cataluña, 1998). Al respecto de la ofensiva legal conviene añadir que, por tercer año consecutivo, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña ordena a la Generalitat de Cataluña que en los impresos de preinscripción escolar aparezca la casilla que otorga a los padres la opción para elegir la lengua en que quieren educar a sus hijos. Pero José Montilla -prisionero de una ERC que puede romper el tripartito- incumple esta resolución del Alto Tribunal catalán. Como incumple también otra resolución del mismo Tribunal que establece la tercera hora de castellano en Primaria. Si Montesquieu levantara la cabeza, comprobaría -horrorizado- que en Cataluña sólo se cumple la ley cuando interesa. ¿Montesquieu? Un españolista recalcitrante, asegurarían el catalanismo y el tripartito. El resultado: en Cataluña se puede matricular a los hijos en una escuela catalana, inglesa, francesa, alemana, italiana, suiza o japonesa, pero no castellana.
La deriva monolingüe y la obsesión identitaria, que se desprenden del fundamentalismo lingüístico y la ofensiva nacionalista periférica, tiene su consecuencia y su intención. La consecuencia: se reduce la libertad individual de elección de lengua, se considera como impropia una lengua castellana que es la propia de al menos la mitad de los ciudadanos catalanes, se limita el universo simbólico e intelectual del ciudadano, se problematiza el ser catalán-español de los ciudadanos catalanes que usan el castellano como vehículo habitual de comunicación, se cuestiona el carácter catalán de la cultura hecha por catalanes en lengua castellana, se obstaculiza el traslado de población y las oportunidades de trabajo interregionales. La consecuencia de la consecuencia: amparándose en el reconocimiento de la pluralidad lingüística, se impone el monolingüismo y el monoculturalismo. La intención: se niega -o relativiza en grado extremo- la lengua común castellana con la finalidad de dibujar fronteras identitarias y nacionales entre España por un lado, y Cataluña, Galicia y el País Vasco -quizá también las Islas Baleares- por otro identificando, como decíamos antes, lealtad lingüística con lealtad nacional. La intención de la intención: la reivindicación de una España plurilingüe, el dibujo de fronteras identitarias y nacionales por razón de lengua, esconde el proyecto -de momento- de un Estado plurinacional en que las partes tendrían el derecho a la soberanía.
Frente a ello, el Manifiesto por una lengua común reivindica -como decíamos al inicio- lo obvio. Es decir, que el Parlamento español -el Gobierno no está por la labor por los peajes que debe pagar- fije inequívocamente que la lengua castellana es común y oficial a todo el territorio español y como tal su comprensión puede serle supuesta a todos los ciudadanos españoles, que los ciudadanos que lo deseen tengan derecho a ser educados en castellano, que las lenguas cooficiales autonómicas tengan derecho a figurar en los planes de estudio de sus respectivas comunidades pero no como lengua vehicular exclusiva, que los ciudadanos de autonomías bilingües tengan derecho a ser atendidos institucionalmente en las dos lenguas oficiales, que en el ámbito público no oficial el uso de una u otra lengua sea discrecional, que en la rotulación de los edificios oficiales y las vías públicas, así como en las comunicaciones oficiales administrativas y la información a la ciudadanía, no deba emplearse únicamente la lengua autonómica, que los representantes políticos en sus funciones institucionales de carácter estatal usen habitualmente la lengua castellana, que en los parlamentos autonómicos bilingües se puedan emplear las dos lenguas oficiales.
¿Quién teme el Manifiesto por una lengua común? Los nacionalismos periféricos -además de tergiversar el contenido a mayor gloria de sus intereses- lo han recibido mal. La enésima maniobra del españolismo excluyente, dicen. Y el caso es que, en ningún momento, el documento -señores: no se trata de un texto patriótico, sino de una defensa de la libertad individual y el sentido común- minimiza o desdeña las lenguas cooficiales autonómicas. Y el caso es que, gracias a ese supuesto españolismo excluyente, las lenguas cooficiales autonómicas han cobrado impulso y ganado protagonismo. ¿Por qué los nacionalismos periféricos temen -porque lo temen: por eso lo descalifican con acritud y sin aceptar el reto que plantea- el Manifiesto por una lengua común? Quizá porque en sus líneas se reclama algo tan indiscutible y obvio como la libertad de elección de lengua y los derechos fundamentales.
En España ocurren cosas sorprendentes. Sorprende que un grupo de intelectuales suscriba e impulse un Manifiesto por una lengua común en que se argumenta lo indiscutible y reivindica lo obvio. ¿Acaso es discutible que todas las lenguas oficiales en el Estado son patrimonio compartido e igualmente españolas y merecedoras de protección institucional? ¿Acaso es discutible que el castellano es la lengua común de los españoles y debe ser conocida por todos? ¿Acaso es discutible que son los ciudadanos -no los territorios ni las lenguas- quienes tienen derechos lingüísticos? ¿Acaso es discutible que en las comunidades bilingües se fomente -sin discriminación o marginación de la lengua común- el conocimiento de la lengua cooficial? Todo ello es indiscutible. ¿Por qué -entonces- el Manifiesto por una lengua común? Porque en algunas Autonomías se han instalado el esencialismo, el monolingüismo, el victimismo y el anticastellanismo lingüísticos. El esencialismo que hermana lengua e identidad y sostiene que la nación catalana, gallega o vasca se alza sobre una sola lengua denominada propia que excluye el castellano. El monolingüismo que impone la denominada lengua propia como única lengua oficial de facto de la Autonomía. El victimismo que inventa un enemigo al que atribuye cualidades como el expansionismo lingüístico. El anticastellanismo de quien desea marginar y descartar el castellano de toda manifestación pública.
El cuádruple fundamentalismo lingüístico se traduce en una triple ofensiva nacionalista periférica. En primer lugar, una ofensiva ideológica que refuerza la dicotomía entre lengua propia -catalán, gallego y vasco- e impropia -castellano- de la Autonomía, que realza la relación entre lengua propia e identidad propia identificando lealtad lingüística con lealtad nacional, que concibe el castellano como una amenaza y sostiene que las lenguas autonómicas cooficiales están relegadas y minorizadas. En segundo lugar, una ofensiva política que discrimina negativamente el castellano y positivamente las lenguas autonómicas cooficiales. En tercer lugar, una ofensiva legal que establece que la lengua autonómica cooficial «es la lengua de uso normal y preferente de las administraciones públicas y de los medios de comunicación públicos de Cataluña, y es también la lengua normalmente utilizada como vehicular y de aprendizaje en la enseñanza» (artículo 6.1 del Estatuto de Cataluña, 2006), que instituye un proceso de normalización e inmersión lingüísticas que oculta un proceso de substitución lingüística (la Ley de Normalización Lingüística de la Generalitat de Cataluña de 1983 podría endurecerse con la Ley de Educación de Cataluña, actualmente en proceso de redacción, que suprimiría la llamada «tercera hora de castellano» que el Ministerio quiere introducir en la enseñanza primaria), que implanta -a través de la eufemísticamente denominada Oficina de Garantías Lingüísticas- sanciones económicas para garantizar que «la señalización y los carteles de información general de carácter fijo y los documentos de oferta de servicios para las personas usuarias y consumidores de los establecimientos abiertos al público han de estar redactados, al menos, en catalán» (artículo 32.3 de la Ley de Política Lingüística de la Generalitat de Cataluña, 1998). Al respecto de la ofensiva legal conviene añadir que, por tercer año consecutivo, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña ordena a la Generalitat de Cataluña que en los impresos de preinscripción escolar aparezca la casilla que otorga a los padres la opción para elegir la lengua en que quieren educar a sus hijos. Pero José Montilla -prisionero de una ERC que puede romper el tripartito- incumple esta resolución del Alto Tribunal catalán. Como incumple también otra resolución del mismo Tribunal que establece la tercera hora de castellano en Primaria. Si Montesquieu levantara la cabeza, comprobaría -horrorizado- que en Cataluña sólo se cumple la ley cuando interesa. ¿Montesquieu? Un españolista recalcitrante, asegurarían el catalanismo y el tripartito. El resultado: en Cataluña se puede matricular a los hijos en una escuela catalana, inglesa, francesa, alemana, italiana, suiza o japonesa, pero no castellana.
La deriva monolingüe y la obsesión identitaria, que se desprenden del fundamentalismo lingüístico y la ofensiva nacionalista periférica, tiene su consecuencia y su intención. La consecuencia: se reduce la libertad individual de elección de lengua, se considera como impropia una lengua castellana que es la propia de al menos la mitad de los ciudadanos catalanes, se limita el universo simbólico e intelectual del ciudadano, se problematiza el ser catalán-español de los ciudadanos catalanes que usan el castellano como vehículo habitual de comunicación, se cuestiona el carácter catalán de la cultura hecha por catalanes en lengua castellana, se obstaculiza el traslado de población y las oportunidades de trabajo interregionales. La consecuencia de la consecuencia: amparándose en el reconocimiento de la pluralidad lingüística, se impone el monolingüismo y el monoculturalismo. La intención: se niega -o relativiza en grado extremo- la lengua común castellana con la finalidad de dibujar fronteras identitarias y nacionales entre España por un lado, y Cataluña, Galicia y el País Vasco -quizá también las Islas Baleares- por otro identificando, como decíamos antes, lealtad lingüística con lealtad nacional. La intención de la intención: la reivindicación de una España plurilingüe, el dibujo de fronteras identitarias y nacionales por razón de lengua, esconde el proyecto -de momento- de un Estado plurinacional en que las partes tendrían el derecho a la soberanía.
Frente a ello, el Manifiesto por una lengua común reivindica -como decíamos al inicio- lo obvio. Es decir, que el Parlamento español -el Gobierno no está por la labor por los peajes que debe pagar- fije inequívocamente que la lengua castellana es común y oficial a todo el territorio español y como tal su comprensión puede serle supuesta a todos los ciudadanos españoles, que los ciudadanos que lo deseen tengan derecho a ser educados en castellano, que las lenguas cooficiales autonómicas tengan derecho a figurar en los planes de estudio de sus respectivas comunidades pero no como lengua vehicular exclusiva, que los ciudadanos de autonomías bilingües tengan derecho a ser atendidos institucionalmente en las dos lenguas oficiales, que en el ámbito público no oficial el uso de una u otra lengua sea discrecional, que en la rotulación de los edificios oficiales y las vías públicas, así como en las comunicaciones oficiales administrativas y la información a la ciudadanía, no deba emplearse únicamente la lengua autonómica, que los representantes políticos en sus funciones institucionales de carácter estatal usen habitualmente la lengua castellana, que en los parlamentos autonómicos bilingües se puedan emplear las dos lenguas oficiales.
¿Quién teme el Manifiesto por una lengua común? Los nacionalismos periféricos -además de tergiversar el contenido a mayor gloria de sus intereses- lo han recibido mal. La enésima maniobra del españolismo excluyente, dicen. Y el caso es que, en ningún momento, el documento -señores: no se trata de un texto patriótico, sino de una defensa de la libertad individual y el sentido común- minimiza o desdeña las lenguas cooficiales autonómicas. Y el caso es que, gracias a ese supuesto españolismo excluyente, las lenguas cooficiales autonómicas han cobrado impulso y ganado protagonismo. ¿Por qué los nacionalismos periféricos temen -porque lo temen: por eso lo descalifican con acritud y sin aceptar el reto que plantea- el Manifiesto por una lengua común? Quizá porque en sus líneas se reclama algo tan indiscutible y obvio como la libertad de elección de lengua y los derechos fundamentales.
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