Por José María Ridao (EL PAÍS, 10/07/08):
A lo largo de las últimas semanas ha ido tomando cuerpo uno de los episodios más delicados para la paz y la seguridad mundiales desde el final de la Guerra Fría. El viceprimer ministro israelí, Shaul Mofaz, declaraba el 6 de junio que “será inevitable atacar a Irán para detener su programa atómico”. Otros miembros del Gabinete de Ehud Olmert lo desmintieron de inmediato, señalando que las declaraciones de Mofaz no reflejaban la posición oficial del Gobierno israelí y situándolas en el contexto de una lucha electoral que se considera inminente. Pero el momento escogido por el viceprimer ministro no fue casual: el día anterior habían concluido unas maniobras militares israelíes que, aunque secretas, se llevaron a cabo de manera que no pasaran desapercibidas, según fuentes norteamericanas. Más de un centenar de aviones de combate, además de helicópteros y aeronaves nodriza, se desplegaron en un radio de 900 millas desde sus bases. Es decir, la distancia que, de acuerdo con los expertos, deberían recorrer los aparatos israelíes para bombardear objetivos en Irán.
Estas maniobras militares, más aún que la literalidad de las declaraciones de Mofaz, demuestran hasta qué punto conviene tomarse en serio la interminable partida de póquer que se viene desarrollando en torno al programa nuclear iraní. No se trata de un programa nuevo, sino de una vieja aspiración que Teherán empezó a acariciar en los años sesenta, todavía bajo el Gobierno del Shah. La llegada al poder del ayatolá Jomeini, tras la revolución de 1979, interrumpió las investigaciones, que sólo se retomaron algo después. Pero las alarmas no se encendieron para Estados Unidos hasta 2002, cuando un grupo de exiliados iraníes informó de los progresos que llevaba a cabo Teherán. Los tratos con el Gobierno de Jatamí condujeron a una moratoria en 2003, rota dos años más tarde, tras la victoria del actual presidente, Ahmadineyad. Desde entonces, ninguna mediación, ninguna ronda de contactos, ningún régimen de sanciones, ha conseguido arrancar de Teherán el compromiso de detener el programa. El Gobierno iraní insiste, y por el momento no falta del todo a la verdad, en que sus iniciativas están cubiertas por el Tratado de No Proliferación, del que Irán es firmante. Los procedimientos para enriquecer uranio con fines civiles son los mismos, sin embargo, que los necesarios para fabricar bombas atómicas, y ahí reside el temor de los norteamericanos, los europeos y, por descontado, Israel, un país contra el que Ahmadineyad no deja de dirigir una incendiaria retórica bélica.
Aunque el miedo suele ser un sentimiento irracional, en este caso, existen cálculos estratégicos con fundamento. La política de aislamiento internacional a la que, con intensidad variable, se ha venido sometiendo a Irán desde la revolución jomeinista no ha hecho al país más débil, sino que lo ha consolidado como una de las grandes potencias de la región. Y lo peor es que este fiasco no se debe tanto a los aciertos del régimen iraní como a los errores cometidos por sus principales oponentes, con Estados Unidos e Israel a la cabeza. Hoy existe un alto grado de acuerdo en que Teherán no sólo se siente más fuerte, sino que es, de hecho, más fuerte desde que Bush adoptó la decisión de invadir Irak. Pero el acuerdo cede cuando, en lugar de limitarse a constatar esta evidencia, observadores y expertos tratan de explicar las razones por las que una guerra que jamás debió emprenderse ha reforzado la posición regional e, incluso, internacional de Irán.
Mucho se ha especulado, a este respecto, sobre el papel del chiismo, dando a entender que la presencia en Irak de grupos armados fieles a esta rama del Islam ha puesto en manos del régimen iraní un potente instrumento para hostigar a Estados Unidos, convirtiéndolo en árbitro de la situación tanto para activar la insurgencia como, en su caso, para detenerla. Se trata, seguramente, de un análisis equivocado, de un simple espejismo. Puede que Irán esté en condiciones de instigar a los insurgentes chiíes en Irak, y es incluso probable que lo haya hecho. Pero lo que no resulta tan seguro es que, con o sin un eventual acuerdo con Estados Unidos, pueda desactivarlos: los grupos chiíes de Irak que han optado por la violencia no sólo responden a estímulos religiosos, sino también nacionales, como ya se demostró en tiempos de Sadam. Insistir en el espejismo de que Teherán puede mover los hilos de Irak según su conveniencia, de que la lealtad religiosa de los iraquíes chiíes es superior a la lealtad nacional, a la búsqueda del poder en su propio país, impide en gran medida advertir el cúmulo de razones militares y estratégicas por las que Irán ha reforzado su posición tras la caída de Sadam.
El peso de Irán en la región no depende tanto de las actividades de los grupos insurgentes chiíes al otro lado de su frontera como del hecho de que Estados Unidos, con el ejército más poderoso del mundo, se ha empantanado en Irak. Durante los meses previos a la invasión, el Pentágono, animado por Rumsfeld, evaluaba las posibilidades de librar dos guerras al mismo tiempo, y la respuesta fue afirmativa. Las dificultades en Irak -a las que, para remate, se suma ahora el deterioro en Afganistán- demuestran exactamente lo contrario: tanto por razones militares como también políticas y económicas, Estados Unidos se encuentra al límite de su capacidad militar convencional en la región. Todo parece indicar que el Gobierno de Teherán es consciente de esta momentánea debilidad de los norteamericanos, a la que vino a sumarse el error israelí cuando, en el verano de 2006, lanzó un ataque masivo contra Hezbolá en el Líbano. Como Estados Unidos en Irak, Israel no perdió la guerra, pero tampoco la ganó, y el resultado fue similar al que Washington lleva digiriendo desde hace cinco años: aunque los israelíes no están en el límite de su capacidad militar convencional, Hezbolá les demostró que, en cualquier caso, esa capacidad tiene un límite. En definitiva, Irán cuenta, o cree contar, con un margen suficiente para continuar con su programa nuclear antes de verse confrontado a un ataque.
La apreciación iraní sobre la situación militar de Estados Unidos e Israel en Oriente Próximo tal vez se haya visto confirmada, además, por la secuencia de las estrategias empleadas en su contra desde 2001. En el curso de pocos años, el régimen iraní ha debido de percibir una gradación descendente en el discurso de Washington, y en mucha menor medida de Israel. Su inclusión en el Eje del Mal durante la campaña de propaganda que precedió a la invasión de Irak, y que tuvo por efecto convertir el programa nuclear en una cuestión nacional para todas las tendencias políticas iraníes, sin distinción, dejó paso a un sistema de sanciones. Por duras que fueran o, incluso, por duras que puedan ser aún en el futuro, a ojos de Irán se trata de una atenuación de la amenaza, que se traslada desde el ámbito militar al diplomático. En este mismo sentido se debieron de interpretar entre los estrategas iraníes las declaraciones del candidato Barack Obama en las que se comprometía a establecer un diálogo directo con Teherán si ganaba las elecciones. Aunque el anuncio de Obama va en la buena dirección -en realidad, en la única dirección que puede conducir a una solución-, el régimen iraní sólo ha podido interpretarlo como un nuevo descenso del riesgo, como una nueva atenuación de la amenaza.
Es difícil suponer que, en este contexto, Irán encuentre motivo alguno para renunciar a su programa nuclear. Pero, al mismo tiempo, es difícil que Israel pueda avenirse a cualquier solución que no pase por su detención, justo porque su evaluación del contexto es simétrica a la de Teherán. Estos dos ejes son los que definen la encrucijada nuclear en Oriente Próximo, cuya evolución será sin duda determinante en todos y cada uno de los conflictos de la región, pero también para la paz y la seguridad mundiales. Con la disuasión convencional estancada tras los errores de la guerra de Irak y la del Líbano, el monopolio de la capacidad nuclear se ha convertido, en la perspectiva estratégica de Israel, en una irrenunciable garantía existencial, sobre la que no cabe compromiso alguno. A esta percepción se une el pronóstico, por lo demás, altamente verosímil, de que un Irán nuclearizado abriría las puertas a la proliferación en otros países del área, como Arabia Saudí, Siria o Egipto.
La salida es hoy tan difícil que palabras como las de Shaul Mofaz hacen saltar las alarmas; tanto como las amenazas iraníes contra Tel Aviv, respaldadas estos mismos días con el ensayo de nuevos misiles.
A lo largo de las últimas semanas ha ido tomando cuerpo uno de los episodios más delicados para la paz y la seguridad mundiales desde el final de la Guerra Fría. El viceprimer ministro israelí, Shaul Mofaz, declaraba el 6 de junio que “será inevitable atacar a Irán para detener su programa atómico”. Otros miembros del Gabinete de Ehud Olmert lo desmintieron de inmediato, señalando que las declaraciones de Mofaz no reflejaban la posición oficial del Gobierno israelí y situándolas en el contexto de una lucha electoral que se considera inminente. Pero el momento escogido por el viceprimer ministro no fue casual: el día anterior habían concluido unas maniobras militares israelíes que, aunque secretas, se llevaron a cabo de manera que no pasaran desapercibidas, según fuentes norteamericanas. Más de un centenar de aviones de combate, además de helicópteros y aeronaves nodriza, se desplegaron en un radio de 900 millas desde sus bases. Es decir, la distancia que, de acuerdo con los expertos, deberían recorrer los aparatos israelíes para bombardear objetivos en Irán.
Estas maniobras militares, más aún que la literalidad de las declaraciones de Mofaz, demuestran hasta qué punto conviene tomarse en serio la interminable partida de póquer que se viene desarrollando en torno al programa nuclear iraní. No se trata de un programa nuevo, sino de una vieja aspiración que Teherán empezó a acariciar en los años sesenta, todavía bajo el Gobierno del Shah. La llegada al poder del ayatolá Jomeini, tras la revolución de 1979, interrumpió las investigaciones, que sólo se retomaron algo después. Pero las alarmas no se encendieron para Estados Unidos hasta 2002, cuando un grupo de exiliados iraníes informó de los progresos que llevaba a cabo Teherán. Los tratos con el Gobierno de Jatamí condujeron a una moratoria en 2003, rota dos años más tarde, tras la victoria del actual presidente, Ahmadineyad. Desde entonces, ninguna mediación, ninguna ronda de contactos, ningún régimen de sanciones, ha conseguido arrancar de Teherán el compromiso de detener el programa. El Gobierno iraní insiste, y por el momento no falta del todo a la verdad, en que sus iniciativas están cubiertas por el Tratado de No Proliferación, del que Irán es firmante. Los procedimientos para enriquecer uranio con fines civiles son los mismos, sin embargo, que los necesarios para fabricar bombas atómicas, y ahí reside el temor de los norteamericanos, los europeos y, por descontado, Israel, un país contra el que Ahmadineyad no deja de dirigir una incendiaria retórica bélica.
Aunque el miedo suele ser un sentimiento irracional, en este caso, existen cálculos estratégicos con fundamento. La política de aislamiento internacional a la que, con intensidad variable, se ha venido sometiendo a Irán desde la revolución jomeinista no ha hecho al país más débil, sino que lo ha consolidado como una de las grandes potencias de la región. Y lo peor es que este fiasco no se debe tanto a los aciertos del régimen iraní como a los errores cometidos por sus principales oponentes, con Estados Unidos e Israel a la cabeza. Hoy existe un alto grado de acuerdo en que Teherán no sólo se siente más fuerte, sino que es, de hecho, más fuerte desde que Bush adoptó la decisión de invadir Irak. Pero el acuerdo cede cuando, en lugar de limitarse a constatar esta evidencia, observadores y expertos tratan de explicar las razones por las que una guerra que jamás debió emprenderse ha reforzado la posición regional e, incluso, internacional de Irán.
Mucho se ha especulado, a este respecto, sobre el papel del chiismo, dando a entender que la presencia en Irak de grupos armados fieles a esta rama del Islam ha puesto en manos del régimen iraní un potente instrumento para hostigar a Estados Unidos, convirtiéndolo en árbitro de la situación tanto para activar la insurgencia como, en su caso, para detenerla. Se trata, seguramente, de un análisis equivocado, de un simple espejismo. Puede que Irán esté en condiciones de instigar a los insurgentes chiíes en Irak, y es incluso probable que lo haya hecho. Pero lo que no resulta tan seguro es que, con o sin un eventual acuerdo con Estados Unidos, pueda desactivarlos: los grupos chiíes de Irak que han optado por la violencia no sólo responden a estímulos religiosos, sino también nacionales, como ya se demostró en tiempos de Sadam. Insistir en el espejismo de que Teherán puede mover los hilos de Irak según su conveniencia, de que la lealtad religiosa de los iraquíes chiíes es superior a la lealtad nacional, a la búsqueda del poder en su propio país, impide en gran medida advertir el cúmulo de razones militares y estratégicas por las que Irán ha reforzado su posición tras la caída de Sadam.
El peso de Irán en la región no depende tanto de las actividades de los grupos insurgentes chiíes al otro lado de su frontera como del hecho de que Estados Unidos, con el ejército más poderoso del mundo, se ha empantanado en Irak. Durante los meses previos a la invasión, el Pentágono, animado por Rumsfeld, evaluaba las posibilidades de librar dos guerras al mismo tiempo, y la respuesta fue afirmativa. Las dificultades en Irak -a las que, para remate, se suma ahora el deterioro en Afganistán- demuestran exactamente lo contrario: tanto por razones militares como también políticas y económicas, Estados Unidos se encuentra al límite de su capacidad militar convencional en la región. Todo parece indicar que el Gobierno de Teherán es consciente de esta momentánea debilidad de los norteamericanos, a la que vino a sumarse el error israelí cuando, en el verano de 2006, lanzó un ataque masivo contra Hezbolá en el Líbano. Como Estados Unidos en Irak, Israel no perdió la guerra, pero tampoco la ganó, y el resultado fue similar al que Washington lleva digiriendo desde hace cinco años: aunque los israelíes no están en el límite de su capacidad militar convencional, Hezbolá les demostró que, en cualquier caso, esa capacidad tiene un límite. En definitiva, Irán cuenta, o cree contar, con un margen suficiente para continuar con su programa nuclear antes de verse confrontado a un ataque.
La apreciación iraní sobre la situación militar de Estados Unidos e Israel en Oriente Próximo tal vez se haya visto confirmada, además, por la secuencia de las estrategias empleadas en su contra desde 2001. En el curso de pocos años, el régimen iraní ha debido de percibir una gradación descendente en el discurso de Washington, y en mucha menor medida de Israel. Su inclusión en el Eje del Mal durante la campaña de propaganda que precedió a la invasión de Irak, y que tuvo por efecto convertir el programa nuclear en una cuestión nacional para todas las tendencias políticas iraníes, sin distinción, dejó paso a un sistema de sanciones. Por duras que fueran o, incluso, por duras que puedan ser aún en el futuro, a ojos de Irán se trata de una atenuación de la amenaza, que se traslada desde el ámbito militar al diplomático. En este mismo sentido se debieron de interpretar entre los estrategas iraníes las declaraciones del candidato Barack Obama en las que se comprometía a establecer un diálogo directo con Teherán si ganaba las elecciones. Aunque el anuncio de Obama va en la buena dirección -en realidad, en la única dirección que puede conducir a una solución-, el régimen iraní sólo ha podido interpretarlo como un nuevo descenso del riesgo, como una nueva atenuación de la amenaza.
Es difícil suponer que, en este contexto, Irán encuentre motivo alguno para renunciar a su programa nuclear. Pero, al mismo tiempo, es difícil que Israel pueda avenirse a cualquier solución que no pase por su detención, justo porque su evaluación del contexto es simétrica a la de Teherán. Estos dos ejes son los que definen la encrucijada nuclear en Oriente Próximo, cuya evolución será sin duda determinante en todos y cada uno de los conflictos de la región, pero también para la paz y la seguridad mundiales. Con la disuasión convencional estancada tras los errores de la guerra de Irak y la del Líbano, el monopolio de la capacidad nuclear se ha convertido, en la perspectiva estratégica de Israel, en una irrenunciable garantía existencial, sobre la que no cabe compromiso alguno. A esta percepción se une el pronóstico, por lo demás, altamente verosímil, de que un Irán nuclearizado abriría las puertas a la proliferación en otros países del área, como Arabia Saudí, Siria o Egipto.
La salida es hoy tan difícil que palabras como las de Shaul Mofaz hacen saltar las alarmas; tanto como las amenazas iraníes contra Tel Aviv, respaldadas estos mismos días con el ensayo de nuevos misiles.
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