Por Ramón Pérez-Maura (ABC, 04/07/08):
Era un sábado de diciembre de 2001. El templado sol del atardecer abrazaba a cuatro hombres sentados con los pies en el agua en Isla Tesoro, el refugio de los presidentes colombianos en las Islas del Rosario. Andrés Pastrana dialogaba con su mano derecha, Camilo Gómez, a la sazón el Alto Comisionado de Paz y el hombre que más horas se ha pasado intentando negociar con Tirofijo y sus lugartenientes, y con el senador Juan Gabriel Uribe, un conservador leal entre los leales del presidente Pastrana. Testigo inmerecido, el abajo firmante. El proceso de paz estaba ya en un callejón sin salida y los tres personajes con voz autorizada discutían alternativas y -con mucho escepticismo- formas de hacer ver a las FARC que estaban perdiendo su última oportunidad. Era inútil. Trece meses antes, en esa misma isla, Pastrana había declarado a ABC algo que tuvo repercusión en su país: «Llegué con un mandato de paz. El peligro [para las FARC] es que mi sucesor llegue con un mandato de guerra» (ABC 16-11-2000). Todo apuntaba en esa dirección y el periodista interrumpió a los tres políticos preguntando si después de todas las humillaciones a las que las FARC habían sometido al Ejército colombiano había posibilidades reales de plantear batalla de nuevo. La respuesta -casi unánime- fue: lo más importante de este proceso de paz es cómo hemos reforzado y pertrechado al Ejército colombiano. El pasado miércoles, en el Guaviare, se dio la prueba incontestable de que las FARC podrán seguir matando, pero ya no son un opositor invencible. Que las selvas podrán seguir valiendo como escondite y dificultando enormemente la confrontación directa, pero que la inteligencia militar colombiana ha logrado penetrar su secretariado hasta el punto de infligir la más humillante derrota que imaginar se pudiese. El presidente Uribe ha logrado pasar una página dolorosa con toda la gloria.
Los acontecimientos de las últimas horas en Colombia no sólo son un éxito sin parangón para el presidente Uribe y la legitimidad republicana; son en igual o mayor medida una descalificación de ciertas políticas llevadas adelante en la propia Colombia, Venezuela o Francia. Actores como la senadora colombiana Piedad Córdoba, constantemente disfrazada con los atuendos que ella atribuye a los indígenas, y voz incansable en la defensa de la negociación con los terroristas para hacer concesiones a cambio de la libertad de los secuestrados. O como su conmilitón el presidente Hugo Chávez de Venezuela, necesitado de rellenar su currículo con actos de paz (¿hay paz cuando se cede ante un terrorista?). O como el presidente Nicolas Sarkozy, siempre ansioso de ocupar los medios de comunicación. Todos ellos fueron desautorizados el miércoles por el Ejército de Colombia en una operación de sus servicios de inteligencia de tal perfección que, como dijo una emocionada Íngrid Bentacourt en las pistas de la base aérea de Catam en Bogotá, «evoca las mejores operaciones del Mosad israelí».
Íngrid Betancourt fue secuestrada en febrero de 2002. Era una candidata presidencial sin ninguna posibilidad. Los sondeos le daban menos de un uno por ciento de intención de voto. Su audacia proverbial le llevó a penetrar en la recién suspendida zona de despeje que el Gobierno de Pastrana había concedido a las FARC desde enero de 1999 con voluntad de adelantar un diálogo. Oficiales del Ejército que la liberó hace dos días intentaron convencerla de que no podía avanzar por una carretera en manos de la guerrilla. A nadie escuchó. Aquel viaje se ha prolongado por seis años y cinco meses. Desde su cautiverio hizo repetidos llamamientos para que el Gobierno de Uribe rebajara su firmeza y buscase salidas negociadas con los terroristas. En una buena muestra de su instinto político, con las televisiones de medio mundo enfocando, Betancourt se cuidó mucho de hacer el más mínimo reproche a la política de Uribe el miércoles. Los legítimos llamamientos de su familia en defensa de una Betancourt dizque moribunda contrastaron felizmente con un rostro alegre, una mirada limpia y una imagen físicamente saludable que habrá de afrontar ahora una convulsión psiquiátrica latente para librar su alma de daños casi imborrables.
Uno de los mayores retos que afronta todo secuestrado es rehacer su vida familiar. Recuperar la vida conyugal es tan difícil para el secuestrado como para su cónyuge. El actual vicepresidente colombiano, Francisco Santos -víctima también de secuestro- y su mujer María Victoria, han dado amplio testimonio de ese drama. Y el actual canciller colombiano, Fernando Araujo Perdomo, que también estuvo secuestrado por las FARC seis años hasta que logró escapar, se encontró al llegar a casa que su mujer se había ido con otro entre tanto. Y yo he oído a Araujo mostrar comprensión hacia lo que hizo su mujer.
Propaganda; todo en las FARC es un acto de propaganda. Y los últimos golpes han sido todos un fracaso. El 5 de enero de 2007, el ya mentado Fernando Araujo, ex ministro de Desarrollo del Gobierno de Pastrana, escapaba de la guerrilla tras seis años cautivo. Dos meses después el presidente Uribe lo hacía su canciller en un golpe de imagen de gran éxito. El pasado 1 de marzo se conocía la muerte del número dos de las FARC, Raúl Reyes, que estaba cómodamente instalado en territorio ecuatoriano. De su campamento el Ejército colombiano se llevó su ordenador personal del que no dejan de salir informaciones tan valiosas que Hugo Chávez se ha apresurado a pedir a las FARC, tras años jaleándolas, que abandonen las armas. Cuando uno ve venir un tren, es prudente intentar abandonar la vía del ferrocarril. Y, al fin, el 12 de mayo moría Tirofijo, el jefe de los terroristas de las FARC. Todavía no sabemos con certeza en qué circunstancias. Sus hombres dicen que entre los cálidos brazos de su amante. Las autoridades colombianas sospechan que durante un bombardeo. Nunca lo sabremos. Todos los frentes de las FARC cuentan con pelotones dedicados a hacer desaparecer -incinerándolos, lanzándolos a los cocodrilos… como sea- todos los cadáveres de sus camaradas. Un guerrillero muerto es causa de desmoralización entre sus compañeros de armas.
El presidente Uribe disfruta, con todo merecimiento, de su hora de mayor gloria. La víspera de la liberación de Betancourt, once soldados y policías y tres mercenarios norteamericanos -devueltos a su país sin posar ante las cámaras- recibía la visita del senador McCain en Cartagena de Indias. El candidato republicano sabe quién es un aliado fiable. El peligro es que el éxito termine de desbordar a Uribe. Ya una vez ha modificado la Constitución colombiana de 1991 en beneficio propio para poder ser reelegido. Su popularidad, antes de esta operación, le daba un respaldo superior al ochenta por ciento. Las voces que proponen una nueva reforma de la Constitución para que se «candidate» una tercera vez pronto serán clamor. Un periodista de Radio Cadena Nacional de Colombia decía el miércoles por la noche en Punto Radio que su país vivía este momento con una euforia sólo comparable a la victoria de España en la Eurocopa. Aconsejen al presidente mantener el símil. Aprenda de Luis Aragonés y retírese en el momento de máxima gloria o corra el riesgo de convertirse en el alter ego de Hugo Chávez -encorbatado.
Las imágenes del miércoles en la base aérea de Catam en Bogotá eran sorprendentes para un español que tiene en la memoria algunos de nuestros secuestrados liberados por las Fuerzas de Seguridad. El Himno Nacional sonando sin pausa: «¡Oh gloria inmarcesible! / ¡Oh júbilo inmortal! / ¡En surcos de dolores / el bien germina ya!». El ministro de Defensa, Juan Manuel Santos y sus generales haciendo arenga patriótica. Los soldados y policías reivindicando su condición tras una década de cautiverio en el caso de varios de ellos. Un sacerdote -de alba y estola- junto a los liberados e Íngrid Betancourt y su madre postrándose de rodillas en la pista y dando gracias a Dios. Qué orgullo ser colombiano…
Era un sábado de diciembre de 2001. El templado sol del atardecer abrazaba a cuatro hombres sentados con los pies en el agua en Isla Tesoro, el refugio de los presidentes colombianos en las Islas del Rosario. Andrés Pastrana dialogaba con su mano derecha, Camilo Gómez, a la sazón el Alto Comisionado de Paz y el hombre que más horas se ha pasado intentando negociar con Tirofijo y sus lugartenientes, y con el senador Juan Gabriel Uribe, un conservador leal entre los leales del presidente Pastrana. Testigo inmerecido, el abajo firmante. El proceso de paz estaba ya en un callejón sin salida y los tres personajes con voz autorizada discutían alternativas y -con mucho escepticismo- formas de hacer ver a las FARC que estaban perdiendo su última oportunidad. Era inútil. Trece meses antes, en esa misma isla, Pastrana había declarado a ABC algo que tuvo repercusión en su país: «Llegué con un mandato de paz. El peligro [para las FARC] es que mi sucesor llegue con un mandato de guerra» (ABC 16-11-2000). Todo apuntaba en esa dirección y el periodista interrumpió a los tres políticos preguntando si después de todas las humillaciones a las que las FARC habían sometido al Ejército colombiano había posibilidades reales de plantear batalla de nuevo. La respuesta -casi unánime- fue: lo más importante de este proceso de paz es cómo hemos reforzado y pertrechado al Ejército colombiano. El pasado miércoles, en el Guaviare, se dio la prueba incontestable de que las FARC podrán seguir matando, pero ya no son un opositor invencible. Que las selvas podrán seguir valiendo como escondite y dificultando enormemente la confrontación directa, pero que la inteligencia militar colombiana ha logrado penetrar su secretariado hasta el punto de infligir la más humillante derrota que imaginar se pudiese. El presidente Uribe ha logrado pasar una página dolorosa con toda la gloria.
Los acontecimientos de las últimas horas en Colombia no sólo son un éxito sin parangón para el presidente Uribe y la legitimidad republicana; son en igual o mayor medida una descalificación de ciertas políticas llevadas adelante en la propia Colombia, Venezuela o Francia. Actores como la senadora colombiana Piedad Córdoba, constantemente disfrazada con los atuendos que ella atribuye a los indígenas, y voz incansable en la defensa de la negociación con los terroristas para hacer concesiones a cambio de la libertad de los secuestrados. O como su conmilitón el presidente Hugo Chávez de Venezuela, necesitado de rellenar su currículo con actos de paz (¿hay paz cuando se cede ante un terrorista?). O como el presidente Nicolas Sarkozy, siempre ansioso de ocupar los medios de comunicación. Todos ellos fueron desautorizados el miércoles por el Ejército de Colombia en una operación de sus servicios de inteligencia de tal perfección que, como dijo una emocionada Íngrid Bentacourt en las pistas de la base aérea de Catam en Bogotá, «evoca las mejores operaciones del Mosad israelí».
Íngrid Betancourt fue secuestrada en febrero de 2002. Era una candidata presidencial sin ninguna posibilidad. Los sondeos le daban menos de un uno por ciento de intención de voto. Su audacia proverbial le llevó a penetrar en la recién suspendida zona de despeje que el Gobierno de Pastrana había concedido a las FARC desde enero de 1999 con voluntad de adelantar un diálogo. Oficiales del Ejército que la liberó hace dos días intentaron convencerla de que no podía avanzar por una carretera en manos de la guerrilla. A nadie escuchó. Aquel viaje se ha prolongado por seis años y cinco meses. Desde su cautiverio hizo repetidos llamamientos para que el Gobierno de Uribe rebajara su firmeza y buscase salidas negociadas con los terroristas. En una buena muestra de su instinto político, con las televisiones de medio mundo enfocando, Betancourt se cuidó mucho de hacer el más mínimo reproche a la política de Uribe el miércoles. Los legítimos llamamientos de su familia en defensa de una Betancourt dizque moribunda contrastaron felizmente con un rostro alegre, una mirada limpia y una imagen físicamente saludable que habrá de afrontar ahora una convulsión psiquiátrica latente para librar su alma de daños casi imborrables.
Uno de los mayores retos que afronta todo secuestrado es rehacer su vida familiar. Recuperar la vida conyugal es tan difícil para el secuestrado como para su cónyuge. El actual vicepresidente colombiano, Francisco Santos -víctima también de secuestro- y su mujer María Victoria, han dado amplio testimonio de ese drama. Y el actual canciller colombiano, Fernando Araujo Perdomo, que también estuvo secuestrado por las FARC seis años hasta que logró escapar, se encontró al llegar a casa que su mujer se había ido con otro entre tanto. Y yo he oído a Araujo mostrar comprensión hacia lo que hizo su mujer.
Propaganda; todo en las FARC es un acto de propaganda. Y los últimos golpes han sido todos un fracaso. El 5 de enero de 2007, el ya mentado Fernando Araujo, ex ministro de Desarrollo del Gobierno de Pastrana, escapaba de la guerrilla tras seis años cautivo. Dos meses después el presidente Uribe lo hacía su canciller en un golpe de imagen de gran éxito. El pasado 1 de marzo se conocía la muerte del número dos de las FARC, Raúl Reyes, que estaba cómodamente instalado en territorio ecuatoriano. De su campamento el Ejército colombiano se llevó su ordenador personal del que no dejan de salir informaciones tan valiosas que Hugo Chávez se ha apresurado a pedir a las FARC, tras años jaleándolas, que abandonen las armas. Cuando uno ve venir un tren, es prudente intentar abandonar la vía del ferrocarril. Y, al fin, el 12 de mayo moría Tirofijo, el jefe de los terroristas de las FARC. Todavía no sabemos con certeza en qué circunstancias. Sus hombres dicen que entre los cálidos brazos de su amante. Las autoridades colombianas sospechan que durante un bombardeo. Nunca lo sabremos. Todos los frentes de las FARC cuentan con pelotones dedicados a hacer desaparecer -incinerándolos, lanzándolos a los cocodrilos… como sea- todos los cadáveres de sus camaradas. Un guerrillero muerto es causa de desmoralización entre sus compañeros de armas.
El presidente Uribe disfruta, con todo merecimiento, de su hora de mayor gloria. La víspera de la liberación de Betancourt, once soldados y policías y tres mercenarios norteamericanos -devueltos a su país sin posar ante las cámaras- recibía la visita del senador McCain en Cartagena de Indias. El candidato republicano sabe quién es un aliado fiable. El peligro es que el éxito termine de desbordar a Uribe. Ya una vez ha modificado la Constitución colombiana de 1991 en beneficio propio para poder ser reelegido. Su popularidad, antes de esta operación, le daba un respaldo superior al ochenta por ciento. Las voces que proponen una nueva reforma de la Constitución para que se «candidate» una tercera vez pronto serán clamor. Un periodista de Radio Cadena Nacional de Colombia decía el miércoles por la noche en Punto Radio que su país vivía este momento con una euforia sólo comparable a la victoria de España en la Eurocopa. Aconsejen al presidente mantener el símil. Aprenda de Luis Aragonés y retírese en el momento de máxima gloria o corra el riesgo de convertirse en el alter ego de Hugo Chávez -encorbatado.
Las imágenes del miércoles en la base aérea de Catam en Bogotá eran sorprendentes para un español que tiene en la memoria algunos de nuestros secuestrados liberados por las Fuerzas de Seguridad. El Himno Nacional sonando sin pausa: «¡Oh gloria inmarcesible! / ¡Oh júbilo inmortal! / ¡En surcos de dolores / el bien germina ya!». El ministro de Defensa, Juan Manuel Santos y sus generales haciendo arenga patriótica. Los soldados y policías reivindicando su condición tras una década de cautiverio en el caso de varios de ellos. Un sacerdote -de alba y estola- junto a los liberados e Íngrid Betancourt y su madre postrándose de rodillas en la pista y dando gracias a Dios. Qué orgullo ser colombiano…
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