Por Perfecto Andrés Ibáñez, magistrado (EL PAÍS, 20/07/08):
Siendo como es un imputado -en rigor poli-imputado-, lo lógico sería titular al revés: “El Estado italiano contra Berlusconi”. Pero no, Berlusconi, en su condición de premier, ha sabido dotarse de un inusual estatus de privilegio. A golpe de mayoría puede legislar, y lo hace, sobre el derecho y el proceso penal y sobre el poder judicial, para decidir sus propias causas del modo más favorable a sus intereses. Y es que de intereses se trata.
En efecto, porque Berlusconi, heredero -también, o sobre todo, en lo económico- de la vieja política italiana, la misma que un día ocupó, masivamente y por propios méritos, el banquillo de los acusados, llegó y ha vuelto al poder de una manera muy particular. Como hombre de empresa o, más precisamente, como empresa. Es decir, del mismo modo y con idéntica lógica que un grupo económico amplía su espacio, incrementa su cuota de mercado: sin reparar en medios, sin sentido del límite y con una irrefrenable tendencia al monopolio. Ahora en lo político, que en su proyecto no es otra cosa que “un activo”. Otro más y “valorizable” en la misma clave de rendimiento puramente mercantil que los de sus innumerables sociedades.
Es verdad que Berlusconi puso de manifiesto una gran preocupación por aparecer ante la ciudadanía como exponente de lo nuevo, de otro modo de entender el poder y de gestionarlo, en una inédita clave de eficacia, que serviría para difundir socialmente, para socializar, con su prometido modelo alternativo de gestión de lo público, el propio triunfo personal: éxito y bienestar para todos. Pero lo cierto es que las raíces del berlusconismo son bien identificables y están, precisamente, en Tangentopoli. No sólo porque Il Cavaliere se benefició del padrinazgo de Craxi, otro ilustre imputado; ni porque, según ha confesado, como él sienta la tentación de “marcharse al extranjero a gozar de los dineros merecidamente acumulados”. Sino, sobre todo, y como ha escrito Ferrajoli, porque lo suyo es el perfeccionamiento del craxismo. Pues si en éste, aun bajo apariencia de lo contrario, la economía estaba comprando a la política y subordinándola a sus intereses; con Berlusconi, el poder económico se convierte él mismo en poder de gobierno, dando lugar a un Estado patrimonial de nuevo cuño, en el que la política queda definitivamente reducida a la condición de simple variable de la economía. Por eso -dice expresivamente el mismo autor-, Italia es hoy el reino de la “antipolítica”, ya que la política es, por definición, representación de intereses generales y públicos, y lo representado en este caso son intereses particulares. De ahí que la histórica y noble referencia ideal a la polis esté perdiendo todo su sentido.
Por eso, si en la perspectiva de que el peculiar macroempresario (Fininvest, Mediaset, Publitalia…) accediera al poder, la envergadura y el perfil, en gran parte mediático, de su imperio, suscitó en la opinión pública despierta y sensible la preocupación por el conflicto de intereses, lo que ésta tiene ahora ante los ojos es una definitiva confusión de intereses, que es al mismo tiempo una brutal concentración de poder. Y, es obvio, cuando éste ocupa todo el campo, no hay lugar para la legalidad, excepto el subordinado e instrumental que ésta tiene asignado en el berlusconiano proyecto. Y otro tanto sucede con la jurisdicción.
Que así es, ya resultó patente en la etapa anterior, en el uso desprejuiciado y escandaloso de la mayoría parlamentaria por parte del Signor B, con la adopción de medidas bien calificadas de regalos a la economía ilegal. Al favorecer la importación de capitales exportados ilegalmente, mediante el pago de un ridículo porcentaje. Con la atenuación de la pena o la despenalización de las falsedades contables (falso in bilancio). Con el tratamiento ultraformalista dado a las comisiones rogatorias, para neutralizar sus efectos, claramente en favor de los procesados de su mismo rango. Con el acortamiento de los plazos de prescripción de algunos delitos…
Entonces se habló de leyes ad personam, al calificar las aprobadas para dar una salida a las situaciones procesales que complicaban la vida del especialísimo imputado. Ahora, su interés personal requiere “elevar el tiro”, y por ello amplía el alcance de las medidas. Así pone a salvo de las interceptaciones telefónicas a los delincuentes de cuello blanco. Y para escapar de la causa seguida por la corrupción de un testigo (caso Mills), transforma el Parlamento en un bufete a su servicio y le hace aprobar dos leyes que suponen la suspensión de todos los procesos por delitos conminados con pena inferior a 10 años (unos 100.000) y la inmunidad para los más altos cargos.
Por todo, tiene razón Dogliani al señalar que lo que realmente está en riesgo es la forma de Estado, el contenido mismo del pacto constituyente, la constitución material.
Siendo como es un imputado -en rigor poli-imputado-, lo lógico sería titular al revés: “El Estado italiano contra Berlusconi”. Pero no, Berlusconi, en su condición de premier, ha sabido dotarse de un inusual estatus de privilegio. A golpe de mayoría puede legislar, y lo hace, sobre el derecho y el proceso penal y sobre el poder judicial, para decidir sus propias causas del modo más favorable a sus intereses. Y es que de intereses se trata.
En efecto, porque Berlusconi, heredero -también, o sobre todo, en lo económico- de la vieja política italiana, la misma que un día ocupó, masivamente y por propios méritos, el banquillo de los acusados, llegó y ha vuelto al poder de una manera muy particular. Como hombre de empresa o, más precisamente, como empresa. Es decir, del mismo modo y con idéntica lógica que un grupo económico amplía su espacio, incrementa su cuota de mercado: sin reparar en medios, sin sentido del límite y con una irrefrenable tendencia al monopolio. Ahora en lo político, que en su proyecto no es otra cosa que “un activo”. Otro más y “valorizable” en la misma clave de rendimiento puramente mercantil que los de sus innumerables sociedades.
Es verdad que Berlusconi puso de manifiesto una gran preocupación por aparecer ante la ciudadanía como exponente de lo nuevo, de otro modo de entender el poder y de gestionarlo, en una inédita clave de eficacia, que serviría para difundir socialmente, para socializar, con su prometido modelo alternativo de gestión de lo público, el propio triunfo personal: éxito y bienestar para todos. Pero lo cierto es que las raíces del berlusconismo son bien identificables y están, precisamente, en Tangentopoli. No sólo porque Il Cavaliere se benefició del padrinazgo de Craxi, otro ilustre imputado; ni porque, según ha confesado, como él sienta la tentación de “marcharse al extranjero a gozar de los dineros merecidamente acumulados”. Sino, sobre todo, y como ha escrito Ferrajoli, porque lo suyo es el perfeccionamiento del craxismo. Pues si en éste, aun bajo apariencia de lo contrario, la economía estaba comprando a la política y subordinándola a sus intereses; con Berlusconi, el poder económico se convierte él mismo en poder de gobierno, dando lugar a un Estado patrimonial de nuevo cuño, en el que la política queda definitivamente reducida a la condición de simple variable de la economía. Por eso -dice expresivamente el mismo autor-, Italia es hoy el reino de la “antipolítica”, ya que la política es, por definición, representación de intereses generales y públicos, y lo representado en este caso son intereses particulares. De ahí que la histórica y noble referencia ideal a la polis esté perdiendo todo su sentido.
Por eso, si en la perspectiva de que el peculiar macroempresario (Fininvest, Mediaset, Publitalia…) accediera al poder, la envergadura y el perfil, en gran parte mediático, de su imperio, suscitó en la opinión pública despierta y sensible la preocupación por el conflicto de intereses, lo que ésta tiene ahora ante los ojos es una definitiva confusión de intereses, que es al mismo tiempo una brutal concentración de poder. Y, es obvio, cuando éste ocupa todo el campo, no hay lugar para la legalidad, excepto el subordinado e instrumental que ésta tiene asignado en el berlusconiano proyecto. Y otro tanto sucede con la jurisdicción.
Que así es, ya resultó patente en la etapa anterior, en el uso desprejuiciado y escandaloso de la mayoría parlamentaria por parte del Signor B, con la adopción de medidas bien calificadas de regalos a la economía ilegal. Al favorecer la importación de capitales exportados ilegalmente, mediante el pago de un ridículo porcentaje. Con la atenuación de la pena o la despenalización de las falsedades contables (falso in bilancio). Con el tratamiento ultraformalista dado a las comisiones rogatorias, para neutralizar sus efectos, claramente en favor de los procesados de su mismo rango. Con el acortamiento de los plazos de prescripción de algunos delitos…
Entonces se habló de leyes ad personam, al calificar las aprobadas para dar una salida a las situaciones procesales que complicaban la vida del especialísimo imputado. Ahora, su interés personal requiere “elevar el tiro”, y por ello amplía el alcance de las medidas. Así pone a salvo de las interceptaciones telefónicas a los delincuentes de cuello blanco. Y para escapar de la causa seguida por la corrupción de un testigo (caso Mills), transforma el Parlamento en un bufete a su servicio y le hace aprobar dos leyes que suponen la suspensión de todos los procesos por delitos conminados con pena inferior a 10 años (unos 100.000) y la inmunidad para los más altos cargos.
Por todo, tiene razón Dogliani al señalar que lo que realmente está en riesgo es la forma de Estado, el contenido mismo del pacto constituyente, la constitución material.
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