Por Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay, abogado y periodista (EL PAÍS, 06/07/08):
Brasil está conmemorando los 200 años de la llegada a Río de Janeiro de la monarquía portuguesa, astutamente trasladada por la Armada británica para preservarla de la invasión napoleónica. Un libro que recuerda ese hecho -1808- encabeza la lista de los más vendidos desde hace 34 semanas y no es para menos, porque ese traslado fue factor determinante para que el Imperio lusitano de América permaneciera unido en un solo y enorme país, mientras los españoles nos despedazábamos en una veintena de repúblicas independientes, la mayoría enojadas entre sí por rivalidades de sus líderes o conflictos de fronteras que en parte aún perviven.
Por su población joven, su estilo musical y colorido y su espíritu tradicionalmente optimista, el del “hombre cordial” que definió el gran historiador Sergio Buarque de Hollanda (hoy más conocido por ser padre del cantante), Brasil no es muy afecto a mirar hacia atrás; pero este aniversario coincide con un momento próspero del país, que invita a observarlo en la perspectiva de dos siglos.
En un país que fue monarquía reina hoy una democracia muy sólida, que por vez primera incluso balancea el poder -desde hace cuatro períodos- entre dos grandes partidos. Una sociedad que sufrió tres siglos de esclavitud es gobernada hoy por un obrero metalúrgico emigrado desde el pobre nordeste, que accedió pacíficamente a los imperiales palacios de Brasilia, liturgia modernista del Estado consagrada por sus revolucionarios arquitectos. Una economía que llegó a tasas inflacionarias que superaron el 1.000% en los años 80 y aún 90 del pasado siglo alcanza hoy el investment grade que lo sitúa en el primer nivel para las inversiones internacionales.
Lo interesante es que hace muy poco tiempo se le veía lento frente a la expansión económica del resto de América Latina: sólo un 2,7% de promedio de crecimiento entre 1984 y 2003. La sensación era lógica, pero no provenía de una política errática, sino todo lo contrario. Mantenía tasas altísimas de interés y un enorme superávit primario en su presupuesto, en la procura de un saneamiento financiero profundo que permitiera asentar una expansión sana de futuro. Cuando arribó el gran momento internacional, con los formidables precios de hierro, soja y carne, pudo así cosechar aquella ortodoxia y crecer al 4,6% entre 2004 y 2008.
Si el PT hubiera obtenido la presidencia dos elecciones antes probablemente se habría hundido en el mar de los viejos eslóganes populistas. Pero llegó al poder transformado y en ello es fundamental la figura personalísima de Lula, que tantas veces ha dicho, ante la obvia pregunta sobre su particular orientación, que su Gobierno no es de izquierda sino una coalición en que hay un partido de izquierda como el PT asociado a otras fuerzas con las que ha coincidido en un programa nacional. La realidad nos dice que es la astucia y apertura mental de ese presidente lo que ha hecho posible el cambio, invirtiendo -y poniendo incluso a prueba- su popularidad inicial, en la liquidación total de la deuda externa y la acumulación de 200.000 millones de dólares de reserva, que alientan la expansión creciente de la inversión y sus rumbosos descubrimientos de reservas petrolíferas.
A Lula no se le han pegado los escándalos de corrupción que estallaron en su entorno más cercano, en el propio Palacio de Planalto, y que a mediados de 2005 parecían poner a su Gobierno al borde del colapso. Él ha surfeado todas las olas hasta transformarse en un mito nacional. Pelé fue el primer rey negro y lo sigue siendo a cabalidad en un fútbol que es parte integrante de la identidad nacional. Lula es el primer obrero presidente en una república de élites tradicionales. Su figura está más allá de la política y de su partido. El ejercicio del poder no ha cambiado su talante amable, esa expresión cadenciosa y cálida de su voz abaritonada, el uso pícaro del gracejo popular. Ese enorme capital político es el que ha sustentado aquellos primeros años de ortodoxia y le permite llegar a esta bonanza con las velas desplegadas.
Este Brasil del investment grade debe también su éxito a la continuidad de una política que permitió, bajo el ministerio de Fernando Henrique Cardoso y luego sus dos presidencias, estabilizar las finanzas y salir de aquellas hiperinflaciones de cuatro dígitos. Aquí está una clave de la historia brasileña, impregnada de un sentido evolutivo del cambio, bien distinto al rupturismo que ha caracterizado a la dramática Argentina. Cuando en Brasil ha brotado la amenaza del quiebre, el sistema se ha encargado de conjurarla, como pasó con Collor de Melo y Janio Quadros, gobernantes exaltados que hubieron de abandonar el poder. La misma dictadura militar de 1964 fue un caso extraño, porque ejerció el poder dos décadas, alternando cada cuatro años un presidente militar, en una ordenada rotación institucional que impidió el surgimiento del dictador personalista y mesiánico.
Curiosamente, donde Lula adolece es en el más histórico ámbito del éxito brasileño: la política exterior. El Mercosur vive de crisis en crisis, sin que Brasil haya logrado conducirlo, mientras Chávez ocupa el escenario con sus demagógicos planteos anti-yanquis y arrastra a la región hacia la construcción de una organización sudamericana, cuyo obvio propósito es dejar de lado a México y fortalecer la influencia de los Gobiernos populistas. Todo lo cual es contradictorio con la propia política exterior brasileña, que ha procurado desarrollar con Estados Unidos una privilegiada relación, montando incluso un programa conjunto de producción de bio-combustibles.
Dentro de dos años rotará el Gobierno y nadie mira con aprehensión la circunstancia. Todas las opciones a la vista son razonables. Ya no hay izquierda radical ni derecha nacionalista con opción de poder. Quienes vengan seguirán, inevitablemente, esta ruta exitosa, comenzada por las libertades alcanzadas con Sarney, el saneamiento realizado por Cardoso y el crecimiento de hoy. Sin embargo, este momento estelar es también el de las contradicciones que enfrenten los albores de la modernidad con los remanentes de un pasado de pobreza. El Brasil exporta 137.000 millones de dólares, cuadriplicando las exportaciones de hace cuatro años, pero permanece como la economía de la región más cerrada a la importación. Produce aviones de vanguardia pero lucha con favelas dominadas por el narcotráfico. Petrobras alcanza un valor de bolsa superior a todo el PIB argentino, pero tolera la devastación de la Amazonia por aventureros y corruptos. Controla el 40% del comercio mundial de carne pero su educación pública está muy por debajo de Chile, Argentina y Uruguay. Recogió el año pasado 57.000 millones de dólares de inversión extranjera directa, pero su tasa de ahorro es tres veces menor que la de China. Esas contradicciones seguirán en su panorama seguramente por muchos años. Aunque nadie duda de que Brasil ya no es aquel postergado “país del futuro” del que hablaba Stefan Zweig, sino un gran actor presente, un monster country cuyo peso no está dado tan sólo por su tamaño.
Brasil está conmemorando los 200 años de la llegada a Río de Janeiro de la monarquía portuguesa, astutamente trasladada por la Armada británica para preservarla de la invasión napoleónica. Un libro que recuerda ese hecho -1808- encabeza la lista de los más vendidos desde hace 34 semanas y no es para menos, porque ese traslado fue factor determinante para que el Imperio lusitano de América permaneciera unido en un solo y enorme país, mientras los españoles nos despedazábamos en una veintena de repúblicas independientes, la mayoría enojadas entre sí por rivalidades de sus líderes o conflictos de fronteras que en parte aún perviven.
Por su población joven, su estilo musical y colorido y su espíritu tradicionalmente optimista, el del “hombre cordial” que definió el gran historiador Sergio Buarque de Hollanda (hoy más conocido por ser padre del cantante), Brasil no es muy afecto a mirar hacia atrás; pero este aniversario coincide con un momento próspero del país, que invita a observarlo en la perspectiva de dos siglos.
En un país que fue monarquía reina hoy una democracia muy sólida, que por vez primera incluso balancea el poder -desde hace cuatro períodos- entre dos grandes partidos. Una sociedad que sufrió tres siglos de esclavitud es gobernada hoy por un obrero metalúrgico emigrado desde el pobre nordeste, que accedió pacíficamente a los imperiales palacios de Brasilia, liturgia modernista del Estado consagrada por sus revolucionarios arquitectos. Una economía que llegó a tasas inflacionarias que superaron el 1.000% en los años 80 y aún 90 del pasado siglo alcanza hoy el investment grade que lo sitúa en el primer nivel para las inversiones internacionales.
Lo interesante es que hace muy poco tiempo se le veía lento frente a la expansión económica del resto de América Latina: sólo un 2,7% de promedio de crecimiento entre 1984 y 2003. La sensación era lógica, pero no provenía de una política errática, sino todo lo contrario. Mantenía tasas altísimas de interés y un enorme superávit primario en su presupuesto, en la procura de un saneamiento financiero profundo que permitiera asentar una expansión sana de futuro. Cuando arribó el gran momento internacional, con los formidables precios de hierro, soja y carne, pudo así cosechar aquella ortodoxia y crecer al 4,6% entre 2004 y 2008.
Si el PT hubiera obtenido la presidencia dos elecciones antes probablemente se habría hundido en el mar de los viejos eslóganes populistas. Pero llegó al poder transformado y en ello es fundamental la figura personalísima de Lula, que tantas veces ha dicho, ante la obvia pregunta sobre su particular orientación, que su Gobierno no es de izquierda sino una coalición en que hay un partido de izquierda como el PT asociado a otras fuerzas con las que ha coincidido en un programa nacional. La realidad nos dice que es la astucia y apertura mental de ese presidente lo que ha hecho posible el cambio, invirtiendo -y poniendo incluso a prueba- su popularidad inicial, en la liquidación total de la deuda externa y la acumulación de 200.000 millones de dólares de reserva, que alientan la expansión creciente de la inversión y sus rumbosos descubrimientos de reservas petrolíferas.
A Lula no se le han pegado los escándalos de corrupción que estallaron en su entorno más cercano, en el propio Palacio de Planalto, y que a mediados de 2005 parecían poner a su Gobierno al borde del colapso. Él ha surfeado todas las olas hasta transformarse en un mito nacional. Pelé fue el primer rey negro y lo sigue siendo a cabalidad en un fútbol que es parte integrante de la identidad nacional. Lula es el primer obrero presidente en una república de élites tradicionales. Su figura está más allá de la política y de su partido. El ejercicio del poder no ha cambiado su talante amable, esa expresión cadenciosa y cálida de su voz abaritonada, el uso pícaro del gracejo popular. Ese enorme capital político es el que ha sustentado aquellos primeros años de ortodoxia y le permite llegar a esta bonanza con las velas desplegadas.
Este Brasil del investment grade debe también su éxito a la continuidad de una política que permitió, bajo el ministerio de Fernando Henrique Cardoso y luego sus dos presidencias, estabilizar las finanzas y salir de aquellas hiperinflaciones de cuatro dígitos. Aquí está una clave de la historia brasileña, impregnada de un sentido evolutivo del cambio, bien distinto al rupturismo que ha caracterizado a la dramática Argentina. Cuando en Brasil ha brotado la amenaza del quiebre, el sistema se ha encargado de conjurarla, como pasó con Collor de Melo y Janio Quadros, gobernantes exaltados que hubieron de abandonar el poder. La misma dictadura militar de 1964 fue un caso extraño, porque ejerció el poder dos décadas, alternando cada cuatro años un presidente militar, en una ordenada rotación institucional que impidió el surgimiento del dictador personalista y mesiánico.
Curiosamente, donde Lula adolece es en el más histórico ámbito del éxito brasileño: la política exterior. El Mercosur vive de crisis en crisis, sin que Brasil haya logrado conducirlo, mientras Chávez ocupa el escenario con sus demagógicos planteos anti-yanquis y arrastra a la región hacia la construcción de una organización sudamericana, cuyo obvio propósito es dejar de lado a México y fortalecer la influencia de los Gobiernos populistas. Todo lo cual es contradictorio con la propia política exterior brasileña, que ha procurado desarrollar con Estados Unidos una privilegiada relación, montando incluso un programa conjunto de producción de bio-combustibles.
Dentro de dos años rotará el Gobierno y nadie mira con aprehensión la circunstancia. Todas las opciones a la vista son razonables. Ya no hay izquierda radical ni derecha nacionalista con opción de poder. Quienes vengan seguirán, inevitablemente, esta ruta exitosa, comenzada por las libertades alcanzadas con Sarney, el saneamiento realizado por Cardoso y el crecimiento de hoy. Sin embargo, este momento estelar es también el de las contradicciones que enfrenten los albores de la modernidad con los remanentes de un pasado de pobreza. El Brasil exporta 137.000 millones de dólares, cuadriplicando las exportaciones de hace cuatro años, pero permanece como la economía de la región más cerrada a la importación. Produce aviones de vanguardia pero lucha con favelas dominadas por el narcotráfico. Petrobras alcanza un valor de bolsa superior a todo el PIB argentino, pero tolera la devastación de la Amazonia por aventureros y corruptos. Controla el 40% del comercio mundial de carne pero su educación pública está muy por debajo de Chile, Argentina y Uruguay. Recogió el año pasado 57.000 millones de dólares de inversión extranjera directa, pero su tasa de ahorro es tres veces menor que la de China. Esas contradicciones seguirán en su panorama seguramente por muchos años. Aunque nadie duda de que Brasil ya no es aquel postergado “país del futuro” del que hablaba Stefan Zweig, sino un gran actor presente, un monster country cuyo peso no está dado tan sólo por su tamaño.
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