Por Pedro Oliver Olmo, profesor de Historia Contemporánea en la UCLM (EL CORREO DIGITAL, 10/07/08):
Primero conocemos las noticias de los crímenes y nos conmovemos por la inocencia de las víctimas. Después llegan las imágenes de los criminales y vemos que son hombres, incluso con rasgos similares a otros hombres que conocemos. Al ver las caras de Santiago del Valle, el presunto asesino de la niña Mari Luz, y del austriaco Josef Fritzl, el ‘monstruo de Amstetten’, recordé lo que había escrito Michael Foucault en ‘La Vida de los Hombres Infames’: «He querido que estos personajes sean oscuros; que nada los haya predispuesto para algún brillo; que no estén dotados de ninguna de esas grandezas que se establecen y se reconocen: las del nacimiento, de la fortuna, de la santidad, del heroísmo o del genio; que pertenezcan a esas miles de existencias que están destinadas a pasar sin dejar huella; que haya en sus desgracias, en sus pasiones, en sus amores, en sus odios algo de gris y de ordinario para la mirada de lo que se estima digno de ser contado». Son hombres pero ya no podemos verlos sino como seres malignos y sombríos. ¿Quien no ha sentido odio y repugnancia al ponerle rostro a la infamia?
En medio de la indignación la gente sabe que ha llegado el momento de la justicia. Pero la cosa no para ahí. A golpes de odio y de miedo se abren grandes debates. La cuestión del castigo arrecia cuando suceden crímenes atroces. Entonces se escucha decir al que defiende la pena capital que sólo la quiere para esos canallas tan odiosos, lo mismo que ahora dicen quienes piden la reinstauración de la cadena perpetua en España. Son legión los que opinan cuando los medios dibujan el perfil más abyecto de los criminales, por ejemplo, el de esos hombres adultos que, además de abusar sexualmente de menores, los secuestran y los matan, lo que ha generado una atmósfera de hipercriminalización de la pederastia. La paranoia está servida desde que se percibe como un riesgo de violación y asesinato de menores lo que antes se consideraba un trastorno sexual repulsivo y punible que no tenía que provocar mecánicamente conductas homicidas. Así se ha producido la demanda social de su máxima penalización, a base de debates calientes.
Nos conviene pensar. Si el castigo siempre afronta el riesgo de ser desmedido, decidir sobre él cuando los ánimos están encendidos es el mejor camino para la injusticia, porque los sentimientos están dominados por una pulsión de venganza que, después de tantos siglos de normas y códigos de justicia, nunca nos ha abandonado del todo. En esa tesitura, si el gentío pudiera juzgar a quien señala como culpable, la pena impuesta sería durísima; y si en esos mismos momentos los más atrevidos pudieran castigar al acusado, tal vez le quitarían la vida. Aunque soy optimista me temo que esta eventualidad, la de la algarada justiciera, siempre podrá encontrar condiciones históricas para su desarrollo, o más bien para su estallido, porque por más que creamos que nuestro orden social es cada vez más civilizado, a la hora de garantizar (civilizadamente) los derechos que asisten a las personas acusadas de cometer delitos, la venganza siempre quiere hablar, más aún cuando el daño es tan grande y el dolor tan insoportable. Lógicamente también es posible domeñar la pulsión de venganza, pero sabemos que seguirá dentro, visceral, más o menos activada según las personas y las situaciones. La venganza está un poco por debajo de la piel de la civilización, una piel a veces fina y nada difícil de romper, como ha ocurrido en tantos sitios, recientemente en Nicaragua con algunos linchamientos de delincuentes, en Sudáfrica, con los últimos episodios de persecución social de inmigrantes provenientes de países vecinos, y hasta en la muy civilizada Italia, con el acoso violento a los campamentos de gitanos rumanos.
En España, para contrarrestar las exigencias de mano dura, se suele decir que la Constitución proclama que el fin de la pena es la reinserción social del delincuente. Eso es verdad. Pero no es verdad que se acepte como un valor central y de consenso. No lo es en la práctica, porque las prisiones, preocupadas por su propia seguridad, lejos de ayudar a reinsertar al preso, lo mortifican para que se adapte a la vida carcelaria sin importarle que vaya cortando sus vínculos sociales y familiares. Y tampoco hay consenso teórico, porque, además de que un miembro del ala conservadora del Consejo General del Poder Judicial ha animado a pedir la implantación de la cadena perpetua, los partidos de derecha y algunas personalidades de la izquierda bienpensante no dejan de emitir discursos favorables al endurecimiento de las penas. Esas voces suelen reclamar un modelo duro de castigo retributivo y un Código Penal máximo. Como pesimistas antropológicos que son, además de creer en la incorregibilidad del delincuente, no ven eficaces los proyectos de convivencia y las políticas de integración, con recursos para la protección de menores que no descuiden la prevención de la marginación y la delincuencia. Es gente que cree que las soluciones a los problemas de convivencia llegarán siempre de la mano de la policía, los tribunales y las cárceles.
Así las cosas el debate sobre la reinstauración de la cadena perpetua en el catálogo de penas es inevitable, porque, además, han entrado en él agencias que otorgan capacidad de interlocución política a ‘las víctimas’, una figura social difusa y cambiante que, en realidad, se constituye en forma de campaña de presión (recogiendo firmas, convocando concentraciones y reuniéndose con líderes políticos e institucionales, incluyendo el presidente del Gobierno). Así, en medio de una atmósfera cargada de gestos y mensajes emotivos, se plantean debates que, aunque inevitablemente acalorados, requieren empatía y sosiego. ¿Qué hace el Estado con las personas encarceladas? ¿Las rehabilita o simplemente las castiga para que con su dolor paguen por lo que han hecho? Estas preguntas, con más matices, son tan recurrentes que resumen más de un siglo de debates criminológicos. De hecho, la polémica sobre la cadena perpetua hace que sea inevitable volver sobre algunos paralelismos históricos, concretamente, el de la pena de muerte. A finales del siglo XIX el buen hacer de algunos filántropos, como el doctor Ángel Pulido (autor de la ley que en 1901 abolió el patético espectáculo de los ajusticiamientos públicos), permitió debatir acerca de si la pena de muerte ayudaba o no a la prevención del crimen. De esa manera, al igual que en otros países, también en España se llegó a plantear la abolición de la pena capital. Conocemos los argumentos porque siguen siendo actuales: si para unos la máxima pena elimina al reo e impide que vuelva a delinquir, para otros es un castigo cruel que imposibilita la enmienda del penado, e injusto, porque al ser irreversible nada se puede hacer en caso de error judicial.
Ahora, la propuesta de implantación de la cadena perpetua, si bien cree sortear la acusación de crueldad, ya que no busca la muerte del reo, recupera la ilusión de evitar para siempre la reincidencia del penado. Son creencias quiméricas, o meras fantasías de erradicación total del delito que nacen en el corazón roto de quien ha sufrido el zarpazo del crimen, o simples ideologías penales partidarias de una sociedad policial que afronte los nuevos riesgos con más control y más castigo. Las respuestas deben ajustarse a cada interlocutor, pero han de ser inequívocas. Se pueden formular echando mano de las mismas razones que sustentan el rechazo ético de la pena de muerte: porque hay que darle valor a la vida, pues un encarcelamiento prolongado destruye el cuerpo y el alma de los presos; y porque nuestra alarma y preocupación por la conducta de algunos hombres infames no debe determinar una práctica penal que afecta a toda la sociedad. Sin embargo, oponerse a la cadena perpetua literal (la que solicitan las asociaciones de víctimas) no es sólo una cuestión de principios éticos y nos obliga al rechazo político de una posible cadena perpetua camuflada o encubierta, pues no indican otra cosa algunas propuestas gubernamentales para el endurecimiento de las penas. Siendo la venganza una pulsión tan potente, no conviene ponerle tan fácil su perpetuo retorno.
Primero conocemos las noticias de los crímenes y nos conmovemos por la inocencia de las víctimas. Después llegan las imágenes de los criminales y vemos que son hombres, incluso con rasgos similares a otros hombres que conocemos. Al ver las caras de Santiago del Valle, el presunto asesino de la niña Mari Luz, y del austriaco Josef Fritzl, el ‘monstruo de Amstetten’, recordé lo que había escrito Michael Foucault en ‘La Vida de los Hombres Infames’: «He querido que estos personajes sean oscuros; que nada los haya predispuesto para algún brillo; que no estén dotados de ninguna de esas grandezas que se establecen y se reconocen: las del nacimiento, de la fortuna, de la santidad, del heroísmo o del genio; que pertenezcan a esas miles de existencias que están destinadas a pasar sin dejar huella; que haya en sus desgracias, en sus pasiones, en sus amores, en sus odios algo de gris y de ordinario para la mirada de lo que se estima digno de ser contado». Son hombres pero ya no podemos verlos sino como seres malignos y sombríos. ¿Quien no ha sentido odio y repugnancia al ponerle rostro a la infamia?
En medio de la indignación la gente sabe que ha llegado el momento de la justicia. Pero la cosa no para ahí. A golpes de odio y de miedo se abren grandes debates. La cuestión del castigo arrecia cuando suceden crímenes atroces. Entonces se escucha decir al que defiende la pena capital que sólo la quiere para esos canallas tan odiosos, lo mismo que ahora dicen quienes piden la reinstauración de la cadena perpetua en España. Son legión los que opinan cuando los medios dibujan el perfil más abyecto de los criminales, por ejemplo, el de esos hombres adultos que, además de abusar sexualmente de menores, los secuestran y los matan, lo que ha generado una atmósfera de hipercriminalización de la pederastia. La paranoia está servida desde que se percibe como un riesgo de violación y asesinato de menores lo que antes se consideraba un trastorno sexual repulsivo y punible que no tenía que provocar mecánicamente conductas homicidas. Así se ha producido la demanda social de su máxima penalización, a base de debates calientes.
Nos conviene pensar. Si el castigo siempre afronta el riesgo de ser desmedido, decidir sobre él cuando los ánimos están encendidos es el mejor camino para la injusticia, porque los sentimientos están dominados por una pulsión de venganza que, después de tantos siglos de normas y códigos de justicia, nunca nos ha abandonado del todo. En esa tesitura, si el gentío pudiera juzgar a quien señala como culpable, la pena impuesta sería durísima; y si en esos mismos momentos los más atrevidos pudieran castigar al acusado, tal vez le quitarían la vida. Aunque soy optimista me temo que esta eventualidad, la de la algarada justiciera, siempre podrá encontrar condiciones históricas para su desarrollo, o más bien para su estallido, porque por más que creamos que nuestro orden social es cada vez más civilizado, a la hora de garantizar (civilizadamente) los derechos que asisten a las personas acusadas de cometer delitos, la venganza siempre quiere hablar, más aún cuando el daño es tan grande y el dolor tan insoportable. Lógicamente también es posible domeñar la pulsión de venganza, pero sabemos que seguirá dentro, visceral, más o menos activada según las personas y las situaciones. La venganza está un poco por debajo de la piel de la civilización, una piel a veces fina y nada difícil de romper, como ha ocurrido en tantos sitios, recientemente en Nicaragua con algunos linchamientos de delincuentes, en Sudáfrica, con los últimos episodios de persecución social de inmigrantes provenientes de países vecinos, y hasta en la muy civilizada Italia, con el acoso violento a los campamentos de gitanos rumanos.
En España, para contrarrestar las exigencias de mano dura, se suele decir que la Constitución proclama que el fin de la pena es la reinserción social del delincuente. Eso es verdad. Pero no es verdad que se acepte como un valor central y de consenso. No lo es en la práctica, porque las prisiones, preocupadas por su propia seguridad, lejos de ayudar a reinsertar al preso, lo mortifican para que se adapte a la vida carcelaria sin importarle que vaya cortando sus vínculos sociales y familiares. Y tampoco hay consenso teórico, porque, además de que un miembro del ala conservadora del Consejo General del Poder Judicial ha animado a pedir la implantación de la cadena perpetua, los partidos de derecha y algunas personalidades de la izquierda bienpensante no dejan de emitir discursos favorables al endurecimiento de las penas. Esas voces suelen reclamar un modelo duro de castigo retributivo y un Código Penal máximo. Como pesimistas antropológicos que son, además de creer en la incorregibilidad del delincuente, no ven eficaces los proyectos de convivencia y las políticas de integración, con recursos para la protección de menores que no descuiden la prevención de la marginación y la delincuencia. Es gente que cree que las soluciones a los problemas de convivencia llegarán siempre de la mano de la policía, los tribunales y las cárceles.
Así las cosas el debate sobre la reinstauración de la cadena perpetua en el catálogo de penas es inevitable, porque, además, han entrado en él agencias que otorgan capacidad de interlocución política a ‘las víctimas’, una figura social difusa y cambiante que, en realidad, se constituye en forma de campaña de presión (recogiendo firmas, convocando concentraciones y reuniéndose con líderes políticos e institucionales, incluyendo el presidente del Gobierno). Así, en medio de una atmósfera cargada de gestos y mensajes emotivos, se plantean debates que, aunque inevitablemente acalorados, requieren empatía y sosiego. ¿Qué hace el Estado con las personas encarceladas? ¿Las rehabilita o simplemente las castiga para que con su dolor paguen por lo que han hecho? Estas preguntas, con más matices, son tan recurrentes que resumen más de un siglo de debates criminológicos. De hecho, la polémica sobre la cadena perpetua hace que sea inevitable volver sobre algunos paralelismos históricos, concretamente, el de la pena de muerte. A finales del siglo XIX el buen hacer de algunos filántropos, como el doctor Ángel Pulido (autor de la ley que en 1901 abolió el patético espectáculo de los ajusticiamientos públicos), permitió debatir acerca de si la pena de muerte ayudaba o no a la prevención del crimen. De esa manera, al igual que en otros países, también en España se llegó a plantear la abolición de la pena capital. Conocemos los argumentos porque siguen siendo actuales: si para unos la máxima pena elimina al reo e impide que vuelva a delinquir, para otros es un castigo cruel que imposibilita la enmienda del penado, e injusto, porque al ser irreversible nada se puede hacer en caso de error judicial.
Ahora, la propuesta de implantación de la cadena perpetua, si bien cree sortear la acusación de crueldad, ya que no busca la muerte del reo, recupera la ilusión de evitar para siempre la reincidencia del penado. Son creencias quiméricas, o meras fantasías de erradicación total del delito que nacen en el corazón roto de quien ha sufrido el zarpazo del crimen, o simples ideologías penales partidarias de una sociedad policial que afronte los nuevos riesgos con más control y más castigo. Las respuestas deben ajustarse a cada interlocutor, pero han de ser inequívocas. Se pueden formular echando mano de las mismas razones que sustentan el rechazo ético de la pena de muerte: porque hay que darle valor a la vida, pues un encarcelamiento prolongado destruye el cuerpo y el alma de los presos; y porque nuestra alarma y preocupación por la conducta de algunos hombres infames no debe determinar una práctica penal que afecta a toda la sociedad. Sin embargo, oponerse a la cadena perpetua literal (la que solicitan las asociaciones de víctimas) no es sólo una cuestión de principios éticos y nos obliga al rechazo político de una posible cadena perpetua camuflada o encubierta, pues no indican otra cosa algunas propuestas gubernamentales para el endurecimiento de las penas. Siendo la venganza una pulsión tan potente, no conviene ponerle tan fácil su perpetuo retorno.
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