Por Gustavo Martín Garzo, escritor (EL PAÍS, 20/07/08):
“La verdad no se encuentra en un sueño, sino en muchos sueños”. Ésta es la cita que Pasolini elige como pórtico a su película Las mil y una noches. Pasolini culmina con ella su Trilogía de la vida. Ha realizado una película por año, pero en realidad se trata de una obra unitaria concebida en tres partes: El Decamerón, Los cuentos de Canterbury, y Las mil y una noches. Pasolini recurre a esos libros, herederos de la antigua tradición oral, para crear un arte, tal como quería Gramsci, que pudiera ser popular sin renunciar a la belleza, la inteligencia y la fuerza. Un arte que pudiese ser visto y comprendido por todos. Para hacerlo, abandona el cine ideológico de los últimos años y regresa en cierta forma a sus primeras películas: Accatone y Mamma Roma. Esas películas en las que denunció la marginalidad de la juventud proletaria de los barrios romanos.
La Trilogía supone un canto de celebración de la vida y la alegría del sexo. Un sexo atrevido, libre, fuente de afecto e ingenuidad. En realidad, como ha escrito José Luis Guarner, estas películas resumen las obsesiones de Pasolini: “La materialidad del cuerpo humano, su odio a la burguesía, la exaltación del sexo, la denuncia de la hipocresía, la fascinación de la muerte”. Suponen una protesta frente a la fealdad creciente de cuanto le rodea, y la terrible uniformización dictada por una sociedad capaz de transformar el cuerpo en mercancía, y corromper y banalizar el deseo.
Y, ciertamente, el sexo en estas películas puede ser pícaro y divertido, pero nunca es banal. Especialmente, en Las mil y una noches, en que el cuerpo humano se vuelve pura materia encantada. Eso es el sexo en ella: una celebración de la belleza del otro. Es curioso que estas películas constituyeran un escándalo cuando se estrenaron, ya que vistas hoy resultan de un candor casi infantil. Tal vez porque Pasolini se entrega en ellas al puro placer de contar. “Aquí acaban los cuentos de Canterbury, contado por el solo placer de contar”, así termina su adaptación de la obra de Chaucer. No es una frase cualquiera. El placer en Pasolini nunca es acomodaticio, es la expresión máxima de nuestra libertad frente al poder, tiene que ver con el gusto de contar. Y su película Las mil y una noches es el mejor ejemplo. Pocas veces se ha mostrado en el cine la radical heterogeneidad del corazón humano como en esta obra incomparable, cuya misteriosa y limpia belleza, 30 años después de haber sido hecha, sigue conmoviéndonos como un milagro.
Sin embargo, apenas unos meses después de terminada, Pasolini, en un texto lúcido y desgarrador, abjura públicamente de ella. “Reniego de la Trilogía, escribe, aunque no me arrepienta de haberla creado”. Pasolini no puede negar la sinceridad y la necesidad que le impulsaron a la representación de los cuerpos y de su símbolo culminante el sexo, pero se siente incomprendido por todos. La crítica le acusa de haber renunciado a su espíritu crítico y haber producido unas películas acomodaticias y sin interés, y el público apenas ve en ellas otra cosa que un mero producto de consumo y entretenimiento. Incluso tiene que asistir a la humillación de ver cómo se hacen numerosas secuelas llenas de vulgaridad y de fealdad.
Por eso abjura de su obra, y se embarca en la que habría de ser su última, Saló, o los 120 días de Sodoma. Se inspira en un texto de Sade, y toma como excusa la República de Saló, bajo el dominio de los nazis fascistas. En realidad, Saló es un ensayo, el texto de la abjuración. Puede que sea la más demoledora y fría denuncia del fascismo que se ha hecho jamás. El fascismo como poder anárquico que quiere abolir la historia y atropellar a la naturaleza. Nada hay en ella de la alegría y el gozo de los cuerpos. Los muchachos y las muchachas secuestrados apenas son otra cosa que mercancías embrutecidas. Sus desnudos nada tienen que ver con el pobre y casto esplendor de la Trilogía. El Eros que en Las mil y una noches era amor, aquí es sólo odio.
Debió de ser muy doloroso para Pasolini hacer esta película. Era el reconocimiento de que todo lo que amaba había terminado. Una sociedad egoísta, inclinada predominantemente hacia el lucro y el placer, adolescentes a los que les había sido robada la cultura, una visión del sexo alejada de la alegría; así era lo que tenía delante de los ojos. Pasolini, que había recibido como herencia del cristianismo la idea de la sacralidad de la vida, no podía resignarse a vivir en un mundo donde el cuerpo fuera una mercancía más, y lo fustigó en sus poemas, sus películas y artículos. En una de sus cartas, escribe a un amigo napolitano: “No le tengas miedo a lo sagrado y a los sentimientos, de los cuales el laicismo consumista ha privado a los hombres transformándoles en brutos y estúpidos autómatas adoradores de fetiches”.
Pero no llega a ver estrenada su película, y muere en noviembre de 1975 a manos de unos de esos muchachos de los arrabales que tanto defendió y amó. Las imágenes de su cuerpo brutalmente asesinado dan la vuelta al mundo. “En Roma se mata”, respondió Ninetto Davoli, su actor más querido, cuando le preguntaron qué pensaba. Y es verdad que nadie que le hubiera conocido podía extrañarse de su fin. Desde Acattone hasta Saló, ese cuerpo ultrajado, privado de amor, había aparecido sin descanso en su cine. Medea arroja los miembros de su hermano para que sus perseguidores se detengan a recogerlos; en Porcile, un muchacho tiembla de alegría al comer carne humana; hasta en Las mil y una noches, su película más pura y hermosa, hay muchachos que asesinan en sueños, ladrones crucificados, cadáveres abandonados entre las basuras.
Nunca ese cuerpo fue más hermoso que en el cuento de Lisabetta de El Decamerón. Los hermanos matan a su amante, y éste se le aparece en sus sueños para decirle dónde está. Ella acude en su busca y, al no poder llevarse su cuerpo completo, le corta la cabeza. Entonces la lava y la peina, y la oculta en una maceta de albahaca, que pone en su ventana. Boccaccio termina su cuento haciendo que sus hermanos la descubran y que Lisabetta muera de dolor, pero Pasolini detiene el suyo cuando ella se acerca a la ventana y tiende sus brazos para abrazar la cabeza escondida de su amante.
Es el triunfo del amor y del eros. La Trilogía de la vida expresa la nostalgia de Pasolini por un pueblo generoso y alegre, animado por esa suerte de patriotismo cósmico del que hablara Chesterton. Pero estas películas también hablan de algo que en su momento pocos entendieron: de su confianza en la cultura. Edipo, Medea, Los evangelios, Las mil y una noches, El Decamerón, La Divina Comedia…; estos son algunos de los libros que alimentan su cine. Pasolini nos dice que sólo ellos pueden devolvernos a las misteriosas redes de esos cuentos eternos que guardan la memoria de lo que fuimos alguna vez. La memoria de la infancia del mundo, de ese tiempo en que la verdad no cabía en un solo sueño y hasta los cuerpos muertos podían florecer si alguien les amaba.
“La verdad no se encuentra en un sueño, sino en muchos sueños”. Ésta es la cita que Pasolini elige como pórtico a su película Las mil y una noches. Pasolini culmina con ella su Trilogía de la vida. Ha realizado una película por año, pero en realidad se trata de una obra unitaria concebida en tres partes: El Decamerón, Los cuentos de Canterbury, y Las mil y una noches. Pasolini recurre a esos libros, herederos de la antigua tradición oral, para crear un arte, tal como quería Gramsci, que pudiera ser popular sin renunciar a la belleza, la inteligencia y la fuerza. Un arte que pudiese ser visto y comprendido por todos. Para hacerlo, abandona el cine ideológico de los últimos años y regresa en cierta forma a sus primeras películas: Accatone y Mamma Roma. Esas películas en las que denunció la marginalidad de la juventud proletaria de los barrios romanos.
La Trilogía supone un canto de celebración de la vida y la alegría del sexo. Un sexo atrevido, libre, fuente de afecto e ingenuidad. En realidad, como ha escrito José Luis Guarner, estas películas resumen las obsesiones de Pasolini: “La materialidad del cuerpo humano, su odio a la burguesía, la exaltación del sexo, la denuncia de la hipocresía, la fascinación de la muerte”. Suponen una protesta frente a la fealdad creciente de cuanto le rodea, y la terrible uniformización dictada por una sociedad capaz de transformar el cuerpo en mercancía, y corromper y banalizar el deseo.
Y, ciertamente, el sexo en estas películas puede ser pícaro y divertido, pero nunca es banal. Especialmente, en Las mil y una noches, en que el cuerpo humano se vuelve pura materia encantada. Eso es el sexo en ella: una celebración de la belleza del otro. Es curioso que estas películas constituyeran un escándalo cuando se estrenaron, ya que vistas hoy resultan de un candor casi infantil. Tal vez porque Pasolini se entrega en ellas al puro placer de contar. “Aquí acaban los cuentos de Canterbury, contado por el solo placer de contar”, así termina su adaptación de la obra de Chaucer. No es una frase cualquiera. El placer en Pasolini nunca es acomodaticio, es la expresión máxima de nuestra libertad frente al poder, tiene que ver con el gusto de contar. Y su película Las mil y una noches es el mejor ejemplo. Pocas veces se ha mostrado en el cine la radical heterogeneidad del corazón humano como en esta obra incomparable, cuya misteriosa y limpia belleza, 30 años después de haber sido hecha, sigue conmoviéndonos como un milagro.
Sin embargo, apenas unos meses después de terminada, Pasolini, en un texto lúcido y desgarrador, abjura públicamente de ella. “Reniego de la Trilogía, escribe, aunque no me arrepienta de haberla creado”. Pasolini no puede negar la sinceridad y la necesidad que le impulsaron a la representación de los cuerpos y de su símbolo culminante el sexo, pero se siente incomprendido por todos. La crítica le acusa de haber renunciado a su espíritu crítico y haber producido unas películas acomodaticias y sin interés, y el público apenas ve en ellas otra cosa que un mero producto de consumo y entretenimiento. Incluso tiene que asistir a la humillación de ver cómo se hacen numerosas secuelas llenas de vulgaridad y de fealdad.
Por eso abjura de su obra, y se embarca en la que habría de ser su última, Saló, o los 120 días de Sodoma. Se inspira en un texto de Sade, y toma como excusa la República de Saló, bajo el dominio de los nazis fascistas. En realidad, Saló es un ensayo, el texto de la abjuración. Puede que sea la más demoledora y fría denuncia del fascismo que se ha hecho jamás. El fascismo como poder anárquico que quiere abolir la historia y atropellar a la naturaleza. Nada hay en ella de la alegría y el gozo de los cuerpos. Los muchachos y las muchachas secuestrados apenas son otra cosa que mercancías embrutecidas. Sus desnudos nada tienen que ver con el pobre y casto esplendor de la Trilogía. El Eros que en Las mil y una noches era amor, aquí es sólo odio.
Debió de ser muy doloroso para Pasolini hacer esta película. Era el reconocimiento de que todo lo que amaba había terminado. Una sociedad egoísta, inclinada predominantemente hacia el lucro y el placer, adolescentes a los que les había sido robada la cultura, una visión del sexo alejada de la alegría; así era lo que tenía delante de los ojos. Pasolini, que había recibido como herencia del cristianismo la idea de la sacralidad de la vida, no podía resignarse a vivir en un mundo donde el cuerpo fuera una mercancía más, y lo fustigó en sus poemas, sus películas y artículos. En una de sus cartas, escribe a un amigo napolitano: “No le tengas miedo a lo sagrado y a los sentimientos, de los cuales el laicismo consumista ha privado a los hombres transformándoles en brutos y estúpidos autómatas adoradores de fetiches”.
Pero no llega a ver estrenada su película, y muere en noviembre de 1975 a manos de unos de esos muchachos de los arrabales que tanto defendió y amó. Las imágenes de su cuerpo brutalmente asesinado dan la vuelta al mundo. “En Roma se mata”, respondió Ninetto Davoli, su actor más querido, cuando le preguntaron qué pensaba. Y es verdad que nadie que le hubiera conocido podía extrañarse de su fin. Desde Acattone hasta Saló, ese cuerpo ultrajado, privado de amor, había aparecido sin descanso en su cine. Medea arroja los miembros de su hermano para que sus perseguidores se detengan a recogerlos; en Porcile, un muchacho tiembla de alegría al comer carne humana; hasta en Las mil y una noches, su película más pura y hermosa, hay muchachos que asesinan en sueños, ladrones crucificados, cadáveres abandonados entre las basuras.
Nunca ese cuerpo fue más hermoso que en el cuento de Lisabetta de El Decamerón. Los hermanos matan a su amante, y éste se le aparece en sus sueños para decirle dónde está. Ella acude en su busca y, al no poder llevarse su cuerpo completo, le corta la cabeza. Entonces la lava y la peina, y la oculta en una maceta de albahaca, que pone en su ventana. Boccaccio termina su cuento haciendo que sus hermanos la descubran y que Lisabetta muera de dolor, pero Pasolini detiene el suyo cuando ella se acerca a la ventana y tiende sus brazos para abrazar la cabeza escondida de su amante.
Es el triunfo del amor y del eros. La Trilogía de la vida expresa la nostalgia de Pasolini por un pueblo generoso y alegre, animado por esa suerte de patriotismo cósmico del que hablara Chesterton. Pero estas películas también hablan de algo que en su momento pocos entendieron: de su confianza en la cultura. Edipo, Medea, Los evangelios, Las mil y una noches, El Decamerón, La Divina Comedia…; estos son algunos de los libros que alimentan su cine. Pasolini nos dice que sólo ellos pueden devolvernos a las misteriosas redes de esos cuentos eternos que guardan la memoria de lo que fuimos alguna vez. La memoria de la infancia del mundo, de ese tiempo en que la verdad no cabía en un solo sueño y hasta los cuerpos muertos podían florecer si alguien les amaba.
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