Por Valentí Puig (ABC, 05/07/08):
EL declive de la idea de Occidente ha deparado más de una sorpresa, como aquel enfermo diagnosticado de gravedad por los mejores médicos llamados a consulta y que, de repente, salta de la cama, se pone los pantalones y va al salón de baile. Europa tiene una larga experiencia en declives, barbaries y recuperaciones, con lo que aventaja en escepticismo a los Estados Unidos pero seguramente por las mismas razones no tiene tanta perspectiva de ilusión. Hay algo en el «sueño americano» que renace con más vitalidad histórica después de los traumas, como ocurrió con Reagan después del síndrome de Vietnam y ahora de forma totalmente distinta con la aparición del candidato Obama. No deja ser el mismo sueño que se enfrentó al atentado del 11-S como un reencuentro de la nación americana consigo misma. Tras cada repliegue norteamericano viene un despliegue de confianza y fortaleza, mientras que en los últimos tiempos cada accidente europeo incrementa la inmovilidad y revela flaquezas ocultas, como ahora mismo el envejecimiento de la población o los efectos del multiculturalismo que -con el Euro-Islam emergente- ponen a la Unión Europea en la frágil situación del enfermo de hemofilia. Dicho de otro modo: existen guettos de inmigración musulmana de modo auto-regulatorio al margen de la idea de ley y orden propias de la mejor Europa y fácilmente pudieran llegar a influir desproporcionadamente en los flujos electorales.
No es poca diferencia que Norteamérica sea una nación y que la Unión Europea pretenda en sus instantes menos realistas efectuar un experimento de supranacionalidad, sin un «demos» tangible y seguramente inalcanzable porque la democracia -como la soberanía- es cosa de Estados-nación. En la comparación entre dos vitalidades, los Estados Unidos están en proceso de renovación política y la Unión Europea pasa por otro ciclo de fatiga, aunque mantenga sus repuestos de gigante económico incluso con los temores inflacionarios en la eurozona, del mismo modo que de la comparación demográfica resultan unos Estados Unidos con niños y una Europa con viejos. El efecto de las mejores políticas natalistas, ni por supuesto la inmigración, no garantiza un futuro de equilibrio demográfico.
Norteamérica piensa su lugar en el mundo y la Unión Europea aplica la perífrasis a la propensión de no ser un actor global. Andamos en busca del sentido del fragmento y no del todo. En un encuentro en Madrid, el profesor Kim Holmes, vicepresidente de la «Heritage Foundation», ha desarrollado los argumentos sobre la relación trasatlántica ya explicitados de forma clara y consistente en su libro «La mejor esperanza para la libertad». A partir de una concepción reaganiana del liderato norteamericano, lo previsible es que las cosas dejen de ser como aparentaban ser, puesto que muchos europeos creen que, o bien los Estados Unidos ya no son lo poderosos que eran, o bien que su liderato no es necesario porque para eso ya existe la Unión Europea. Luego resulta que, en términos militares y de seguridad, Europa opta por la pasividad, confiada en que su «softpower» puede incluso evitar la amenaza nuclear de Irán. La multipolaridad abogada por la Unión Europea parte del supuesto de que no hay diferencia alguna entre los Estados Unidos, China o Rusia. La realidad es otra. Según las tesis de Kim Holmes, se irá consumando un desencuentro paulatino -una deriva continental- que en fase ya vigente debilita a la Alianza Atlántica. En este proceso de distancias, no habrá desenganches drásticos, pero los Estados Unidos pueden emprender por su cuenta una reformulación del sistema internacional con el objetivo de dar prioridad a una suerte de liga de las democracias o Alianza Global para la Libertad, con nuevos socios asiáticos o africanos. Es decir: saltarse la política de defensa y seguridad europea -algo por hoy existente sólo sobre el papel- y globalizar la OTAN más allá de los escenarios europeos, si eso es posible.
Los teóricos de la posmodernidad, tan transitorios, erraron de lleno al diagnosticar el fin de las grandes narraciones o de los meta-relatos. Europa ha tenido no pocos visos de gran relato al alzarse de entre los escombros del cataclismo bélico, aún humeante el bunker de Hitler, y ponerse en busca de la concordia y la libertad. En ese gran relato, los Estados Unidos tuvieron un papel fundamental, como lo habían tenido ya en la Gran Guerra y lo iban a tener en la guerra fría. A los sesenta años del puente aéreo sobre Berlín, la épica ha sido sustituida por el choque del «no» irlandés con la prosa tecnocrática del Tratado de Lisboa, trasunto de la Europa del colesterol y del Euro-Islam, de un «softpower» intrascendente y de una paz interna olvidadiza de las erupciones balcánicas. Tiene algo de jardín neoclásico rodeado de junglas jurásicas controladas por algún ayatolá, el terror o premoniciones de Armagedón. Sí, tenemos que cultivar nuestro jardín, como decía Cándido, pero sin olvidar las pesadillas que agitan la mole soñolienta de Leviatán. Al fin y al cabo, en Europa se inventaron los totalitarismos.
Hoy capital de la Alemania reunificada, Berlín era en el verano de 1948 una ruina distribuida entre los poderes de ocupación. Stalin decidió bloquear el suministro de Berlín. Frente a opciones como el abandono y el enfrentamiento, los Estados Unidos acordaron organizar un corredor aéreo que alimentó a los berlineses durante once meses. La Unión Soviética finalmente levantó el bloqueo. Europa se había librado de otra guerra y el espíritu de la libertad cundía en el viejo Berlín. Con precedentes de esta magnitud, es una inquietante paradoja de nuestro tiempo que el meta-relato compartido tantas veces entre Europa y los Estados Unidos sea un espejo roto precisamente cuando ambas sociedades han protagonizado y compartido éxitos de prosperidad, de logro institucional y de calidad civil.
Tal vez fue un planteamiento impropio querer trasladar a la institucionalización europea la conformación geométrica que dio tanta gloria a la gran jardinería francesa. No en vano, es por un abuso de la geometrización en los jardines de la Francia del «Grand Si_cle» que luego triunfa en Europa una jardinería más fluida, la jardinería de los parques por inspiración británica. Sirve como analogía para el momento incierto de la Unión Europea: lo más indicado sería archivar discretamente el Tratado de Lisboa y combatir el desánimo de identidad con el pragmatismo de la realidad. Retornemos a la Europa de las catedrales y de la Ilustración.
EL declive de la idea de Occidente ha deparado más de una sorpresa, como aquel enfermo diagnosticado de gravedad por los mejores médicos llamados a consulta y que, de repente, salta de la cama, se pone los pantalones y va al salón de baile. Europa tiene una larga experiencia en declives, barbaries y recuperaciones, con lo que aventaja en escepticismo a los Estados Unidos pero seguramente por las mismas razones no tiene tanta perspectiva de ilusión. Hay algo en el «sueño americano» que renace con más vitalidad histórica después de los traumas, como ocurrió con Reagan después del síndrome de Vietnam y ahora de forma totalmente distinta con la aparición del candidato Obama. No deja ser el mismo sueño que se enfrentó al atentado del 11-S como un reencuentro de la nación americana consigo misma. Tras cada repliegue norteamericano viene un despliegue de confianza y fortaleza, mientras que en los últimos tiempos cada accidente europeo incrementa la inmovilidad y revela flaquezas ocultas, como ahora mismo el envejecimiento de la población o los efectos del multiculturalismo que -con el Euro-Islam emergente- ponen a la Unión Europea en la frágil situación del enfermo de hemofilia. Dicho de otro modo: existen guettos de inmigración musulmana de modo auto-regulatorio al margen de la idea de ley y orden propias de la mejor Europa y fácilmente pudieran llegar a influir desproporcionadamente en los flujos electorales.
No es poca diferencia que Norteamérica sea una nación y que la Unión Europea pretenda en sus instantes menos realistas efectuar un experimento de supranacionalidad, sin un «demos» tangible y seguramente inalcanzable porque la democracia -como la soberanía- es cosa de Estados-nación. En la comparación entre dos vitalidades, los Estados Unidos están en proceso de renovación política y la Unión Europea pasa por otro ciclo de fatiga, aunque mantenga sus repuestos de gigante económico incluso con los temores inflacionarios en la eurozona, del mismo modo que de la comparación demográfica resultan unos Estados Unidos con niños y una Europa con viejos. El efecto de las mejores políticas natalistas, ni por supuesto la inmigración, no garantiza un futuro de equilibrio demográfico.
Norteamérica piensa su lugar en el mundo y la Unión Europea aplica la perífrasis a la propensión de no ser un actor global. Andamos en busca del sentido del fragmento y no del todo. En un encuentro en Madrid, el profesor Kim Holmes, vicepresidente de la «Heritage Foundation», ha desarrollado los argumentos sobre la relación trasatlántica ya explicitados de forma clara y consistente en su libro «La mejor esperanza para la libertad». A partir de una concepción reaganiana del liderato norteamericano, lo previsible es que las cosas dejen de ser como aparentaban ser, puesto que muchos europeos creen que, o bien los Estados Unidos ya no son lo poderosos que eran, o bien que su liderato no es necesario porque para eso ya existe la Unión Europea. Luego resulta que, en términos militares y de seguridad, Europa opta por la pasividad, confiada en que su «softpower» puede incluso evitar la amenaza nuclear de Irán. La multipolaridad abogada por la Unión Europea parte del supuesto de que no hay diferencia alguna entre los Estados Unidos, China o Rusia. La realidad es otra. Según las tesis de Kim Holmes, se irá consumando un desencuentro paulatino -una deriva continental- que en fase ya vigente debilita a la Alianza Atlántica. En este proceso de distancias, no habrá desenganches drásticos, pero los Estados Unidos pueden emprender por su cuenta una reformulación del sistema internacional con el objetivo de dar prioridad a una suerte de liga de las democracias o Alianza Global para la Libertad, con nuevos socios asiáticos o africanos. Es decir: saltarse la política de defensa y seguridad europea -algo por hoy existente sólo sobre el papel- y globalizar la OTAN más allá de los escenarios europeos, si eso es posible.
Los teóricos de la posmodernidad, tan transitorios, erraron de lleno al diagnosticar el fin de las grandes narraciones o de los meta-relatos. Europa ha tenido no pocos visos de gran relato al alzarse de entre los escombros del cataclismo bélico, aún humeante el bunker de Hitler, y ponerse en busca de la concordia y la libertad. En ese gran relato, los Estados Unidos tuvieron un papel fundamental, como lo habían tenido ya en la Gran Guerra y lo iban a tener en la guerra fría. A los sesenta años del puente aéreo sobre Berlín, la épica ha sido sustituida por el choque del «no» irlandés con la prosa tecnocrática del Tratado de Lisboa, trasunto de la Europa del colesterol y del Euro-Islam, de un «softpower» intrascendente y de una paz interna olvidadiza de las erupciones balcánicas. Tiene algo de jardín neoclásico rodeado de junglas jurásicas controladas por algún ayatolá, el terror o premoniciones de Armagedón. Sí, tenemos que cultivar nuestro jardín, como decía Cándido, pero sin olvidar las pesadillas que agitan la mole soñolienta de Leviatán. Al fin y al cabo, en Europa se inventaron los totalitarismos.
Hoy capital de la Alemania reunificada, Berlín era en el verano de 1948 una ruina distribuida entre los poderes de ocupación. Stalin decidió bloquear el suministro de Berlín. Frente a opciones como el abandono y el enfrentamiento, los Estados Unidos acordaron organizar un corredor aéreo que alimentó a los berlineses durante once meses. La Unión Soviética finalmente levantó el bloqueo. Europa se había librado de otra guerra y el espíritu de la libertad cundía en el viejo Berlín. Con precedentes de esta magnitud, es una inquietante paradoja de nuestro tiempo que el meta-relato compartido tantas veces entre Europa y los Estados Unidos sea un espejo roto precisamente cuando ambas sociedades han protagonizado y compartido éxitos de prosperidad, de logro institucional y de calidad civil.
Tal vez fue un planteamiento impropio querer trasladar a la institucionalización europea la conformación geométrica que dio tanta gloria a la gran jardinería francesa. No en vano, es por un abuso de la geometrización en los jardines de la Francia del «Grand Si_cle» que luego triunfa en Europa una jardinería más fluida, la jardinería de los parques por inspiración británica. Sirve como analogía para el momento incierto de la Unión Europea: lo más indicado sería archivar discretamente el Tratado de Lisboa y combatir el desánimo de identidad con el pragmatismo de la realidad. Retornemos a la Europa de las catedrales y de la Ilustración.
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