Por Alfredo Pastor, profesor del IESE y de la CEIBS de Shanghai (EL PAÍS, 12/07/08):
Todos sabemos que sobre nuestra economía se ejercen hoy fuerzas que la empujan en direcciones opuestas: las presiones sobre los costes, venidas sobre todo del exterior, chocan con la debilidad creciente de la actividad interna, originada por la crisis inmobiliaria, y el resultado es una coyuntura de precios al alza y crecimiento a la baja para la que se acuñó, hace más de tres décadas, el nombre de estagflación.
Por su misma naturaleza, la estagflación es muy incómoda para los responsables de la política económica, ya que parece obligarles a que su mano derecha, preocupada por la inflación, contrarreste lo que haría su izquierda, preocupada por el empleo. En nuestro caso, las medidas anunciadas por el Gobierno parecen dirigidas, como es de esperar, a paliar los efectos del creciente desempleo; nada hay que objetar, siempre que no olvidemos que no son sino parches que hacen más llevadera la tarea de la mano derecha: estabilizar los precios.
Esta tarea es necesaria, y más en España que en otros países de nuestro entorno, ya que partimos con desventaja. Basta con recordar el periodo 1975-1985 para apreciar el lastre que supuso, para la economía mundial, una inflación creciente; en nuestro caso, el episodio inflacionario de 1975-1977 estuvo a punto de hacer descarrilar nuestra economía y, con ella, todo el proceso de la Transición. El ajuste, en nuestro caso, ha de ser más acusado que en otros, ya que partimos de un nivel de inflación superior; pero si no lo iniciamos ahora, la distancia con respecto a nuestros socios irá creciendo; nos despertaremos de una recesión para ver cómo van en aumento las dificultades para financiar nuestro déficit exterior, y al final no nos quedará más alternativa que proceder a un ajuste dramático, o salir del euro. No nos hagamos ilusiones: vivimos en un país demasiado frágil para correr esos riesgos.
La estabilización es, naturalmente, una tarea impopular; tanto, que puede que sintamos la tentación de excusarnos pensando que detener la inflación no está en nuestras manos, por ser cosa del Banco Central Europeo, y que éste ya hará de chivo expiatorio de las iras europeas cuando sea necesario.
Esto es no sólo peligroso, sino falso. Peligroso, porque la situación de la economía española no ocupa el primer lugar en las preocupaciones del BCE; falso, porque podemos detener un proceso inflacionario sin acudir a Francfort. Si vamos a la raíz del asunto, resulta que el proceso tiene su origen en un conflicto de distribución: cada cual trata de pasarle al otro el empobrecimiento que supone haber de pagar más por cosas que importamos: el empresario trata de mantener sus márgenes subien-do los precios; el asalariado, de mantener su renta pidiendo aumentos de sueldo; el empresario trata de pasar el aumento de salario a los precios, y vuelta a empezar. Todos saben que la cosa no termina bien, ya que, tarde o temprano, el proceso habrá de detenerse; pero nadie quiere renunciar sin más a lo suyo.
Si todos se pusieran de acuerdo en acabar con las subidas, la inflación se detendría. Si todos están convencidos de la voluntad del Banco Central de parar el proceso, preferirán no iniciarlo, y la inflación se mantendrá bajo control. Pero lo mismo ocurrirá, sin intervención del Banco Central, si las partes se ponen de acuerdo en renunciar a las subidas, sabiendo que, al final, es lo mejor para todos. En esto consiste precisamente un pacto de estabilización; y, como ve el lector, es algo que está al alcance de cualquier persona dotada de sentido común.
El pacto es un acuerdo tomado entre empresarios y sindicatos por los que ambos se comprometen a limitar los aumentos de precios y de salarios. El Gobierno suele presidir el proceso, y suele comprometerse, a su vez, a no aumentar (demasiado) los precios que de él dependen. La idea es sencilla, aunque, como se dice, el diablo se esconde en los detalles. Requiere, ante todo, una gran dosis de buena fe, ya que el control detallado de precios y salarios es imposible; al cabo del tiempo, unos y otros se cansan de portarse bien, los incumplimientos empiezan a menudear, y todo suele degenerar en picaresca. No importa: un acuerdo de estabilización no pretende ser una solución para la eternidad; es mucho menos ambicioso que los llamados pactos de rentas, que quieren poner coto al crecimiento de los ingresos, y que han caído en descrédito por las dificultades de vigilar su cumplimiento.
El pacto ha de tener una duración limitada en el tiempo: no puede ser sino un expediente destinado a salvar una coyuntura transitoria, con un objetivo bien preciso, pero muy importante: ayudar a que unos y otros no se acostumbren a la idea de unos precios crecientes.
La idea del pacto de estabilización no gusta a quienes imaginan una economía como una máquina que marcharía a la perfección si la dejaran en paz; pero, si atendemos a nuestra experiencia, hemos de recordar que los Pactos de la Moncloa fueron un pacto de este estilo, y que nos salvaron de un descalabro. Como requiere un serio compromiso por parte de los agentes, no es un remedio adecuado más que en circunstancias de cierta gravedad, y las nuestras lo son. Por otra parte, la idea del pacto tiene grandes ventajas: se basa en un acuerdo voluntario entre los agentes económicos, en que el Gobierno desempeña a lo sumo un papel de moderador; el pacto es percibido como un proyecto común, en un momento en que sobran ocasiones de división y enfrentamiento; puede ser también una solución más equitativa al conflicto de distribución que está en la raíz del proceso inflacionario.
Sobre todo, echa mano de uno de nuestros grandes logros: la costumbre del diálogo entre empresarios y sindicatos. Hace días, una revista nada menos que italiana ponía como ejemplo a sus lectores las declaraciones de un responsable sindical español sobre la crisis. Era un elogio merecido. No desaprovechemos ese activo.
Todos sabemos que sobre nuestra economía se ejercen hoy fuerzas que la empujan en direcciones opuestas: las presiones sobre los costes, venidas sobre todo del exterior, chocan con la debilidad creciente de la actividad interna, originada por la crisis inmobiliaria, y el resultado es una coyuntura de precios al alza y crecimiento a la baja para la que se acuñó, hace más de tres décadas, el nombre de estagflación.
Por su misma naturaleza, la estagflación es muy incómoda para los responsables de la política económica, ya que parece obligarles a que su mano derecha, preocupada por la inflación, contrarreste lo que haría su izquierda, preocupada por el empleo. En nuestro caso, las medidas anunciadas por el Gobierno parecen dirigidas, como es de esperar, a paliar los efectos del creciente desempleo; nada hay que objetar, siempre que no olvidemos que no son sino parches que hacen más llevadera la tarea de la mano derecha: estabilizar los precios.
Esta tarea es necesaria, y más en España que en otros países de nuestro entorno, ya que partimos con desventaja. Basta con recordar el periodo 1975-1985 para apreciar el lastre que supuso, para la economía mundial, una inflación creciente; en nuestro caso, el episodio inflacionario de 1975-1977 estuvo a punto de hacer descarrilar nuestra economía y, con ella, todo el proceso de la Transición. El ajuste, en nuestro caso, ha de ser más acusado que en otros, ya que partimos de un nivel de inflación superior; pero si no lo iniciamos ahora, la distancia con respecto a nuestros socios irá creciendo; nos despertaremos de una recesión para ver cómo van en aumento las dificultades para financiar nuestro déficit exterior, y al final no nos quedará más alternativa que proceder a un ajuste dramático, o salir del euro. No nos hagamos ilusiones: vivimos en un país demasiado frágil para correr esos riesgos.
La estabilización es, naturalmente, una tarea impopular; tanto, que puede que sintamos la tentación de excusarnos pensando que detener la inflación no está en nuestras manos, por ser cosa del Banco Central Europeo, y que éste ya hará de chivo expiatorio de las iras europeas cuando sea necesario.
Esto es no sólo peligroso, sino falso. Peligroso, porque la situación de la economía española no ocupa el primer lugar en las preocupaciones del BCE; falso, porque podemos detener un proceso inflacionario sin acudir a Francfort. Si vamos a la raíz del asunto, resulta que el proceso tiene su origen en un conflicto de distribución: cada cual trata de pasarle al otro el empobrecimiento que supone haber de pagar más por cosas que importamos: el empresario trata de mantener sus márgenes subien-do los precios; el asalariado, de mantener su renta pidiendo aumentos de sueldo; el empresario trata de pasar el aumento de salario a los precios, y vuelta a empezar. Todos saben que la cosa no termina bien, ya que, tarde o temprano, el proceso habrá de detenerse; pero nadie quiere renunciar sin más a lo suyo.
Si todos se pusieran de acuerdo en acabar con las subidas, la inflación se detendría. Si todos están convencidos de la voluntad del Banco Central de parar el proceso, preferirán no iniciarlo, y la inflación se mantendrá bajo control. Pero lo mismo ocurrirá, sin intervención del Banco Central, si las partes se ponen de acuerdo en renunciar a las subidas, sabiendo que, al final, es lo mejor para todos. En esto consiste precisamente un pacto de estabilización; y, como ve el lector, es algo que está al alcance de cualquier persona dotada de sentido común.
El pacto es un acuerdo tomado entre empresarios y sindicatos por los que ambos se comprometen a limitar los aumentos de precios y de salarios. El Gobierno suele presidir el proceso, y suele comprometerse, a su vez, a no aumentar (demasiado) los precios que de él dependen. La idea es sencilla, aunque, como se dice, el diablo se esconde en los detalles. Requiere, ante todo, una gran dosis de buena fe, ya que el control detallado de precios y salarios es imposible; al cabo del tiempo, unos y otros se cansan de portarse bien, los incumplimientos empiezan a menudear, y todo suele degenerar en picaresca. No importa: un acuerdo de estabilización no pretende ser una solución para la eternidad; es mucho menos ambicioso que los llamados pactos de rentas, que quieren poner coto al crecimiento de los ingresos, y que han caído en descrédito por las dificultades de vigilar su cumplimiento.
El pacto ha de tener una duración limitada en el tiempo: no puede ser sino un expediente destinado a salvar una coyuntura transitoria, con un objetivo bien preciso, pero muy importante: ayudar a que unos y otros no se acostumbren a la idea de unos precios crecientes.
La idea del pacto de estabilización no gusta a quienes imaginan una economía como una máquina que marcharía a la perfección si la dejaran en paz; pero, si atendemos a nuestra experiencia, hemos de recordar que los Pactos de la Moncloa fueron un pacto de este estilo, y que nos salvaron de un descalabro. Como requiere un serio compromiso por parte de los agentes, no es un remedio adecuado más que en circunstancias de cierta gravedad, y las nuestras lo son. Por otra parte, la idea del pacto tiene grandes ventajas: se basa en un acuerdo voluntario entre los agentes económicos, en que el Gobierno desempeña a lo sumo un papel de moderador; el pacto es percibido como un proyecto común, en un momento en que sobran ocasiones de división y enfrentamiento; puede ser también una solución más equitativa al conflicto de distribución que está en la raíz del proceso inflacionario.
Sobre todo, echa mano de uno de nuestros grandes logros: la costumbre del diálogo entre empresarios y sindicatos. Hace días, una revista nada menos que italiana ponía como ejemplo a sus lectores las declaraciones de un responsable sindical español sobre la crisis. Era un elogio merecido. No desaprovechemos ese activo.
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