Por Carlos Malamud, catedrático de la UNED e investigador del Real Instituto Elcano (EL CORREO DIGITAL, 14/07/08):
E l 26 de junio se cumplió el primer centenario del nacimiento de Salvador Allende, una de las figuras más emblemáticas del siglo XX chileno y, también, de toda América Latina. Allende dedicó buena parte de su vida adulta al compromiso político y a su militancia en el Partido Socialista. Su biografía está jalonada de eventos vinculados con esa lucha: fue diputado, senador, ministro, cuatro veces candidato a la presidencia (1952, 1958, 1964 y 1970) y, finalmente y hasta su muerte, presidente de Chile.
En 1970 encabezó una amplia coalición de partidos de izquierda, la Unidad Popular (UP), que impulsó lo que se conoció como ‘vía chilena al socialismo’. Era un ensayo original que planteaba abiertamente y sin tapujos la posibilidad de que la izquierda llegara al poder a través de las urnas y no de las armas. En esos años de plomo y bala, una propuesta semejante debía acabar con demasiados fantasmas y eliminar numerosos tabúes para salir adelante.
Mientras la violencia emanaba en ambas direcciones, tanto desde la guerrilla como desde las dictaduras militares que la combatían, muy pocos en América Latina apostaban por la democracia. No creía en ella la izquierda, embarcada en la aventura de la revolución y la lucha armada, al considerarla una farsa que permitía la consolidación de oligarquías proimperialistas a través del fraude. Por eso, se la descalificaba por formal, burguesa y corrupta. Tampoco creía en ella la derecha, que observaba con temor cómo los sectores populares utilizaban los resquicios del sistema para desplazarla del poder. La democracia era un mecanismo estéril que impedía defender los verdaderos valores patrios, y para eso era mejor encomendarse a los métodos castrenses, mucho más certeros y expeditos.
En esos años, la política latinoamericana estaba marcada por la Revolución cubana. La estela de Fidel Castro provocaba oleadas de amor y odio, y nadie, prácticamente, permanecía indiferente. Fue entonces cuando Salvador Allende, junto a un nutrido grupo de seguidores, intentó marchar por un camino inédito y peligroso. Los riesgos provenían de sus propias filas, descreídas de las opciones y las posibilidades de la democracia para la defensa y promoción de los intereses populares, y también de las filas contrarias, renuentes a que un marxista ocupara la presidencia de Chile.
En 1970, Allende conquistó el 36,3% de los votos, por encima de los candidatos de la democracia cristiana y la derecha. Al no tener la mayoría absoluta, el Congreso debió decidir la elección. Pese a las enormes presiones de dentro y fuera del país sobre los políticos y los militares, los parlamentarios decidieron cumplir con una norma no escrita que permitió elegir en comicios anteriores al candidato más votado, en este caso el de la UP. Las instituciones chilenas y sus principales actores funcionaron eficazmente. Con algunas zozobras, como el asesinato del general René Schneider, el Gobierno popular comenzó su andadura, aunque en un mar proceloso y lleno de turbulencias.
No es éste el lugar idóneo para realizar una evaluación de los logros y los fracasos del Gobierno de Allende, un juicio que espera estudios más pausados y equilibrados de la historiografía chilena, si bien algo se ha avanzado en los últimos años. El tema no es sencillo dado el clima de fuerte polarización existente en el país en los meses previos al brutal e injustificado golpe de Estado que llevaría al poder a Augusto Pinochet. Hay sin embargo un par de cosas que quisiera destacar, que sirvieron para crispar todavía más a una sociedad fuertemente dividida. En primer lugar, la creencia de muchos partidos y militantes de la UP de que el triunfo electoral, aunque exiguo, era el pistoletazo de salida para iniciar las transformaciones sociales, políticas y económicas que deberían conducir al socialismo. Numerosos ministros y cuadros medios del Gobierno de Allende optaron por los atajos, como si en lugar de ganar con un 36,3% de los votos hubiesen estado respaldados por la legitimidad de un triunfo revolucionario. Así, se ensayaron reformas importantes sin contar con consensos sociales y políticos amplios, lo que fue, obviamente, motivo de rechazo y de ataques contra el Ejecutivo democrático. La legitimidad de origen era cuestionada por una legitimidad de ejercicio que provocaba resquemores.
En segundo lugar, la visita de Fidel Castro a Chile. Tras su expulsión de la OEA (Organización de Estados Americanos) en 1962, el régimen castrista vivía aislado de América Latina. El triunfo de la UP fue una buena oportunidad para romper el cerco. El 10 de noviembre, Castro comenzó una visita de Estado inicialmente programada para diez días, prolongada con posterioridad hasta el 4 de diciembre. Fue un gesto inútil a los efectos de consolidar el Gobierno de Allende, que sólo sirvió para dar más munición a los violentos de ambos bandos y a los sectores más golpistas.
El 11 de septiembre de 1973, los militares chilenos, con un vasto respaldo social y político, doblegaron a las instituciones democráticas y se llevaron por delante el Gobierno constitucional. En esos momentos críticos, Allende apostó por defender las instituciones y pagó con su vida ese último esfuerzo. Lo que enseñó su muerte a los chilenos es la dificultad de imponer al conjunto de la sociedad reformas que necesitan el aval de amplias y sólidas mayorías. Si para gobernar basta con mayorías simples, para impulsar transformaciones de fondo esas mismas mayorías terminan siendo claramente insuficientes. Las pretensiones de algunos gobiernos populistas latinoamericanos como los de Nicaragua, Argentina o Bolivia, elegidos con el 38%, el 45% o el 53% de los votos, de ir mucho más allá, chocan con problemas crecientes, especialmente cuando aumentan las dificultades económicas.
E l 26 de junio se cumplió el primer centenario del nacimiento de Salvador Allende, una de las figuras más emblemáticas del siglo XX chileno y, también, de toda América Latina. Allende dedicó buena parte de su vida adulta al compromiso político y a su militancia en el Partido Socialista. Su biografía está jalonada de eventos vinculados con esa lucha: fue diputado, senador, ministro, cuatro veces candidato a la presidencia (1952, 1958, 1964 y 1970) y, finalmente y hasta su muerte, presidente de Chile.
En 1970 encabezó una amplia coalición de partidos de izquierda, la Unidad Popular (UP), que impulsó lo que se conoció como ‘vía chilena al socialismo’. Era un ensayo original que planteaba abiertamente y sin tapujos la posibilidad de que la izquierda llegara al poder a través de las urnas y no de las armas. En esos años de plomo y bala, una propuesta semejante debía acabar con demasiados fantasmas y eliminar numerosos tabúes para salir adelante.
Mientras la violencia emanaba en ambas direcciones, tanto desde la guerrilla como desde las dictaduras militares que la combatían, muy pocos en América Latina apostaban por la democracia. No creía en ella la izquierda, embarcada en la aventura de la revolución y la lucha armada, al considerarla una farsa que permitía la consolidación de oligarquías proimperialistas a través del fraude. Por eso, se la descalificaba por formal, burguesa y corrupta. Tampoco creía en ella la derecha, que observaba con temor cómo los sectores populares utilizaban los resquicios del sistema para desplazarla del poder. La democracia era un mecanismo estéril que impedía defender los verdaderos valores patrios, y para eso era mejor encomendarse a los métodos castrenses, mucho más certeros y expeditos.
En esos años, la política latinoamericana estaba marcada por la Revolución cubana. La estela de Fidel Castro provocaba oleadas de amor y odio, y nadie, prácticamente, permanecía indiferente. Fue entonces cuando Salvador Allende, junto a un nutrido grupo de seguidores, intentó marchar por un camino inédito y peligroso. Los riesgos provenían de sus propias filas, descreídas de las opciones y las posibilidades de la democracia para la defensa y promoción de los intereses populares, y también de las filas contrarias, renuentes a que un marxista ocupara la presidencia de Chile.
En 1970, Allende conquistó el 36,3% de los votos, por encima de los candidatos de la democracia cristiana y la derecha. Al no tener la mayoría absoluta, el Congreso debió decidir la elección. Pese a las enormes presiones de dentro y fuera del país sobre los políticos y los militares, los parlamentarios decidieron cumplir con una norma no escrita que permitió elegir en comicios anteriores al candidato más votado, en este caso el de la UP. Las instituciones chilenas y sus principales actores funcionaron eficazmente. Con algunas zozobras, como el asesinato del general René Schneider, el Gobierno popular comenzó su andadura, aunque en un mar proceloso y lleno de turbulencias.
No es éste el lugar idóneo para realizar una evaluación de los logros y los fracasos del Gobierno de Allende, un juicio que espera estudios más pausados y equilibrados de la historiografía chilena, si bien algo se ha avanzado en los últimos años. El tema no es sencillo dado el clima de fuerte polarización existente en el país en los meses previos al brutal e injustificado golpe de Estado que llevaría al poder a Augusto Pinochet. Hay sin embargo un par de cosas que quisiera destacar, que sirvieron para crispar todavía más a una sociedad fuertemente dividida. En primer lugar, la creencia de muchos partidos y militantes de la UP de que el triunfo electoral, aunque exiguo, era el pistoletazo de salida para iniciar las transformaciones sociales, políticas y económicas que deberían conducir al socialismo. Numerosos ministros y cuadros medios del Gobierno de Allende optaron por los atajos, como si en lugar de ganar con un 36,3% de los votos hubiesen estado respaldados por la legitimidad de un triunfo revolucionario. Así, se ensayaron reformas importantes sin contar con consensos sociales y políticos amplios, lo que fue, obviamente, motivo de rechazo y de ataques contra el Ejecutivo democrático. La legitimidad de origen era cuestionada por una legitimidad de ejercicio que provocaba resquemores.
En segundo lugar, la visita de Fidel Castro a Chile. Tras su expulsión de la OEA (Organización de Estados Americanos) en 1962, el régimen castrista vivía aislado de América Latina. El triunfo de la UP fue una buena oportunidad para romper el cerco. El 10 de noviembre, Castro comenzó una visita de Estado inicialmente programada para diez días, prolongada con posterioridad hasta el 4 de diciembre. Fue un gesto inútil a los efectos de consolidar el Gobierno de Allende, que sólo sirvió para dar más munición a los violentos de ambos bandos y a los sectores más golpistas.
El 11 de septiembre de 1973, los militares chilenos, con un vasto respaldo social y político, doblegaron a las instituciones democráticas y se llevaron por delante el Gobierno constitucional. En esos momentos críticos, Allende apostó por defender las instituciones y pagó con su vida ese último esfuerzo. Lo que enseñó su muerte a los chilenos es la dificultad de imponer al conjunto de la sociedad reformas que necesitan el aval de amplias y sólidas mayorías. Si para gobernar basta con mayorías simples, para impulsar transformaciones de fondo esas mismas mayorías terminan siendo claramente insuficientes. Las pretensiones de algunos gobiernos populistas latinoamericanos como los de Nicaragua, Argentina o Bolivia, elegidos con el 38%, el 45% o el 53% de los votos, de ir mucho más allá, chocan con problemas crecientes, especialmente cuando aumentan las dificultades económicas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario