Por Mónica Goded, Instituto de Derechos humanos Pedro Arrupe, Universidad de Deusto (EL PERIÓDICO, 07/07/08):
Si nos atenemos a los escasos avances reales en la lucha contra el hambre y la pobreza que han promovido las decisiones adoptadas en las cumbres del G-8 hasta la fecha, es altamente improbable que los líderes de las principales economías, reunidos desde hoy en Hokkaido Toyako (Japón) acuerden medidas ambiciosas ante la crisis alimentaria mundial. Sin embargo, la búsqueda de consensos en esta materia no sólo parece deseable sino que es, de todo punto, ineludible.
En primer lugar, las cifras demuestran tozudamente la gravedad de la situación: los precios nominales de los principales alimentos alcanzan en la actualidad los niveles más elevados de los últimos 50 años.
Se trata de un desafío a escala internacional que tan sólo se podrá abordar de manera coordinada entre todas las naciones, puesto que sus efectos trascienden las fronteras, al igual que sucede con el resto de los grandes problemas que aquejan a la Humanidad -impactos medioambientales, volatilidad de los mercados de capital, etcétera-. El corolario que se desprende de lo anterior es que en esta ‘nave espacial Tierra’ -por utilizar la expresión de Boulding- el margen de maniobra de las autoridades nacionales ha quedado seriamente mermado, de ahí que resulte preciso contar con alguna forma de gobierno global. Las Naciones Unidas han dado un primer paso en este sentido, al convocar la celebración de conferencias y cumbres internacionales. Ahora bien, la responsabilidad de llevar a la práctica los compromisos acordados en estos encuentros debe corresponder, en primer término, a los países más avanzados.
En este sentido, conviene recordar que si la Cumbre sobre seguridad alimentaria de la FAO de Roma se cerró con una controvertida declaración final que fue criticada por su tibieza, también trasladó al G-8 el reto de ofrecer una respuesta ante el alza de los precios de los alimentos. Se le ha emplazado a traducir las declaraciones de intenciones en intervenciones eficaces que promuevan una reactivación de la agricultura en los países en desarrollo. Se le ha reclamado igualmente que busque soluciones a dos polémicas cuestiones: la especulación en los mercados de cereales y la producción de biocombustibles.
Es cierto que la reunión del G-8 se produce en una coyuntura internacional adversa. Nos encontramos ante unas expectativas nada halagüeñas en las que los frentes abiertos son sumamente inquietantes: turbulencias financieras, alzas de los precios del petróleo, crecientes presiones inflacionistas y marcada desaceleración económica.
Sin embargo, paliar las privaciones y el sufrimiento causados por el alza desmesurada de los precios de los alimentos en los países más pobres debería ser el objetivo primordial de la reunión del G-8. Lo anterior parece difícilmente refutable cuando se valora la verdadera dimensión de una tragedia que amenaza a 290 millones de personas, causando lo que el Programa Mundial de Alimentos compara acertadamente con un silencioso ‘tsunami’. Hay que tener presente, asimismo, que la crisis alimentaria viene a ensombrecer un panorama ya de por sí extremadamente sombrío, pues el número de emergencias alimentarias ha pasado de un promedio de 15 por año en la década de los ochenta, a más de 30 por año desde el comienzo del nuevo milenio.
Una constatación de la capacidad de respuesta de la que las naciones avanzadas son capaces cuando existe una voluntad política clara es la inyección de más de un billón de dólares por parte de la Reserva Federal Norteamericana y del Banco Central Europeo en los últimos seis meses para conjurar el riesgo de un agravamiento de la crisis financiera. Los expertos estiman que una cantidad sensiblemente inferior -unos 14.500 millones de dólares- sería suficiente para atender las necesidades inmediatas de los 54 países más vulnerables ante la crisis alimentaria.
Existe otro tipo de argumentos para reclamar una actuación decidida del G-8: la situación actual es, en parte, consecuencia del abandono de la actividad agrícola al que se vieron forzadas las economías más pobres, ante la competencia desleal de las exportaciones subvencionadas procedentes de los países desarrollados. El propio Poul Nielson denunció esta situación cuando era comisario de Desarrollo de la Unión Europea y se sorprendía de que la Política Agrícola Común dedicase al sostenimiento de siete millones de agricultores el doble de los recursos invertidos en el desarrollo de 3.000 millones de personas viviendo con menos de dos dólares al día.
Además, la búsqueda de soluciones no sólo se justifica por imperativos éticos, sino que redundaría en claros beneficios para las propias sociedades desarrolladas. Ello se explica porque la pobreza acaba siendo fuente de numerosos problemas que superan el ámbito nacional. Así, fenómenos como el cambio climático, las migraciones masivas o la creciente inseguridad, sin ser resultado exclusivo de la pobreza, son exacerbados por ésta.
Lo que aquí se sostiene es que aquellos mecanismos de previsión social que configuraron un Estado del Bienestar que ha mostrado su idoneidad en los países desarrollados deberían reproducirse ahora internacionalmente. De igual modo que las clases privilegiadas de los países ricos han venido sosteniendo financieramente unas políticas públicas ventajosas para el conjunto de sus sociedades, ahora deben ser las naciones del Norte las que corrijan las desigualdades a escala mundial.
Seguir apostando por un modelo de relaciones internacionales profundamente injusto es, sencillamente, insostenible. Desde este punto de vista, un bochornoso ejemplo sirve para ilustrar la incoherencia entre el discurso de los líderes comunitarios y determinadas políticas de la UE: los subsidios anuales a los productos lácteos implican un gasto de unos 900 dólares por vaca, casi el doble de la renta media anual por habitante en África subsahariana y una cifra escandalosamente más elevada que los 8 dólares por persona que supone la ayuda per cápita de la UE al subcontinente.
Existen, no obstante, motivos para el optimismo, puesto que en anteriores ocasiones el G-8 fue capaz de adoptar decisiones que se están traduciendo en logros tangibles en materia de desarrollo humano. Éste es el caso del acuerdo de condonación de la deuda alcanzado en la Cumbre de Gleneagles (Escocia) en 2005. Si bien es cierto que tan sólo vino a refrendar decisiones ya tomadas en el marco de la Iniciativa para los Países Pobres Altamente Endeudados, esta medida logró zanjar el debate acerca del procedimiento de financiación de dicha iniciativa.
Así pues, por ética, por justicia y por interés, ha llegado el momento de pasar de las palabras a la acción. Confiemos en que los líderes de las naciones más poderosas de la Tierra así lo entiendan…y actúen en consecuencia.
Si nos atenemos a los escasos avances reales en la lucha contra el hambre y la pobreza que han promovido las decisiones adoptadas en las cumbres del G-8 hasta la fecha, es altamente improbable que los líderes de las principales economías, reunidos desde hoy en Hokkaido Toyako (Japón) acuerden medidas ambiciosas ante la crisis alimentaria mundial. Sin embargo, la búsqueda de consensos en esta materia no sólo parece deseable sino que es, de todo punto, ineludible.
En primer lugar, las cifras demuestran tozudamente la gravedad de la situación: los precios nominales de los principales alimentos alcanzan en la actualidad los niveles más elevados de los últimos 50 años.
Se trata de un desafío a escala internacional que tan sólo se podrá abordar de manera coordinada entre todas las naciones, puesto que sus efectos trascienden las fronteras, al igual que sucede con el resto de los grandes problemas que aquejan a la Humanidad -impactos medioambientales, volatilidad de los mercados de capital, etcétera-. El corolario que se desprende de lo anterior es que en esta ‘nave espacial Tierra’ -por utilizar la expresión de Boulding- el margen de maniobra de las autoridades nacionales ha quedado seriamente mermado, de ahí que resulte preciso contar con alguna forma de gobierno global. Las Naciones Unidas han dado un primer paso en este sentido, al convocar la celebración de conferencias y cumbres internacionales. Ahora bien, la responsabilidad de llevar a la práctica los compromisos acordados en estos encuentros debe corresponder, en primer término, a los países más avanzados.
En este sentido, conviene recordar que si la Cumbre sobre seguridad alimentaria de la FAO de Roma se cerró con una controvertida declaración final que fue criticada por su tibieza, también trasladó al G-8 el reto de ofrecer una respuesta ante el alza de los precios de los alimentos. Se le ha emplazado a traducir las declaraciones de intenciones en intervenciones eficaces que promuevan una reactivación de la agricultura en los países en desarrollo. Se le ha reclamado igualmente que busque soluciones a dos polémicas cuestiones: la especulación en los mercados de cereales y la producción de biocombustibles.
Es cierto que la reunión del G-8 se produce en una coyuntura internacional adversa. Nos encontramos ante unas expectativas nada halagüeñas en las que los frentes abiertos son sumamente inquietantes: turbulencias financieras, alzas de los precios del petróleo, crecientes presiones inflacionistas y marcada desaceleración económica.
Sin embargo, paliar las privaciones y el sufrimiento causados por el alza desmesurada de los precios de los alimentos en los países más pobres debería ser el objetivo primordial de la reunión del G-8. Lo anterior parece difícilmente refutable cuando se valora la verdadera dimensión de una tragedia que amenaza a 290 millones de personas, causando lo que el Programa Mundial de Alimentos compara acertadamente con un silencioso ‘tsunami’. Hay que tener presente, asimismo, que la crisis alimentaria viene a ensombrecer un panorama ya de por sí extremadamente sombrío, pues el número de emergencias alimentarias ha pasado de un promedio de 15 por año en la década de los ochenta, a más de 30 por año desde el comienzo del nuevo milenio.
Una constatación de la capacidad de respuesta de la que las naciones avanzadas son capaces cuando existe una voluntad política clara es la inyección de más de un billón de dólares por parte de la Reserva Federal Norteamericana y del Banco Central Europeo en los últimos seis meses para conjurar el riesgo de un agravamiento de la crisis financiera. Los expertos estiman que una cantidad sensiblemente inferior -unos 14.500 millones de dólares- sería suficiente para atender las necesidades inmediatas de los 54 países más vulnerables ante la crisis alimentaria.
Existe otro tipo de argumentos para reclamar una actuación decidida del G-8: la situación actual es, en parte, consecuencia del abandono de la actividad agrícola al que se vieron forzadas las economías más pobres, ante la competencia desleal de las exportaciones subvencionadas procedentes de los países desarrollados. El propio Poul Nielson denunció esta situación cuando era comisario de Desarrollo de la Unión Europea y se sorprendía de que la Política Agrícola Común dedicase al sostenimiento de siete millones de agricultores el doble de los recursos invertidos en el desarrollo de 3.000 millones de personas viviendo con menos de dos dólares al día.
Además, la búsqueda de soluciones no sólo se justifica por imperativos éticos, sino que redundaría en claros beneficios para las propias sociedades desarrolladas. Ello se explica porque la pobreza acaba siendo fuente de numerosos problemas que superan el ámbito nacional. Así, fenómenos como el cambio climático, las migraciones masivas o la creciente inseguridad, sin ser resultado exclusivo de la pobreza, son exacerbados por ésta.
Lo que aquí se sostiene es que aquellos mecanismos de previsión social que configuraron un Estado del Bienestar que ha mostrado su idoneidad en los países desarrollados deberían reproducirse ahora internacionalmente. De igual modo que las clases privilegiadas de los países ricos han venido sosteniendo financieramente unas políticas públicas ventajosas para el conjunto de sus sociedades, ahora deben ser las naciones del Norte las que corrijan las desigualdades a escala mundial.
Seguir apostando por un modelo de relaciones internacionales profundamente injusto es, sencillamente, insostenible. Desde este punto de vista, un bochornoso ejemplo sirve para ilustrar la incoherencia entre el discurso de los líderes comunitarios y determinadas políticas de la UE: los subsidios anuales a los productos lácteos implican un gasto de unos 900 dólares por vaca, casi el doble de la renta media anual por habitante en África subsahariana y una cifra escandalosamente más elevada que los 8 dólares por persona que supone la ayuda per cápita de la UE al subcontinente.
Existen, no obstante, motivos para el optimismo, puesto que en anteriores ocasiones el G-8 fue capaz de adoptar decisiones que se están traduciendo en logros tangibles en materia de desarrollo humano. Éste es el caso del acuerdo de condonación de la deuda alcanzado en la Cumbre de Gleneagles (Escocia) en 2005. Si bien es cierto que tan sólo vino a refrendar decisiones ya tomadas en el marco de la Iniciativa para los Países Pobres Altamente Endeudados, esta medida logró zanjar el debate acerca del procedimiento de financiación de dicha iniciativa.
Así pues, por ética, por justicia y por interés, ha llegado el momento de pasar de las palabras a la acción. Confiemos en que los líderes de las naciones más poderosas de la Tierra así lo entiendan…y actúen en consecuencia.
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