Por Julián Ruiz, periodista y productor musical. Dirige desde hace 30 años el programa radiofónico Plásticos y decibelios (EL MUNDO, 19/07/08):
En qué se han convertido los festivales de rock o de música hortera? La respuesta es humillante, ácida y descorazonadora. Las nuevas generaciones son aplastadas por las marcas comerciales, la publicidad, el nihilismo de las multinacionales de organización de conciertos -casi dueños de los artistas- y la rendición de las grandes estrellas ante el estado del deprimido negocio discográfico. Un festival de hoy puede parecerse más a una verbena de pueblo o, lo que es peor, a un centro comercial, un supermercado o un carnaval de marcas
¿Qué queda de los festivales de Monterrey, Woodstock o Wight? Todo aquello empezó como magníficas manifestaciones contraculturales, como el equivalente cultural de una posición política. Los asistentes a aquellos festivales luchaban por una igualdad racial, los derechos de la mujer, la liberación sexual -incluida la de los homosexuales-, la recreación en las drogas, el fin de cualquier guerra… Los artistas que ejemplarizaban esa era se llamaban Bob Dylan, los Beatles, los Rolling Stones, Jimi Hendrix, los Doors, Janis Joplin, Grateful Dead. Algunos de ellos han muerto, los que siguen vivos aún son iconos otoñales de un tiempo que pasó a mejor vida. Ni rastro del pasado.
Pongamos el caso de Bob Dylan. El viejo lobo de Minessotta no estuvo en Woodstock, pero sí en la Isla de Wight. Y mucho antes en Newport, donde dinamitó la personalidad acústica del folk para convertirla en una explosión viva y eléctrica. Hoy en día, pasea por los festivales con su inmisericorde espíritu gitano, empeñado en marranear hoteles, prisionero de su never ending tour (gira sin fin), como un autista. Le da lo mismo que el festival sea por el agua, por el Papa o por la salvación de los pigmeos. Le importa un pito, siempre que cobre. Ha discernido que los festivales son excusas de mercadotecnia sin ninguna referencia cultural. El desencanto.
Los Rolling Stones pervirtieron el mundo de los festivales en Altamont, con el asesinato de un chico de color a mano de los Hell’s Angels (Angeles del Infierno). Se llamaba Free Festival, gratis para todos. Ahora pasean sus satánicos años en giras que se parecen más a los circos de los Ringling Brothers, porque es «el mayor espectáculo del mundo» a lo Cecil B. DeMille, con público de todas la edades. Los padres, los hijos y hasta los nietos van conformes al circo de los Stones. No actúan en festivales, aunque el año pasado, dadas las circunstancias económicas, aparecieron en la Isla de Wight.
En 1970, un granjero de Somerset llamado Michael Eavis creaba un festival en el que regalaba una pequeña botella de leche para los asistentes, con el desaparecido Marc Bolan como cabeza de cartel. Nacía el Festival de Glastonbury, el más famoso de los actuales. Un festival en el que la seguridad es pobre, la higiene lamentable y en el que la lluvia siempre aparece como fiel compañera. Se le llama el Festival del Barro.
Da igual. Eavis se ha hecho millonario a costa de la clase media británica, que goza con esas crudas condiciones al borde del beneficio de la aventura. En los años 70, cuando todavía quedaban retazos de la generación de la contracultura, la edad media de los asistentes que sólo querían escuchar buena música no pasaba de los 24 años. Pero era gente que ya estaba preparada para el matrimonio y para la hipoteca de su casa. Así que consideró a los festivales como una simples vacaciones. Se podía comercializar lo que Kurt Cobain llamaba «el olor del espíritu juvenil».
De hecho, el más famoso de los festivales en España, el de Benicàssim, que se celebra estos días en la localidad castellonense, es una magnífica excusa para que muchos ingleses pasen sus vacaciones en nuestro país. Aunque también lleva primordialmente el nombre de una cerveza. Los iluminados ejecutivos del marketing encontraron en estas manifestaciones de proletariado joven un maravilloso caldo de cultivo y consumo de toda clase de marcas. Una feria de marcas de bebidas, de móviles, de camisetas, todo objeto para el consumo del espíritu juvenil. Eso es el sentido genético de los festivales actuales.
Tampoco han perdido esta oportunidad las candentes sectas religiosas. Es increíble cómo proliferan los festivales cristianos en Estados Unidos. En el gran padre de todos ellos, el Creation East, puedes comprar camisetas que dicen «Actúa duro, cristiano», «Hetero-boy», o «La religión ha muerto, pero Jesús no» . Millones de personas recorren el país en busca de su Jesús a través de la música, a la que llaman Cristiana. El espíritu reaccionario se muestra en diferentes manifestaciones.
Pero, ¿y la música? Poco importa en muchos casos. Ya no hay artistas comprometidos o no comprometidos. Podemos ver en el mismo cartel a Estopa o a Alejandro Sanz con Bob Dylan o Police. Todos pertenecen a la misma o parecida multinacional de promociones de conciertos.
Un buen ejemplo es Live Nation, casi un monopolio. Promueve 40.000 eventos al año. Posee en propiedad más de 200 locales entre anfiteatros, estadios y clubes repartidos por todo el mundo. Acaba de fichar a Madonna por 100 millones de dólares. Este gesto ha sido como firmar el acta de defunción del poder de los negocios disgráficos . El dinero está en los conciertos, en los festivales que promueve.
Live Nation maneja los conciertos de los Rolling Stones, U2, Police y todas las grandes estrellas. Ha comprado las empresas de los promotores en muchos países, incluído el pequeño imperio que tenía Gay Mercader en nuestro país. Ahora aparece como «vicepresidente artístico» de Rock in Río de Madrid, o del Rock me Río, como se le conoce por algunos viejos militantes de aquellos festivales en que lo importante era la música y no un centro comercial donde también actúan los artistas.
No dejan tampoco de inventarse nuevas fórmulas. Por ejemplo, hace poco, en Castelló d’Empuries (Girona), se ha celebrado un festival llamado Doctor Loft. Impone como predicamento que el festival «empieza donde acaban otros». Es decir, desde las cinco de la mañana del domingo, a las cinco de la mañana del lunes. Además, los organizadores presumen de que no tienen a ningún patrocinador de por medio. Sólo buena música.
Pero todo esto de los festivales empezó en el verano del amor, el de 1967, cuando a John Phillips de The Mamas and The Papas se le ocurrió crear un festival en Monterrey, en la costa californiana, con la ayuda de Brian Jones, guitarrista de los Stones. Trataban de demostrar a la administración estadounidense que la guerra de Vietnam era un simple asesinato, que existía un movimiento contracultural rabioso, joven y vivo. «La magia de la gente joven», como la denominó Theodore Roszak, el creador del neologismo contracultural.
Ahora todo es un banquete de cenizas de aquellos heroicos e iconoclastas festivales. Ahogados por la publicidad, manipulados por sociedades mercantiles. Monopolios que incluso utilizan dinero público, los festivales de música viven sus pequeños sueños de noches de verano. Pero, a veces, parecen más pesadillas del largo y cálido verano.
En qué se han convertido los festivales de rock o de música hortera? La respuesta es humillante, ácida y descorazonadora. Las nuevas generaciones son aplastadas por las marcas comerciales, la publicidad, el nihilismo de las multinacionales de organización de conciertos -casi dueños de los artistas- y la rendición de las grandes estrellas ante el estado del deprimido negocio discográfico. Un festival de hoy puede parecerse más a una verbena de pueblo o, lo que es peor, a un centro comercial, un supermercado o un carnaval de marcas
¿Qué queda de los festivales de Monterrey, Woodstock o Wight? Todo aquello empezó como magníficas manifestaciones contraculturales, como el equivalente cultural de una posición política. Los asistentes a aquellos festivales luchaban por una igualdad racial, los derechos de la mujer, la liberación sexual -incluida la de los homosexuales-, la recreación en las drogas, el fin de cualquier guerra… Los artistas que ejemplarizaban esa era se llamaban Bob Dylan, los Beatles, los Rolling Stones, Jimi Hendrix, los Doors, Janis Joplin, Grateful Dead. Algunos de ellos han muerto, los que siguen vivos aún son iconos otoñales de un tiempo que pasó a mejor vida. Ni rastro del pasado.
Pongamos el caso de Bob Dylan. El viejo lobo de Minessotta no estuvo en Woodstock, pero sí en la Isla de Wight. Y mucho antes en Newport, donde dinamitó la personalidad acústica del folk para convertirla en una explosión viva y eléctrica. Hoy en día, pasea por los festivales con su inmisericorde espíritu gitano, empeñado en marranear hoteles, prisionero de su never ending tour (gira sin fin), como un autista. Le da lo mismo que el festival sea por el agua, por el Papa o por la salvación de los pigmeos. Le importa un pito, siempre que cobre. Ha discernido que los festivales son excusas de mercadotecnia sin ninguna referencia cultural. El desencanto.
Los Rolling Stones pervirtieron el mundo de los festivales en Altamont, con el asesinato de un chico de color a mano de los Hell’s Angels (Angeles del Infierno). Se llamaba Free Festival, gratis para todos. Ahora pasean sus satánicos años en giras que se parecen más a los circos de los Ringling Brothers, porque es «el mayor espectáculo del mundo» a lo Cecil B. DeMille, con público de todas la edades. Los padres, los hijos y hasta los nietos van conformes al circo de los Stones. No actúan en festivales, aunque el año pasado, dadas las circunstancias económicas, aparecieron en la Isla de Wight.
En 1970, un granjero de Somerset llamado Michael Eavis creaba un festival en el que regalaba una pequeña botella de leche para los asistentes, con el desaparecido Marc Bolan como cabeza de cartel. Nacía el Festival de Glastonbury, el más famoso de los actuales. Un festival en el que la seguridad es pobre, la higiene lamentable y en el que la lluvia siempre aparece como fiel compañera. Se le llama el Festival del Barro.
Da igual. Eavis se ha hecho millonario a costa de la clase media británica, que goza con esas crudas condiciones al borde del beneficio de la aventura. En los años 70, cuando todavía quedaban retazos de la generación de la contracultura, la edad media de los asistentes que sólo querían escuchar buena música no pasaba de los 24 años. Pero era gente que ya estaba preparada para el matrimonio y para la hipoteca de su casa. Así que consideró a los festivales como una simples vacaciones. Se podía comercializar lo que Kurt Cobain llamaba «el olor del espíritu juvenil».
De hecho, el más famoso de los festivales en España, el de Benicàssim, que se celebra estos días en la localidad castellonense, es una magnífica excusa para que muchos ingleses pasen sus vacaciones en nuestro país. Aunque también lleva primordialmente el nombre de una cerveza. Los iluminados ejecutivos del marketing encontraron en estas manifestaciones de proletariado joven un maravilloso caldo de cultivo y consumo de toda clase de marcas. Una feria de marcas de bebidas, de móviles, de camisetas, todo objeto para el consumo del espíritu juvenil. Eso es el sentido genético de los festivales actuales.
Tampoco han perdido esta oportunidad las candentes sectas religiosas. Es increíble cómo proliferan los festivales cristianos en Estados Unidos. En el gran padre de todos ellos, el Creation East, puedes comprar camisetas que dicen «Actúa duro, cristiano», «Hetero-boy», o «La religión ha muerto, pero Jesús no» . Millones de personas recorren el país en busca de su Jesús a través de la música, a la que llaman Cristiana. El espíritu reaccionario se muestra en diferentes manifestaciones.
Pero, ¿y la música? Poco importa en muchos casos. Ya no hay artistas comprometidos o no comprometidos. Podemos ver en el mismo cartel a Estopa o a Alejandro Sanz con Bob Dylan o Police. Todos pertenecen a la misma o parecida multinacional de promociones de conciertos.
Un buen ejemplo es Live Nation, casi un monopolio. Promueve 40.000 eventos al año. Posee en propiedad más de 200 locales entre anfiteatros, estadios y clubes repartidos por todo el mundo. Acaba de fichar a Madonna por 100 millones de dólares. Este gesto ha sido como firmar el acta de defunción del poder de los negocios disgráficos . El dinero está en los conciertos, en los festivales que promueve.
Live Nation maneja los conciertos de los Rolling Stones, U2, Police y todas las grandes estrellas. Ha comprado las empresas de los promotores en muchos países, incluído el pequeño imperio que tenía Gay Mercader en nuestro país. Ahora aparece como «vicepresidente artístico» de Rock in Río de Madrid, o del Rock me Río, como se le conoce por algunos viejos militantes de aquellos festivales en que lo importante era la música y no un centro comercial donde también actúan los artistas.
No dejan tampoco de inventarse nuevas fórmulas. Por ejemplo, hace poco, en Castelló d’Empuries (Girona), se ha celebrado un festival llamado Doctor Loft. Impone como predicamento que el festival «empieza donde acaban otros». Es decir, desde las cinco de la mañana del domingo, a las cinco de la mañana del lunes. Además, los organizadores presumen de que no tienen a ningún patrocinador de por medio. Sólo buena música.
Pero todo esto de los festivales empezó en el verano del amor, el de 1967, cuando a John Phillips de The Mamas and The Papas se le ocurrió crear un festival en Monterrey, en la costa californiana, con la ayuda de Brian Jones, guitarrista de los Stones. Trataban de demostrar a la administración estadounidense que la guerra de Vietnam era un simple asesinato, que existía un movimiento contracultural rabioso, joven y vivo. «La magia de la gente joven», como la denominó Theodore Roszak, el creador del neologismo contracultural.
Ahora todo es un banquete de cenizas de aquellos heroicos e iconoclastas festivales. Ahogados por la publicidad, manipulados por sociedades mercantiles. Monopolios que incluso utilizan dinero público, los festivales de música viven sus pequeños sueños de noches de verano. Pero, a veces, parecen más pesadillas del largo y cálido verano.
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