Por Xavier González, Magistrado. Coordinador de Jutges per a la Democràcia en Catalunya (EL PERIÓDICO, 19/07/08)
Según el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, la palabra ilegal significa “que es contra la ley”, y el término irregular, “que está fuera de regla”. Si nos referimos a la cualidad de una persona, veremos que el resultado es imposible, ya que nadie “es contra la ley” o “está fuera de regla”: lo único que puede ser tachado de ilegal o irregular es su acto o su conducta.
Un ejemplo: si alguien conduce demasiado deprisa, coge una cosa que no es suya o hace daño a otra persona, será ilegal o irregular su actuación, no él mismo. Esta reflexión se me plantea cuando leo las noticias publicadas con ocasión de la aprobación por parte del Parlamento Europeo, el pasado 18 de junio, y antes validada por los ministros del Interior de la Unión Europea, de la directiva llamada eufemísticamente “de retorno” –llanamente, de deportación–, ya que se han incorporado al acervo lingüístico colectivo expresiones como “los irregulares” o “los extranjeros ilegales”. Como ocurre con otras palabras modernas, quizá la Academia de la Lengua Española debería incorporar estas entradas en la próxima revisión de su diccionario, pero añadiendo junto a ellas una explicación: “Utilizado en ambientes xenófobos o por personas xenófobas”.
SIGAMOS CON la directiva. Les planteo el siguiente escenario: un país de África con grandes riquezas en materias primas, cuya explotación la hacen empresas europeas. En ellas trabaja personal europeo y, en un momento determinado, las autoridades de ese país deciden que sean sus propias empresas y su personal quienes gestionen esos recursos, para que, de esa forma, la riqueza generada se quede en el país. Al día siguiente, las autoridades dictan una ley que acuerda la expulsión del personal europeo residente en ese país, y, entretanto, se encarcela a los afectados durante seis meses, ampliables hasta 18. Se les hace saber su situación mediante un simple formulario, sin establecer motivos de hecho, y, además, escrito en árabe o suajili, por ejemplo, y sin garantías de asistencia jurídica gratuita, sin un plazo determinado de control judicial –aunque, eso sí, sea revisable “lo antes posible”–, sin que puedan volver al país durante un plazo de cinco años y, finalmente, sin garantías de revisión estrictamente judicial de la decisión de expulsión. ¿Qué opinaríamos? Pues nos llevaríamos las manos a la cabeza, nos rasgaríamos las vestiduras y calificaríamos a dicho país de república bananera donde los derechos humanos y las libertades públicas no se respetan. Incluso habría quien abogaría por una acción de fuerza de represalia.
Ahora invirtamos el planteamiento: nosotros tenemos riqueza y trabajo, otros vienen a trabajar en lo que nosotros no queremos hacer, y, cuando la situación económica lo requiere, se aplica lo antes dicho. Entonces, nuestros gobernantes europeos, incluidos los de este país –salvo alguna honrosa excepción–, y la derecha española y europea en pleno dicen que debemos considerar esas medidas como necesarias para “fijar normas claras, transparentes y justas para establecer una política efectiva de retorno como un elemento necesario de una política de migración bien gestionada”, y eso se hace en el momento en que una de nuestras materias primas, el trabajo, se convierte en un bien preciado que debe ser conservado, pues la situación económica así lo requiere. Raro ¿no?
Lo dicho es para los adultos, pero el trato a los menores es más vergonzoso. A saber: “Antes de decidir la expedición de una decisión de retorno relativa a un menor no acompañado, se concederá la asistencia de los servicios adecuados distintos de las autoridades que hacen cumplir el retorno”. Esto es, no se prevé nin- gún organismo tutelar, y, además, los menores pueden ser tratados igual que los adultos en materia de privación de libertad para su deportación, aunque, “en la medida de lo posible”, se les facilite “alojamiento en instituciones con personal e instalaciones que tengan en cuenta las necesidades propias de su edad”. Con ello, la conciencia queda tranquila.
LA LEGISLACIÓN española se encuentra lejos de las previsiones de la directiva, pero ello sirve para que el presidente del Gobierno, el ministro de Inmigración y los dirigentes de la derecha ya planteen modificar nuestras leyes para ajustarlas a la directiva europea, de modo que las normas que hasta ahora nos parecen demasiado permisivas con los poderes gubernativos y que en alguna ocasión vulneran los derechos humanos se convierten en una referencia de bondad legislativa. Así, el debate en torno a la discusión y aprobación de la directiva ha reactivado otra vez la carga xenófoba de la ideología de la seguridad que lleva a relacionar delincuente con ilegal o viceversa.
Debemos tomar conciencia –como lo han hecho todas las oenegés que trabajan cerca de los inmigrantes, el alto comisionado de refugiados y dirigentes de países de Latinoamérica y África, e incluso la Iglesia– de que este modelo nos aísla claramente del resto del mundo, agravando aún más la incomprensión y el recelo hacia el modo de vida occidental, basado antes en los principios del Estado de derecho y en la primacía de los derechos humanos, y ahora en la defensa de privilegios y del estatuto de primacía económica.
Según el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, la palabra ilegal significa “que es contra la ley”, y el término irregular, “que está fuera de regla”. Si nos referimos a la cualidad de una persona, veremos que el resultado es imposible, ya que nadie “es contra la ley” o “está fuera de regla”: lo único que puede ser tachado de ilegal o irregular es su acto o su conducta.
Un ejemplo: si alguien conduce demasiado deprisa, coge una cosa que no es suya o hace daño a otra persona, será ilegal o irregular su actuación, no él mismo. Esta reflexión se me plantea cuando leo las noticias publicadas con ocasión de la aprobación por parte del Parlamento Europeo, el pasado 18 de junio, y antes validada por los ministros del Interior de la Unión Europea, de la directiva llamada eufemísticamente “de retorno” –llanamente, de deportación–, ya que se han incorporado al acervo lingüístico colectivo expresiones como “los irregulares” o “los extranjeros ilegales”. Como ocurre con otras palabras modernas, quizá la Academia de la Lengua Española debería incorporar estas entradas en la próxima revisión de su diccionario, pero añadiendo junto a ellas una explicación: “Utilizado en ambientes xenófobos o por personas xenófobas”.
SIGAMOS CON la directiva. Les planteo el siguiente escenario: un país de África con grandes riquezas en materias primas, cuya explotación la hacen empresas europeas. En ellas trabaja personal europeo y, en un momento determinado, las autoridades de ese país deciden que sean sus propias empresas y su personal quienes gestionen esos recursos, para que, de esa forma, la riqueza generada se quede en el país. Al día siguiente, las autoridades dictan una ley que acuerda la expulsión del personal europeo residente en ese país, y, entretanto, se encarcela a los afectados durante seis meses, ampliables hasta 18. Se les hace saber su situación mediante un simple formulario, sin establecer motivos de hecho, y, además, escrito en árabe o suajili, por ejemplo, y sin garantías de asistencia jurídica gratuita, sin un plazo determinado de control judicial –aunque, eso sí, sea revisable “lo antes posible”–, sin que puedan volver al país durante un plazo de cinco años y, finalmente, sin garantías de revisión estrictamente judicial de la decisión de expulsión. ¿Qué opinaríamos? Pues nos llevaríamos las manos a la cabeza, nos rasgaríamos las vestiduras y calificaríamos a dicho país de república bananera donde los derechos humanos y las libertades públicas no se respetan. Incluso habría quien abogaría por una acción de fuerza de represalia.
Ahora invirtamos el planteamiento: nosotros tenemos riqueza y trabajo, otros vienen a trabajar en lo que nosotros no queremos hacer, y, cuando la situación económica lo requiere, se aplica lo antes dicho. Entonces, nuestros gobernantes europeos, incluidos los de este país –salvo alguna honrosa excepción–, y la derecha española y europea en pleno dicen que debemos considerar esas medidas como necesarias para “fijar normas claras, transparentes y justas para establecer una política efectiva de retorno como un elemento necesario de una política de migración bien gestionada”, y eso se hace en el momento en que una de nuestras materias primas, el trabajo, se convierte en un bien preciado que debe ser conservado, pues la situación económica así lo requiere. Raro ¿no?
Lo dicho es para los adultos, pero el trato a los menores es más vergonzoso. A saber: “Antes de decidir la expedición de una decisión de retorno relativa a un menor no acompañado, se concederá la asistencia de los servicios adecuados distintos de las autoridades que hacen cumplir el retorno”. Esto es, no se prevé nin- gún organismo tutelar, y, además, los menores pueden ser tratados igual que los adultos en materia de privación de libertad para su deportación, aunque, “en la medida de lo posible”, se les facilite “alojamiento en instituciones con personal e instalaciones que tengan en cuenta las necesidades propias de su edad”. Con ello, la conciencia queda tranquila.
LA LEGISLACIÓN española se encuentra lejos de las previsiones de la directiva, pero ello sirve para que el presidente del Gobierno, el ministro de Inmigración y los dirigentes de la derecha ya planteen modificar nuestras leyes para ajustarlas a la directiva europea, de modo que las normas que hasta ahora nos parecen demasiado permisivas con los poderes gubernativos y que en alguna ocasión vulneran los derechos humanos se convierten en una referencia de bondad legislativa. Así, el debate en torno a la discusión y aprobación de la directiva ha reactivado otra vez la carga xenófoba de la ideología de la seguridad que lleva a relacionar delincuente con ilegal o viceversa.
Debemos tomar conciencia –como lo han hecho todas las oenegés que trabajan cerca de los inmigrantes, el alto comisionado de refugiados y dirigentes de países de Latinoamérica y África, e incluso la Iglesia– de que este modelo nos aísla claramente del resto del mundo, agravando aún más la incomprensión y el recelo hacia el modo de vida occidental, basado antes en los principios del Estado de derecho y en la primacía de los derechos humanos, y ahora en la defensa de privilegios y del estatuto de primacía económica.
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