Por Javier Redondo es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III de Madrid (EL MUNDO, 11/07/08):
Podemos pensar equivocadamente que la felicidad empieza donde acaba la política. Que es una insensatez encomendar nuestra felicidad a los líderes políticos y mucho menos al Estado, y en consecuencia, que cualquier candidato que se atreviese a incluir un apartado sobre la provisión de felicidad en su programa estaría subestimando la inteligencia de sus votantes. Sin embargo, nada de esto es así. En la era de la política espectáculo, las masas, siempre enternecedoramente dispuestas a creer, han elevado tanto sus expectativas que incluso rechazan limitarse a pedir lo imposible. Porque sus líderes son capaces de concederles algo tan sencillo de proporcionar como la dicha.
Sabido esto, algunos políticos más espabilados que otros han descubierto un filón aprovechando, a sabiendas o no, la pista que aportó con su habitual brillantez el filósofo Julián Marías en La felicidad humana. Me refiero a la relación entre felicidad e ilusión: el método para obtener felicidad es el cultivo de la ilusión. Nada más fácil de conseguir en el mundo de las apariencias. Todo es lo que parece, por eso los políticos aplicados en esta materia se esfuerzan para que las cosas parezcan aunque efectivamente no sean.
Es decir, que cuando un líder reduce todo su discurso a la fabricación de una realidad -que, por otra parte, tiende enconadamente a creerse, dado que la felicidad es igualmente una cuestión de vocación-, ignorando los males que acaecen fuera de su virtualidad, lo que persigue es mantener en los niveles adecuados la satisfacción de los ciudadanos, aunque ésta no se sostenga sobre criterios racionales sino puramente emocionales e ilusorios.
Por el contrario, la felicidad del público sólo se ve amenazada cuando pierde la confianza en su guardián, que desaparece si la realidad es más tozuda que él. Dicho de otro modo, si la realidad irrumpe en la caverna y pervierte, altera o descodifica la proyección de las ideas que la deforman. En todo caso, el público mostrará una inicial resistencia a descreer, pues el descreimiento implica el derrumbamiento de su propia concepción del mundo y la consecuente y costosa obligación de sustituir dicha creencia por otra nueva.
No obstante, en principio, estamos ante la tecla que tiene que tocar cualquier político que se precie: el cultivo de la ilusión que, trasladado a la prosa política y mundana, significa únicamente la puesta en circulación de un nuevo producto presto a ser consumido con avidez: la felicidad. El primer gobernante de la edad contemporánea que vio en ella propiedades persuasivas y la utilizó como categoría política fue Jefferson, quien la reconoció como derecho. Kennedy fue un alumno aventajado de la no muy extensa nómina de hombres extraordinariamente felices dispuestos a cambiar el mundo. Hoy, salvando las distancias entre ambos, Obama y Zapatero manejan como pocos el arte de la fabricación y posterior provisión de felicidad. Los dos son políticos de gestos cuidadosamente escogidos y capaces de crear, extender y combinar los estados de excitación con los de plenitud anímica, previo proceso de sensibilización de la audiencia. Su discurso es una mezcla de imagen (en el sentido de apariencia), candidez, simpatía, entusiasmo y palabras armoniosas. El envoltorio es perfecto, la sustancia, cuanto menos, inaprensible, no por inexistente sino por etérea, elevada o aparentemente trascendental.
En resumidas cuentas, el candidato que ofrece felicidad a cambio de votos traza las líneas maestras de su estrategia y, por extraño que nos parezca, de su programa, a partir de tres conceptos de uso común en la política moderna: esperanza, confianza y optimismo. Por ejemplo, el principio de eficacia, que necesariamente habría de regir en la administración de lo público, queda relegado al menos a un segundo plano. La administración eficaz es sustituida por la administración alegre. ¿Se acuerdan de la música y de la letra que los artistas que apoyan a Zapatero pusieron a la última campaña electoral? Eso es: «Defender la alegría».
Además, el discurso basado en la felicidad sortea con notable éxito los problemas livianos y ejerce un poderoso influjo sobre quien lo consume, tanto que, sin llegar a ser adictivo, al menos es contagioso -o, como mínimo, obligatoriamente contagioso-. Puesto que ¿quién sería tan estúpido de renunciar voluntariamente a ser feliz? ¿Quién sería tan mezquino como para, aparte de renunciar a su felicidad, poner en riesgo también la de los demás? Aquí está parte de la trampa que nos tienden los vendedores de felicidad al por mayor. Han incorporado a la política elementos de la religión y de la antigüedad: la creencia basada en la fe y no en los hechos, el discurso abstracto y metafórico, la prédica, el mesianismo, el culto y, sobre todo, la herejía. Un hereje político es hoy quien osa cuestionar el pensamiento de Alicia.
Bertrand Rusell en La conquista de la felicidad lo expone con meridiana claridad: el miedo a la opinión pública es una de las principales causas de la infelicidad. El veredicto del público sobre quien no asume el discurso correcto es implacable. «La cuestión está en saber -diría el líder parafraseando a Tentetieso- quién manda aquí, ¡si las palabras o yo!» (porque no lo olvidemos, las palabras configuran la realidad, y hay palabras amables y palabras que soliviantan). Curiosamente, hace pocos días, un profesor de Filosofía reclamaba en una tribuna de prensa dedicada a la religión el derecho de los no creyentes a no creer «en ninguno de los dioses del sufrimiento». Los nuevos tiempos admiten, por tanto, que incluso los no creyentes crean en los dioses de la ventura. Surge, en definitiva, una nueva práctica pseudoreligiosa que incluye su propia liturgia, su propia puesta en escena. Las nuevas religiones tienden al hedonismo.
Por otra parte, pero derivado de todo esto, un discurso reduccionista articulado en torno a la felicidad -que sólo es posible en un contexto de personalización de la política, de hiperliderazgo- conecta con una corriente de la cual algo sabemos: el buenismo, que requiere de la habilidad del líder para situar en el debate político determinadas cuestiones y apropiarse de lemas imposibles de rebatir porque son expresados de manera maniquea, simplista y maximalista. El catedrático de Filosofía del Derecho Andrés Ollero lo define como un «pensamiento flácido, débil», caracterizado por el «sentimentalismo expansivo y vano que ha sustituido el acto político concreto, reflexivo y meditado, por un acabado catálogo de buenas intenciones y propuestas vacías con el que algunos políticos populistas e intelectuales progresistas despachan de un plumazo cualquier grave asunto». Les animo a que lean el interesante libro de Obama La audacia de la esperanza, y les reto después a que señalen algún pasaje con el que disientan del autor.
En suma, el buenismo está íntimamente ligado al empleo de la felicidad como categoría política. Son recursos distintos pero complementarios para conseguir lo mismo: la creación de un determinado estado mental o espiritual libre de obstáculos que impidan o amenacen la satisfacción perdurable y la quietud del alma. Y ¿qué mayor obstáculo que la concienzuda reflexión sobre los hechos o los fenómenos políticos? ¿Qué mayor amenaza que la disidencia o la revelación de los problemas? ¿Qué mayor desdicha que la duda?
Para poner orden hemos de hacer unas cuantas apreciaciones finales que contextualicen el recurso a la felicidad en el discurso político. En primer lugar, mientras el buenismo es patrimonio exclusivo de la izquierda, apelar a la fórmula de la felicidad e incluirla implícita o explícitamente en la hoja de ruta de los líderes no es propia de ningún signo político sino de un determinado perfil de candidato. Sin embargo, como acabamos de ver, es mucho más fácil recurrir a ella desde el buenismo que desde el realismo.
En segundo lugar, y en relación con esto, aunque el recurso pueda ser empleado tanto por la izquierda como por la derecha -por ejemplo, Rajoy ha repetido con cierta frecuencia en campaña, y sigue haciéndolo ahora, que trabaja para conseguir que la «gente sea más feliz»- hay una diferencia que supera la mera cuestión matiz: cuando Rajoy recurre a la felicidad lo hace desde una posición realista y, volviendo a Julián Marías, desde una perspectiva utilitarista.
Es decir, el líder conservador apela a la creación de las condiciones materiales en la sociedad -extensión del bienestar- para que sus miembros estén en disposición material -no espiritual- de ser felices, de forma que el camino para obtener la dicha no es unívoco, depende del que quiera recorrer cada cual. La felicidad está relacionada aquí con la estabilidad y la seguridad económica. En la línea jeffersoniana, el derecho a la felicidad es la traslación del derecho al bienestar. O sea, esta visión de la felicidad como categoría política tiene que ver con que el individuo «viva bien» y que las «cosas vayan bien» para que pueda «sentirse bien» sin exigirle a cambio lealtad o devoción hacia un discurso o persona. No hay, por tanto, restricciones a la libertad pues no obliga a creer.
Por el contrario, cuando el presidente español se ofrece como proveedor de felicidad lo hace desde una posición espiritual y sobre la base de la desaparición del dramatismo; esto es, ofrece un estado de ánimo que no necesariamente ha de variar en función de los reveses que propine la realidad -incluso muchas veces vaticina y se anticipa a ella-. También desde una posición simplista, propia, según Gustavo Bueno, del «pensamiento de Alicia», que consiste en la representación de un mundo ideal distinto del real. El «pensamiento de Alicia» no es pensamiento utópico. Este, al menos, es consciente de las dificultades que median para alcanzarlo, nos dice Bueno, mientras aquel no repara en ellas. Por tanto, simplifica y encubre la realidad porque no se para a analizarla y «sólo tira de un hilo de la madeja, sin querer saber nada de los otros hilos en los que está enredado». Por último, la felicidad que propone es selectiva porque la hace depender de su discurso y la desvincula de cualquier otro.
Podemos pensar equivocadamente que la felicidad empieza donde acaba la política. Que es una insensatez encomendar nuestra felicidad a los líderes políticos y mucho menos al Estado, y en consecuencia, que cualquier candidato que se atreviese a incluir un apartado sobre la provisión de felicidad en su programa estaría subestimando la inteligencia de sus votantes. Sin embargo, nada de esto es así. En la era de la política espectáculo, las masas, siempre enternecedoramente dispuestas a creer, han elevado tanto sus expectativas que incluso rechazan limitarse a pedir lo imposible. Porque sus líderes son capaces de concederles algo tan sencillo de proporcionar como la dicha.
Sabido esto, algunos políticos más espabilados que otros han descubierto un filón aprovechando, a sabiendas o no, la pista que aportó con su habitual brillantez el filósofo Julián Marías en La felicidad humana. Me refiero a la relación entre felicidad e ilusión: el método para obtener felicidad es el cultivo de la ilusión. Nada más fácil de conseguir en el mundo de las apariencias. Todo es lo que parece, por eso los políticos aplicados en esta materia se esfuerzan para que las cosas parezcan aunque efectivamente no sean.
Es decir, que cuando un líder reduce todo su discurso a la fabricación de una realidad -que, por otra parte, tiende enconadamente a creerse, dado que la felicidad es igualmente una cuestión de vocación-, ignorando los males que acaecen fuera de su virtualidad, lo que persigue es mantener en los niveles adecuados la satisfacción de los ciudadanos, aunque ésta no se sostenga sobre criterios racionales sino puramente emocionales e ilusorios.
Por el contrario, la felicidad del público sólo se ve amenazada cuando pierde la confianza en su guardián, que desaparece si la realidad es más tozuda que él. Dicho de otro modo, si la realidad irrumpe en la caverna y pervierte, altera o descodifica la proyección de las ideas que la deforman. En todo caso, el público mostrará una inicial resistencia a descreer, pues el descreimiento implica el derrumbamiento de su propia concepción del mundo y la consecuente y costosa obligación de sustituir dicha creencia por otra nueva.
No obstante, en principio, estamos ante la tecla que tiene que tocar cualquier político que se precie: el cultivo de la ilusión que, trasladado a la prosa política y mundana, significa únicamente la puesta en circulación de un nuevo producto presto a ser consumido con avidez: la felicidad. El primer gobernante de la edad contemporánea que vio en ella propiedades persuasivas y la utilizó como categoría política fue Jefferson, quien la reconoció como derecho. Kennedy fue un alumno aventajado de la no muy extensa nómina de hombres extraordinariamente felices dispuestos a cambiar el mundo. Hoy, salvando las distancias entre ambos, Obama y Zapatero manejan como pocos el arte de la fabricación y posterior provisión de felicidad. Los dos son políticos de gestos cuidadosamente escogidos y capaces de crear, extender y combinar los estados de excitación con los de plenitud anímica, previo proceso de sensibilización de la audiencia. Su discurso es una mezcla de imagen (en el sentido de apariencia), candidez, simpatía, entusiasmo y palabras armoniosas. El envoltorio es perfecto, la sustancia, cuanto menos, inaprensible, no por inexistente sino por etérea, elevada o aparentemente trascendental.
En resumidas cuentas, el candidato que ofrece felicidad a cambio de votos traza las líneas maestras de su estrategia y, por extraño que nos parezca, de su programa, a partir de tres conceptos de uso común en la política moderna: esperanza, confianza y optimismo. Por ejemplo, el principio de eficacia, que necesariamente habría de regir en la administración de lo público, queda relegado al menos a un segundo plano. La administración eficaz es sustituida por la administración alegre. ¿Se acuerdan de la música y de la letra que los artistas que apoyan a Zapatero pusieron a la última campaña electoral? Eso es: «Defender la alegría».
Además, el discurso basado en la felicidad sortea con notable éxito los problemas livianos y ejerce un poderoso influjo sobre quien lo consume, tanto que, sin llegar a ser adictivo, al menos es contagioso -o, como mínimo, obligatoriamente contagioso-. Puesto que ¿quién sería tan estúpido de renunciar voluntariamente a ser feliz? ¿Quién sería tan mezquino como para, aparte de renunciar a su felicidad, poner en riesgo también la de los demás? Aquí está parte de la trampa que nos tienden los vendedores de felicidad al por mayor. Han incorporado a la política elementos de la religión y de la antigüedad: la creencia basada en la fe y no en los hechos, el discurso abstracto y metafórico, la prédica, el mesianismo, el culto y, sobre todo, la herejía. Un hereje político es hoy quien osa cuestionar el pensamiento de Alicia.
Bertrand Rusell en La conquista de la felicidad lo expone con meridiana claridad: el miedo a la opinión pública es una de las principales causas de la infelicidad. El veredicto del público sobre quien no asume el discurso correcto es implacable. «La cuestión está en saber -diría el líder parafraseando a Tentetieso- quién manda aquí, ¡si las palabras o yo!» (porque no lo olvidemos, las palabras configuran la realidad, y hay palabras amables y palabras que soliviantan). Curiosamente, hace pocos días, un profesor de Filosofía reclamaba en una tribuna de prensa dedicada a la religión el derecho de los no creyentes a no creer «en ninguno de los dioses del sufrimiento». Los nuevos tiempos admiten, por tanto, que incluso los no creyentes crean en los dioses de la ventura. Surge, en definitiva, una nueva práctica pseudoreligiosa que incluye su propia liturgia, su propia puesta en escena. Las nuevas religiones tienden al hedonismo.
Por otra parte, pero derivado de todo esto, un discurso reduccionista articulado en torno a la felicidad -que sólo es posible en un contexto de personalización de la política, de hiperliderazgo- conecta con una corriente de la cual algo sabemos: el buenismo, que requiere de la habilidad del líder para situar en el debate político determinadas cuestiones y apropiarse de lemas imposibles de rebatir porque son expresados de manera maniquea, simplista y maximalista. El catedrático de Filosofía del Derecho Andrés Ollero lo define como un «pensamiento flácido, débil», caracterizado por el «sentimentalismo expansivo y vano que ha sustituido el acto político concreto, reflexivo y meditado, por un acabado catálogo de buenas intenciones y propuestas vacías con el que algunos políticos populistas e intelectuales progresistas despachan de un plumazo cualquier grave asunto». Les animo a que lean el interesante libro de Obama La audacia de la esperanza, y les reto después a que señalen algún pasaje con el que disientan del autor.
En suma, el buenismo está íntimamente ligado al empleo de la felicidad como categoría política. Son recursos distintos pero complementarios para conseguir lo mismo: la creación de un determinado estado mental o espiritual libre de obstáculos que impidan o amenacen la satisfacción perdurable y la quietud del alma. Y ¿qué mayor obstáculo que la concienzuda reflexión sobre los hechos o los fenómenos políticos? ¿Qué mayor amenaza que la disidencia o la revelación de los problemas? ¿Qué mayor desdicha que la duda?
Para poner orden hemos de hacer unas cuantas apreciaciones finales que contextualicen el recurso a la felicidad en el discurso político. En primer lugar, mientras el buenismo es patrimonio exclusivo de la izquierda, apelar a la fórmula de la felicidad e incluirla implícita o explícitamente en la hoja de ruta de los líderes no es propia de ningún signo político sino de un determinado perfil de candidato. Sin embargo, como acabamos de ver, es mucho más fácil recurrir a ella desde el buenismo que desde el realismo.
En segundo lugar, y en relación con esto, aunque el recurso pueda ser empleado tanto por la izquierda como por la derecha -por ejemplo, Rajoy ha repetido con cierta frecuencia en campaña, y sigue haciéndolo ahora, que trabaja para conseguir que la «gente sea más feliz»- hay una diferencia que supera la mera cuestión matiz: cuando Rajoy recurre a la felicidad lo hace desde una posición realista y, volviendo a Julián Marías, desde una perspectiva utilitarista.
Es decir, el líder conservador apela a la creación de las condiciones materiales en la sociedad -extensión del bienestar- para que sus miembros estén en disposición material -no espiritual- de ser felices, de forma que el camino para obtener la dicha no es unívoco, depende del que quiera recorrer cada cual. La felicidad está relacionada aquí con la estabilidad y la seguridad económica. En la línea jeffersoniana, el derecho a la felicidad es la traslación del derecho al bienestar. O sea, esta visión de la felicidad como categoría política tiene que ver con que el individuo «viva bien» y que las «cosas vayan bien» para que pueda «sentirse bien» sin exigirle a cambio lealtad o devoción hacia un discurso o persona. No hay, por tanto, restricciones a la libertad pues no obliga a creer.
Por el contrario, cuando el presidente español se ofrece como proveedor de felicidad lo hace desde una posición espiritual y sobre la base de la desaparición del dramatismo; esto es, ofrece un estado de ánimo que no necesariamente ha de variar en función de los reveses que propine la realidad -incluso muchas veces vaticina y se anticipa a ella-. También desde una posición simplista, propia, según Gustavo Bueno, del «pensamiento de Alicia», que consiste en la representación de un mundo ideal distinto del real. El «pensamiento de Alicia» no es pensamiento utópico. Este, al menos, es consciente de las dificultades que median para alcanzarlo, nos dice Bueno, mientras aquel no repara en ellas. Por tanto, simplifica y encubre la realidad porque no se para a analizarla y «sólo tira de un hilo de la madeja, sin querer saber nada de los otros hilos en los que está enredado». Por último, la felicidad que propone es selectiva porque la hace depender de su discurso y la desvincula de cualquier otro.
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