Por Ulrich Beck, sociólogo y profesor de la Universidad de Múnich y la London School of Economics. Traducción de Martí Sampons (EL PAÍS, 16/07/08):
Empieza una sátira divertida y terrible a la vez. Su argumento reza: las catástrofes climáticas y las crisis petroleras hacen desaparecer los peligros de la energía nuclear. El presidente de Estados Unidos, George W. Bush, anuncia que va a construir nuevas centrales nucleares a fin de salvar el medio ambiente. También los Gobiernos de Italia, Francia y Reino Unido quieren reactivar la energía nuclear, rebautizada como “energía ecológica”.
Ante este cambio político-lingüístico es necesario recordar que, hace unos años, el Congreso de Estados Unidos encargó a una comisión científica que desarrollara un lenguaje o una simbología con la que se informaría dentro de 10.000 años acerca de la peligrosidad de los vertidos nucleares norteamericanos. El problema era el siguiente: ¿qué conceptos y símbolos hay que crear para transmitir un mensaje a los humanos que vivan dentro de miles de años? La comisión la formaban físicos, antropólogos, lingüistas, neurólogos, psicólogos, biólogos moleculares, expertos en historia antigua, artistas, etc. Primero tenía que resolverse la cuestión de si dentro de 10.000 años todavía existiría Estados Unidos La comisión halló la respuesta sin dificultad: ¡Estados Unidos es eterno! Pero luego se vio que el problema clave, entablar un diálogo con el futuro, no tenía solución. Los expertos buscaron modelos en los símbolos más antiguos de la humanidad, estudiaron la construcción de Stonehenge (150 a. C.) y las pirámides, investigaron la historia de las obras de Homero y de la Biblia… Pero nada de esto se remontaba a miles de años. Los antropólogos recomendaron entonces el símbolo de la calavera, pero un historiador recordó que para los alquimistas, las calaveras significaban la resurrección, y un psicólogo llevó a cabo experimentos con niños de tres años. Si la calavera aparecía en una botella, éstos decían espantados “veneno”, y si estaba pegada en la pared, exclamaban “¡piratas!”.
Así, la meticulosidad científica de la comisión reveló que el propio lenguaje renuncia a la tarea de informar a las generaciones futuras sobre los peligros que hemos provocado en el mundo con el uso de la energía nuclear.
En mi teoría de la sociedad del riesgo mundial distingo entre antiguos y nuevos riesgos. Los nuevos tipos de riesgos, que anticipan catástrofes globales, sacuden los fundamentos de las sociedades modernas. Presentan, por ejemplo, la característica de lo que no puede ser indemnizado. Cuando el clima ha cambiado, cuando se ha averiado una central nuclear (perdón, una central ecológica) o cuando la genética ha intervenido de forma irreversible en la existencia humana, ya es demasiado tarde. Frente a este salto cualitativo de las amenazas a la humanidad, la lógica de la indemnización pierde su validez y es sustituida por el principio de la precaución mediante la prevención.
Los actores que deben garantizar la seguridad y la racionalidad (Estado, ciencia, industria) interpretan ahora un papel muy ambivalente. Ya no son tutores, sino sospechosos; ya no son gestores del riesgo, sino responsables del mismo. Exigen a la población que suba a un avión para el que todavía no existe pista de aterrizaje.
La preocupación por la existencia, que ha renacido en todo el mundo gracias a los riesgos globales, fomenta en el debate político una competencia destructiva entre los grandes riesgos. Los incalculables peligros derivados del cambio climático deben ser “combatidos” con los incalculables peligros asociados a las centrales nucleares. En muchas de las decisiones no se trata de elegir entre alternativas seguras o arriesgadas, sino entre varias alternativas arriesgadas y, con frecuencia, entre alternativas cuyos riesgos afectan a distintas dimensiones cualitativas y apenas se pueden comparar.
Hay que destacar que las líneas de conflicto de la sociedad de riesgo mundial son culturales. En la medida en que los riesgos globales escapan a los métodos habituales de cálculo científico, la percepción cultural, adquiere un papel fundamental. En relación con la energía nuclear, estamos ante un choque entre culturas de riesgo. La experiencia de Chernóbil se valoró de distinta manera en Alemania, Francia, Reino Unido, España e Italia. Para muchos europeos, los peligros del cambio climático tienen por ahora mucha más importancia que los peligros de la energía nuclear o del terrorismo. Mientras que desde el punto de vista de muchos americanos, los europeos padecen de histeria medioambiental y de histeria por los alimentos-Frankenstein, a ojos de los europeos, los americanos padecen de histeria del terrorismo.
Hasta hace poco, hubiera sido un suicidio político en Alemania apostar por la recuperación de la energía nuclear. Pero desde que se considera el cambio climático como resultado de la acción del ser humano se barajan de nuevo las cartas de la sociedad y la política. Y, así, la canciller Angela Merkel coloca a Los Verdes ante una disyuntiva, al disputarles el monopolio del certificado de calidad de la “política medioambiental”, e imponerles un debate de falsas alternativas entre energía nuclear y política medioambiental.
Aquí, de hecho, se mezclan varios elementos. A decir verdad, la subida de los precios de la gasolina beneficia al medio ambiente, pero amenaza con llevar a una recesión colectiva. La explosión de los costes de la energía hace disminuir el nivel de vida y genera riesgos de pobreza en el seno de la sociedad. Debido a ello, la prioridad por la seguridad de la energía nuclear se ve minada por la pregunta de durante cuánto tiempo podrá la mayoría de los usuarios mantener su nivel de vida ante la continua subida de los precios del gas, el petróleo y la electricidad. La canciller Angela Merkel utiliza este argumento como palanca. Quienes, como Los Verdes, rechazan el relanzamiento de la energía nuclear, pecan contra la política medioambiental preventiva.
Pero quien ignora los riesgos residuales de la energía nuclear no es capaz de comprender la dinámica política y cultural de la sociedad. Los críticos más persistentes, convincentes y efectivos de la energía nuclear no son Los Verdes, por importantes e imprescindibles que sean. El adversario más influyente de la industria nuclear es la propia industria nuclear.
Aunque los políticos lograsen que se produjera esta transformación semántica de energía nuclear a energía ecológica, y aunque los movimientos sociales acabaran fragmentándose, pasaría lo siguiente: todo esto sería cuestionado por el poder real del riesgo. Éste es constante, duradero, no interpretable y también presente allí donde los manifestantes ya están agotados. Las probabilidades de que se produzcan accidentes improbables crecen con la cifra de plantas de energía “ecológico”-nuclear.
El riesgo no significa catástrofe. El riesgo significa anticipación de la catástrofe. Tan sólo haría falta que se produjera un pequeño Chernóbil en Europa para que la opinión pública, en cualquier parte del mundo, sospechara de negligencia. Y para que los Gobiernos de la energía atómico-”ecológica” se sentaran en el banquillo de acusados, al haber practicado, contra su propia convicción, un juego frívolo con los intereses de la seguridad de la población.
Las personas no pueden ver ni oír, ni probar ni oler los peligros de la energía nuclear. ¿Qué pasará entonces dentro de la sociedad del riesgo global con el ciudadano responsable? Ahí va un experimento mental para ilustrarlo. ¿Qué ocurriría si la radiactividad produjera escozor? Los realistas, también llamados cínicos, contestarían: se inventaría cualquier cosa, por ejemplo un ungüento, para aliviar el escozor. He aquí un negocio provechoso. Seguro que rápidamente recibiríamos explicaciones que atribuirían el escozor a cualquier otra causa menos la radiactividad. Y, en cualquier caso, se nos diría que el escozor no es perjudicial; es incómodo, pero inofensivo. Podemos suponer que este tipo de explicaciones no tendrían demasiadas probabilidades de sobrevivir cuando la gente se pasease rascándose y con la piel irritada, y tanto en las sesiones de fotos de modelos como en las reuniones de ejecutivos los participantes se rascaran sin cesar. Entonces, la política y la sociedad se encontrarían ante una situación del todo nueva en su relación con los grandes peligros modernos. Y más tarde nos daríamos cuenta en términos culturales sobre qué estamos discutiendo y debatiendo.
Empieza una sátira divertida y terrible a la vez. Su argumento reza: las catástrofes climáticas y las crisis petroleras hacen desaparecer los peligros de la energía nuclear. El presidente de Estados Unidos, George W. Bush, anuncia que va a construir nuevas centrales nucleares a fin de salvar el medio ambiente. También los Gobiernos de Italia, Francia y Reino Unido quieren reactivar la energía nuclear, rebautizada como “energía ecológica”.
Ante este cambio político-lingüístico es necesario recordar que, hace unos años, el Congreso de Estados Unidos encargó a una comisión científica que desarrollara un lenguaje o una simbología con la que se informaría dentro de 10.000 años acerca de la peligrosidad de los vertidos nucleares norteamericanos. El problema era el siguiente: ¿qué conceptos y símbolos hay que crear para transmitir un mensaje a los humanos que vivan dentro de miles de años? La comisión la formaban físicos, antropólogos, lingüistas, neurólogos, psicólogos, biólogos moleculares, expertos en historia antigua, artistas, etc. Primero tenía que resolverse la cuestión de si dentro de 10.000 años todavía existiría Estados Unidos La comisión halló la respuesta sin dificultad: ¡Estados Unidos es eterno! Pero luego se vio que el problema clave, entablar un diálogo con el futuro, no tenía solución. Los expertos buscaron modelos en los símbolos más antiguos de la humanidad, estudiaron la construcción de Stonehenge (150 a. C.) y las pirámides, investigaron la historia de las obras de Homero y de la Biblia… Pero nada de esto se remontaba a miles de años. Los antropólogos recomendaron entonces el símbolo de la calavera, pero un historiador recordó que para los alquimistas, las calaveras significaban la resurrección, y un psicólogo llevó a cabo experimentos con niños de tres años. Si la calavera aparecía en una botella, éstos decían espantados “veneno”, y si estaba pegada en la pared, exclamaban “¡piratas!”.
Así, la meticulosidad científica de la comisión reveló que el propio lenguaje renuncia a la tarea de informar a las generaciones futuras sobre los peligros que hemos provocado en el mundo con el uso de la energía nuclear.
En mi teoría de la sociedad del riesgo mundial distingo entre antiguos y nuevos riesgos. Los nuevos tipos de riesgos, que anticipan catástrofes globales, sacuden los fundamentos de las sociedades modernas. Presentan, por ejemplo, la característica de lo que no puede ser indemnizado. Cuando el clima ha cambiado, cuando se ha averiado una central nuclear (perdón, una central ecológica) o cuando la genética ha intervenido de forma irreversible en la existencia humana, ya es demasiado tarde. Frente a este salto cualitativo de las amenazas a la humanidad, la lógica de la indemnización pierde su validez y es sustituida por el principio de la precaución mediante la prevención.
Los actores que deben garantizar la seguridad y la racionalidad (Estado, ciencia, industria) interpretan ahora un papel muy ambivalente. Ya no son tutores, sino sospechosos; ya no son gestores del riesgo, sino responsables del mismo. Exigen a la población que suba a un avión para el que todavía no existe pista de aterrizaje.
La preocupación por la existencia, que ha renacido en todo el mundo gracias a los riesgos globales, fomenta en el debate político una competencia destructiva entre los grandes riesgos. Los incalculables peligros derivados del cambio climático deben ser “combatidos” con los incalculables peligros asociados a las centrales nucleares. En muchas de las decisiones no se trata de elegir entre alternativas seguras o arriesgadas, sino entre varias alternativas arriesgadas y, con frecuencia, entre alternativas cuyos riesgos afectan a distintas dimensiones cualitativas y apenas se pueden comparar.
Hay que destacar que las líneas de conflicto de la sociedad de riesgo mundial son culturales. En la medida en que los riesgos globales escapan a los métodos habituales de cálculo científico, la percepción cultural, adquiere un papel fundamental. En relación con la energía nuclear, estamos ante un choque entre culturas de riesgo. La experiencia de Chernóbil se valoró de distinta manera en Alemania, Francia, Reino Unido, España e Italia. Para muchos europeos, los peligros del cambio climático tienen por ahora mucha más importancia que los peligros de la energía nuclear o del terrorismo. Mientras que desde el punto de vista de muchos americanos, los europeos padecen de histeria medioambiental y de histeria por los alimentos-Frankenstein, a ojos de los europeos, los americanos padecen de histeria del terrorismo.
Hasta hace poco, hubiera sido un suicidio político en Alemania apostar por la recuperación de la energía nuclear. Pero desde que se considera el cambio climático como resultado de la acción del ser humano se barajan de nuevo las cartas de la sociedad y la política. Y, así, la canciller Angela Merkel coloca a Los Verdes ante una disyuntiva, al disputarles el monopolio del certificado de calidad de la “política medioambiental”, e imponerles un debate de falsas alternativas entre energía nuclear y política medioambiental.
Aquí, de hecho, se mezclan varios elementos. A decir verdad, la subida de los precios de la gasolina beneficia al medio ambiente, pero amenaza con llevar a una recesión colectiva. La explosión de los costes de la energía hace disminuir el nivel de vida y genera riesgos de pobreza en el seno de la sociedad. Debido a ello, la prioridad por la seguridad de la energía nuclear se ve minada por la pregunta de durante cuánto tiempo podrá la mayoría de los usuarios mantener su nivel de vida ante la continua subida de los precios del gas, el petróleo y la electricidad. La canciller Angela Merkel utiliza este argumento como palanca. Quienes, como Los Verdes, rechazan el relanzamiento de la energía nuclear, pecan contra la política medioambiental preventiva.
Pero quien ignora los riesgos residuales de la energía nuclear no es capaz de comprender la dinámica política y cultural de la sociedad. Los críticos más persistentes, convincentes y efectivos de la energía nuclear no son Los Verdes, por importantes e imprescindibles que sean. El adversario más influyente de la industria nuclear es la propia industria nuclear.
Aunque los políticos lograsen que se produjera esta transformación semántica de energía nuclear a energía ecológica, y aunque los movimientos sociales acabaran fragmentándose, pasaría lo siguiente: todo esto sería cuestionado por el poder real del riesgo. Éste es constante, duradero, no interpretable y también presente allí donde los manifestantes ya están agotados. Las probabilidades de que se produzcan accidentes improbables crecen con la cifra de plantas de energía “ecológico”-nuclear.
El riesgo no significa catástrofe. El riesgo significa anticipación de la catástrofe. Tan sólo haría falta que se produjera un pequeño Chernóbil en Europa para que la opinión pública, en cualquier parte del mundo, sospechara de negligencia. Y para que los Gobiernos de la energía atómico-”ecológica” se sentaran en el banquillo de acusados, al haber practicado, contra su propia convicción, un juego frívolo con los intereses de la seguridad de la población.
Las personas no pueden ver ni oír, ni probar ni oler los peligros de la energía nuclear. ¿Qué pasará entonces dentro de la sociedad del riesgo global con el ciudadano responsable? Ahí va un experimento mental para ilustrarlo. ¿Qué ocurriría si la radiactividad produjera escozor? Los realistas, también llamados cínicos, contestarían: se inventaría cualquier cosa, por ejemplo un ungüento, para aliviar el escozor. He aquí un negocio provechoso. Seguro que rápidamente recibiríamos explicaciones que atribuirían el escozor a cualquier otra causa menos la radiactividad. Y, en cualquier caso, se nos diría que el escozor no es perjudicial; es incómodo, pero inofensivo. Podemos suponer que este tipo de explicaciones no tendrían demasiadas probabilidades de sobrevivir cuando la gente se pasease rascándose y con la piel irritada, y tanto en las sesiones de fotos de modelos como en las reuniones de ejecutivos los participantes se rascaran sin cesar. Entonces, la política y la sociedad se encontrarían ante una situación del todo nueva en su relación con los grandes peligros modernos. Y más tarde nos daríamos cuenta en términos culturales sobre qué estamos discutiendo y debatiendo.
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