Por Slavoj Zizek, filósofo esloveno y autor, entre otros libros, de Irak. La tetera prestada. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 08/07/08):
Hay momentos en los que uno encuentra tan embarazosas las declaraciones públicas de los líderes políticos de su país que se avergüenza de ser ciudadano de él. Es lo que me sucedió al conocer la reacción del ministro esloveno de Asuntos Exteriores el viernes 13 de junio, después de que los irlandeses hubiesen votado no en el referéndum sobre el Tratado de Lisboa. Afirmó sin reparos que la unificación europea es demasiado importante para dejarla en manos de la gente (corriente) y sus referendos. La clase dirigente tiene más visión de futuro y sabe más, y, si siempre siguiéramos a la mayoría, nunca conseguiríamos grandes transformaciones ni haríamos realidad visiones genuinas… Esta obscena exhibición de arrogancia tuvo su cénit en la siguiente frase: “Si hubiéramos tenido que esperar, por ejemplo, a algún tipo de iniciativa popular, seguramente los franceses y los alemanes seguirían mirándose hoy a través de las miras de sus fusiles”.
Hay cierta lógica en el hecho de que fuera un diplomático de un país pequeño el que lo dijera; los líderes de las grandes potencias no pueden permitirse el lujo de mostrar abiertamente el cinismo de los argumentos en los que se basan sus decisiones, y sólo las voces ignoradas de los países pequeños pueden hacerlo con impunidad. ¿Cuál fue su razonamiento en este caso?
El no irlandés es una repetición del no francés y holandés de 2005 al proyecto de Constitución Europea. Se han ofrecido muchas interpretaciones del voto irlandés, algunas de ellas incluso contradictorias: fue una explosión de nacionalismo estrecho y de temor a la globalización, encarnada por Estados Unidos; Estados Unidos está detrás del no porque teme la competencia de una Europa unida y prefiere tratar de forma bilateral con unos socios débiles… Sin embargo, esas interpretaciones ad hoc no tienen en cuenta una cosa más importante: este nuevo rechazo quiere decir que no nos encontramos ante una casualidad, un simple fallo, sino ante una insatisfacción que viene de atrás, que persiste desde hace años.
Ahora, tres semanas después, podemos ver dónde está el verdadero problema: mucho más siniestra que el propio no es la reacción de la élite política europea. No ha aprendido nada del no de 2005, no se ha enterado. En una reunión de dirigentes de la UE celebrada el 19 de junio en Bruselas, después de mencionar, para cubrir las apariencias, el deber de “respetar” las decisiones de los votantes, se apresuraron a enseñar su verdadero rostro y a hablar del Gobierno irlandés como de un mal maestro que no había sabido controlar ni educar como era debido a sus alumnos retrasados. Dijeron que le daban una segunda oportunidad: cuatro meses más para que corrigiese su error y volviera a meter en cintura a los votantes.
A los votantes irlandeses no se les había presentado una elección simétrica, porque los propios términos del referéndum daban preferencia al sí. Las autoridades propusieron a la gente una opción que, en la práctica, no era tal, sino que consistía en ratificar lo inevitable, el resultado de la experiencia ilustrada. Los medios y la élite política plantearon el referéndum como una elección entre el conocimiento y la ignorancia, entre la experiencia y la ideología, entre la administración post-política y las viejas pasiones políticas. Sin embargo, el mismo hecho de que no hubiera una visión política alternativa y coherente que sirviera de base al no constituye la mayor condena posible de la élite política y mediática, una prueba de su incapacidad de expresar, de traducir en visión política, los anhelos e insatisfacciones de la población.
En otras palabras, este referéndum tuvo algo peculiar: su resultado fue al mismo tiempo el que se esperaba y una sorpresa, como si uno supiera lo que va a ocurrir pero, en cierto modo, no puede creer verdaderamente que ocurra. Esta discrepancia refleja una división mucho más peligrosa entre los votantes: la mayoría (de la minoría que se molestó en ir a votar) se manifestó en contra del tratado a pesar de que todos los partidos parlamentarios (con la excepción de Sinn Fein) estaban decididamente a favor.
Lo mismo está sucediendo en otros países, como el vecino Reino Unido, donde, justo antes de ganar las últimas elecciones, Tony Blair fue escogido por una gran mayoría como la persona más odiada del país. Esta divergencia entre la elección política explícita que hace un votante y su insatisfacción íntima debería hacer sonar la señal de alarma: significa que la democracia de partidos no logra captar el humor de la población, el hecho de que se va acumulando un vago resentimiento que, sin una debida expresión democrática, no puede más que desembocar en oscuros estallidos “irracionales”. Cuando los referendos transmiten un mensaje que contradice directamente el mensaje de las elecciones, nos encontramos con un votante dividido que, por ejemplo (cree que), sabe muy bien que la política de Tony Blair es la única razonable pero, aun así… (no le puede ni ver).
La peor respuesta es despreciar esa resistencia como simple expresión de la estupidez provinciana de los votantes normales, que no necesita más que mejor comunicación y explicación. Y eso nos remite de nuevo al desafortunado ministro de Exteriores esloveno. No sólo su frase se basa en unos datos que no son ciertos -los grandes conflictos francoalemanes no estallaron debido a las pasiones de la gente corriente, sino que fueron resultado de las decisiones de las clases dirigentes a espaldas de la gente normal-, sino que además se equivoca sobre el papel de esas clases dirigentes: en una democracia, su función no es sólo gobernar, sino convencer a la mayoría de que lo que están haciendo es lo apropiado, hacer que la gente pueda reconocer en la política de su Estado sus más íntimas aspiraciones de justicia, bienestar, etcétera. La apuesta de la democracia es que, como dijo Lincoln hace mucho tiempo, no es posible engañar a todo el mundo todo el tiempo. Es verdad que Hitler llegó al poder de forma democrática (aunque no del todo), pero, a largo plazo, a pesar de todas las oscilaciones y confusiones, hay que confiar en la mayoría. Esa apuesta es la que mantiene la democracia viva; si renunciamos a ella, ya no estamos hablando de democracia.
Y es en ese aspecto en el que los dirigentes europeos lo están haciendo rematadamente mal. Si verdaderamente estuvieran dispuestos a “respetar” la decisión de los votantes, tendrían que aceptar el mensaje de la persistente desconfianza del pueblo: el proyecto de unidad europea, tal como está formulado hoy, tiene defectos fundamentales. Lo que perciben los votantes es la falta de una auténtica visión política bajo la trampilla de los expertos; su mensaje no es antieuropeo, sino una exigencia de más Europa. El no irlandés es una invitación a entablar un debate auténticamente político sobre el tipo de Europa que deseamos.
En los últimos años de su vida, Freud hizo la famosa pregunta Was will das Weib?, “¿Qué quiere la mujer?”, con la que reconocía su perplejidad ante el enigma de la sexualidad femenina. ¿No creen que el embrollo de la Constitución Europea es prueba de esa misma confusión? ¿Qué quiere Europa? ¿Qué Europa queremos?
Hay momentos en los que uno encuentra tan embarazosas las declaraciones públicas de los líderes políticos de su país que se avergüenza de ser ciudadano de él. Es lo que me sucedió al conocer la reacción del ministro esloveno de Asuntos Exteriores el viernes 13 de junio, después de que los irlandeses hubiesen votado no en el referéndum sobre el Tratado de Lisboa. Afirmó sin reparos que la unificación europea es demasiado importante para dejarla en manos de la gente (corriente) y sus referendos. La clase dirigente tiene más visión de futuro y sabe más, y, si siempre siguiéramos a la mayoría, nunca conseguiríamos grandes transformaciones ni haríamos realidad visiones genuinas… Esta obscena exhibición de arrogancia tuvo su cénit en la siguiente frase: “Si hubiéramos tenido que esperar, por ejemplo, a algún tipo de iniciativa popular, seguramente los franceses y los alemanes seguirían mirándose hoy a través de las miras de sus fusiles”.
Hay cierta lógica en el hecho de que fuera un diplomático de un país pequeño el que lo dijera; los líderes de las grandes potencias no pueden permitirse el lujo de mostrar abiertamente el cinismo de los argumentos en los que se basan sus decisiones, y sólo las voces ignoradas de los países pequeños pueden hacerlo con impunidad. ¿Cuál fue su razonamiento en este caso?
El no irlandés es una repetición del no francés y holandés de 2005 al proyecto de Constitución Europea. Se han ofrecido muchas interpretaciones del voto irlandés, algunas de ellas incluso contradictorias: fue una explosión de nacionalismo estrecho y de temor a la globalización, encarnada por Estados Unidos; Estados Unidos está detrás del no porque teme la competencia de una Europa unida y prefiere tratar de forma bilateral con unos socios débiles… Sin embargo, esas interpretaciones ad hoc no tienen en cuenta una cosa más importante: este nuevo rechazo quiere decir que no nos encontramos ante una casualidad, un simple fallo, sino ante una insatisfacción que viene de atrás, que persiste desde hace años.
Ahora, tres semanas después, podemos ver dónde está el verdadero problema: mucho más siniestra que el propio no es la reacción de la élite política europea. No ha aprendido nada del no de 2005, no se ha enterado. En una reunión de dirigentes de la UE celebrada el 19 de junio en Bruselas, después de mencionar, para cubrir las apariencias, el deber de “respetar” las decisiones de los votantes, se apresuraron a enseñar su verdadero rostro y a hablar del Gobierno irlandés como de un mal maestro que no había sabido controlar ni educar como era debido a sus alumnos retrasados. Dijeron que le daban una segunda oportunidad: cuatro meses más para que corrigiese su error y volviera a meter en cintura a los votantes.
A los votantes irlandeses no se les había presentado una elección simétrica, porque los propios términos del referéndum daban preferencia al sí. Las autoridades propusieron a la gente una opción que, en la práctica, no era tal, sino que consistía en ratificar lo inevitable, el resultado de la experiencia ilustrada. Los medios y la élite política plantearon el referéndum como una elección entre el conocimiento y la ignorancia, entre la experiencia y la ideología, entre la administración post-política y las viejas pasiones políticas. Sin embargo, el mismo hecho de que no hubiera una visión política alternativa y coherente que sirviera de base al no constituye la mayor condena posible de la élite política y mediática, una prueba de su incapacidad de expresar, de traducir en visión política, los anhelos e insatisfacciones de la población.
En otras palabras, este referéndum tuvo algo peculiar: su resultado fue al mismo tiempo el que se esperaba y una sorpresa, como si uno supiera lo que va a ocurrir pero, en cierto modo, no puede creer verdaderamente que ocurra. Esta discrepancia refleja una división mucho más peligrosa entre los votantes: la mayoría (de la minoría que se molestó en ir a votar) se manifestó en contra del tratado a pesar de que todos los partidos parlamentarios (con la excepción de Sinn Fein) estaban decididamente a favor.
Lo mismo está sucediendo en otros países, como el vecino Reino Unido, donde, justo antes de ganar las últimas elecciones, Tony Blair fue escogido por una gran mayoría como la persona más odiada del país. Esta divergencia entre la elección política explícita que hace un votante y su insatisfacción íntima debería hacer sonar la señal de alarma: significa que la democracia de partidos no logra captar el humor de la población, el hecho de que se va acumulando un vago resentimiento que, sin una debida expresión democrática, no puede más que desembocar en oscuros estallidos “irracionales”. Cuando los referendos transmiten un mensaje que contradice directamente el mensaje de las elecciones, nos encontramos con un votante dividido que, por ejemplo (cree que), sabe muy bien que la política de Tony Blair es la única razonable pero, aun así… (no le puede ni ver).
La peor respuesta es despreciar esa resistencia como simple expresión de la estupidez provinciana de los votantes normales, que no necesita más que mejor comunicación y explicación. Y eso nos remite de nuevo al desafortunado ministro de Exteriores esloveno. No sólo su frase se basa en unos datos que no son ciertos -los grandes conflictos francoalemanes no estallaron debido a las pasiones de la gente corriente, sino que fueron resultado de las decisiones de las clases dirigentes a espaldas de la gente normal-, sino que además se equivoca sobre el papel de esas clases dirigentes: en una democracia, su función no es sólo gobernar, sino convencer a la mayoría de que lo que están haciendo es lo apropiado, hacer que la gente pueda reconocer en la política de su Estado sus más íntimas aspiraciones de justicia, bienestar, etcétera. La apuesta de la democracia es que, como dijo Lincoln hace mucho tiempo, no es posible engañar a todo el mundo todo el tiempo. Es verdad que Hitler llegó al poder de forma democrática (aunque no del todo), pero, a largo plazo, a pesar de todas las oscilaciones y confusiones, hay que confiar en la mayoría. Esa apuesta es la que mantiene la democracia viva; si renunciamos a ella, ya no estamos hablando de democracia.
Y es en ese aspecto en el que los dirigentes europeos lo están haciendo rematadamente mal. Si verdaderamente estuvieran dispuestos a “respetar” la decisión de los votantes, tendrían que aceptar el mensaje de la persistente desconfianza del pueblo: el proyecto de unidad europea, tal como está formulado hoy, tiene defectos fundamentales. Lo que perciben los votantes es la falta de una auténtica visión política bajo la trampilla de los expertos; su mensaje no es antieuropeo, sino una exigencia de más Europa. El no irlandés es una invitación a entablar un debate auténticamente político sobre el tipo de Europa que deseamos.
En los últimos años de su vida, Freud hizo la famosa pregunta Was will das Weib?, “¿Qué quiere la mujer?”, con la que reconocía su perplejidad ante el enigma de la sexualidad femenina. ¿No creen que el embrollo de la Constitución Europea es prueba de esa misma confusión? ¿Qué quiere Europa? ¿Qué Europa queremos?
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