Por José Luis Díez Ripollés, catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Málaga (EL PAÍS, 03/07/08):
Recientes acontecimientos han puesto nítidamente de relieve las carencias de gestión de la Administración de Justicia, vinculadas ciertamente a una deficiente organización y a un escaso aprovechamiento de las herramientas tecnológicas disponibles, sin olvidar tampoco el papel que juegan determinadas rutinas judiciales. Como era de esperar, el debate subsiguiente ha girado en torno a cómo mejorar la gestión del servicio público que es la Administración de Justicia.
A mi juicio, sin embargo, el inaplazable debate sobre la modernización de la justicia penal presupone tener claros previamente cuáles han de ser los objetivos a conseguir por la jurisdicción penal. Porque si los objetivos trazados son inalcanzables, difícilmente las mejoras de gestión permitirán lograrlos.
Mi tesis es que la actual sociedad española ya ha adquirido, aunque todavía con notables limitaciones respecto a otras naciones de su entorno, las características propias de una sociedad del bienestar. Eso hace que disponga de las correspondientes instituciones y los suficientes recursos para resolver numerosos problemas sociales mediante los mecanismos de intervención y asistencia propios de las sociedades desarrolladas. Pese a ello, nuestros poderes públicos mantienen una preocupante tendencia a resolver demasiados conflictos sociales del modo que acostumbran a hacerlo las sociedades carentes de esos mecanismos de intermediación social, esto es, mediante el uso de políticas de orden público, en último término, mediante la criminalización de cualesquiera conflictos sociales.
Así, se ha asentado la ingenua creencia de que el derecho penal está en condiciones de revertir actitudes sociales profundamente arraigadas, o de paliar el fracaso en la obtención de los objetivos que son propios de otras instituciones. Esa concepción del derecho penal como agente de moralización social o como herramienta polivalente de reparación de emergencias sociales, además de tropezar con numerosas objeciones de principio que ahora no es el caso de discutir, ignora que el efecto fundamental que origina la intervención penal es la exclusión social de las personas sobre las que recaen sus mecanismos sancionadores. Pero no siempre, ni mucho menos, ese efecto va acompañado de una efectiva resolución o atenuación del problema o del conflicto social que ha motivado la intervención penal. En ocasiones, incluso, una excesiva intervención penal dificulta la solución del problema o, peor aún, enmascara las responsabilidades de quienes deben resolverlo.
Ejemplos de lo acabado de señalar sobran en las recientes reformas penales y procesales penales. Veamos algunos.
El delito de impago de pensiones familiares se introdujo hace algún tiempo y se amplió más recientemente para encubrir la incapacidad de la jurisdicción civil para ejecutar sus sentencias sobre rupturas familiares.
El tratamiento penal de la violencia doméstica abandonó, desde 2003 en adelante, toda pretensión de concentrarse en las conductas lesivas graves, objetivo legítimo del derecho penal. La jurisdicción penal se ha transformado en gran medida en un agente promotor de buenas costumbres sociales en el ámbito de las relaciones de pareja; para satisfacer ese programa educativo penal, se le ha obligado a utilizar todo su arsenal punitivo frente a casi cualesquiera conductas inadecuadas en el ámbito de esas relaciones de pareja.
Las continuas reformas endurecedoras del sistema penal juvenil están a punto de destruir uno de los ámbitos donde se había logrado un razonable equilibrio entre reacciones enérgicas ante conductas socialmente inaceptables, e intervenciones sociales incluyentes, encaminadas a recuperar al niño y joven para la sociedad.
Muy recientemente, en relación con las infracciones a la seguridad vial, se ha preferido renunciar a una adecuada dotación de medios personales y materiales a los órganos administrativos encargados de perseguirlas, de forma que se pudieran garantizar controles efectivos y sanciones administrativas prontas, ciertas y disuasorias, y en lugar de ello se ha optado por encomendar a los tribunales penales el control de los límites de velocidad y de los requisitos administrativos para poder conducir.
Y no olvidemos los todavía matizados, pero reiterados, anuncios oficiales a favor de una mayor implicación del derecho penal en el abordaje del fenómeno social de la inmigración.
Naturalmente, la consideración del derecho penal como instrumento social preferente para el abordaje de numerosos problemas sociales ya ha dado lugar a una serie de reformas estructurales de largo alcance, que están pasando desapercibidas en el actual debate sobre la ineficiencia de la Administración de Justicia. Las reformas procesales que, al menos desde 2002, han creado los llamados juicios rápidos y han promovido la institución de la conformidad entre las partes han logrado que más de un 50% de los procedimientos penales se resuelvan mediante el acuerdo entre acusación y defensa, limitándose el juez o tribunal a verificar que se han respetado los requisitos formales para obtener tal acuerdo. Así, los afanes por desatascar una justicia a la que se le han atribuido funciones sociales que no le corresponden han llevado a que la justicia haya dejado en buena medida de ser tal, convirtiéndose en una negociación en la que el juez o tribunal es un convidado de piedra.
Es hora de plantearnos si el debate sobre la modernización de la justicia penal no debe incluir, como uno de sus presupuestos esenciales, la despenalización de conductas de gravedad escasa o moderada. Nuestra sociedad dispone ya de los medios suficientes para abordar numerosos problemas sociales con los instrumentos de intervención que le ofrece la sociedad del bienestar, sin necesidad de transformarlos en problemas penales.
Ese descenso de la presión sobre el sistema penal permitiría, sin duda, llevar a cabo la ineludible mejora de su gestión sin que el incesante crecimiento de asuntos se coma cualesquiera progresos. Pero es que, además, posibilitaría atender a algunos otros temas importantes que, por las razones precedentes, están hoy, desgraciadamente, en un segundo plano.
Así sucede con la inaplazable necesidad de que el sistema penal disponga de tiempo y recursos suficientes para ocuparse de comportamientos delictivos de gran dañosidad social y dificultosa investigación, como son los que tienen lugar, por ejemplo, en el ámbito socioeconómico, en el urbanístico o ambiental, o en la corrupción pública y privada. Todo indica que, pese a algunos avances constatables, no están siendo objeto de la dedicación judicial que merecen, pese a los nefastos efectos que la tolerancia de esos comportamientos origina sobre el conjunto de la vida social.
Del mismo modo, la aplicación de nuestro sistema de penas precisa de una urgente modernización: nuestros jueces y tribunales hacen un uso desmesurado de la pena de prisión, y se han mostrado incapaces de aprovechar las potencialidades disuasorias de una pena de multa verdaderamente ajustada a los ingresos del culpable, o de unas penas privativas de derechos con virtualidad para impedir o limitar significativamente determinadas actividades del condenado. En todo ello tienen mucho que ver, aparte de las rutinas judiciales, la ausencia de los suficientes recursos personales y materiales para implementar esas sanciones.
Recientes acontecimientos han puesto nítidamente de relieve las carencias de gestión de la Administración de Justicia, vinculadas ciertamente a una deficiente organización y a un escaso aprovechamiento de las herramientas tecnológicas disponibles, sin olvidar tampoco el papel que juegan determinadas rutinas judiciales. Como era de esperar, el debate subsiguiente ha girado en torno a cómo mejorar la gestión del servicio público que es la Administración de Justicia.
A mi juicio, sin embargo, el inaplazable debate sobre la modernización de la justicia penal presupone tener claros previamente cuáles han de ser los objetivos a conseguir por la jurisdicción penal. Porque si los objetivos trazados son inalcanzables, difícilmente las mejoras de gestión permitirán lograrlos.
Mi tesis es que la actual sociedad española ya ha adquirido, aunque todavía con notables limitaciones respecto a otras naciones de su entorno, las características propias de una sociedad del bienestar. Eso hace que disponga de las correspondientes instituciones y los suficientes recursos para resolver numerosos problemas sociales mediante los mecanismos de intervención y asistencia propios de las sociedades desarrolladas. Pese a ello, nuestros poderes públicos mantienen una preocupante tendencia a resolver demasiados conflictos sociales del modo que acostumbran a hacerlo las sociedades carentes de esos mecanismos de intermediación social, esto es, mediante el uso de políticas de orden público, en último término, mediante la criminalización de cualesquiera conflictos sociales.
Así, se ha asentado la ingenua creencia de que el derecho penal está en condiciones de revertir actitudes sociales profundamente arraigadas, o de paliar el fracaso en la obtención de los objetivos que son propios de otras instituciones. Esa concepción del derecho penal como agente de moralización social o como herramienta polivalente de reparación de emergencias sociales, además de tropezar con numerosas objeciones de principio que ahora no es el caso de discutir, ignora que el efecto fundamental que origina la intervención penal es la exclusión social de las personas sobre las que recaen sus mecanismos sancionadores. Pero no siempre, ni mucho menos, ese efecto va acompañado de una efectiva resolución o atenuación del problema o del conflicto social que ha motivado la intervención penal. En ocasiones, incluso, una excesiva intervención penal dificulta la solución del problema o, peor aún, enmascara las responsabilidades de quienes deben resolverlo.
Ejemplos de lo acabado de señalar sobran en las recientes reformas penales y procesales penales. Veamos algunos.
El delito de impago de pensiones familiares se introdujo hace algún tiempo y se amplió más recientemente para encubrir la incapacidad de la jurisdicción civil para ejecutar sus sentencias sobre rupturas familiares.
El tratamiento penal de la violencia doméstica abandonó, desde 2003 en adelante, toda pretensión de concentrarse en las conductas lesivas graves, objetivo legítimo del derecho penal. La jurisdicción penal se ha transformado en gran medida en un agente promotor de buenas costumbres sociales en el ámbito de las relaciones de pareja; para satisfacer ese programa educativo penal, se le ha obligado a utilizar todo su arsenal punitivo frente a casi cualesquiera conductas inadecuadas en el ámbito de esas relaciones de pareja.
Las continuas reformas endurecedoras del sistema penal juvenil están a punto de destruir uno de los ámbitos donde se había logrado un razonable equilibrio entre reacciones enérgicas ante conductas socialmente inaceptables, e intervenciones sociales incluyentes, encaminadas a recuperar al niño y joven para la sociedad.
Muy recientemente, en relación con las infracciones a la seguridad vial, se ha preferido renunciar a una adecuada dotación de medios personales y materiales a los órganos administrativos encargados de perseguirlas, de forma que se pudieran garantizar controles efectivos y sanciones administrativas prontas, ciertas y disuasorias, y en lugar de ello se ha optado por encomendar a los tribunales penales el control de los límites de velocidad y de los requisitos administrativos para poder conducir.
Y no olvidemos los todavía matizados, pero reiterados, anuncios oficiales a favor de una mayor implicación del derecho penal en el abordaje del fenómeno social de la inmigración.
Naturalmente, la consideración del derecho penal como instrumento social preferente para el abordaje de numerosos problemas sociales ya ha dado lugar a una serie de reformas estructurales de largo alcance, que están pasando desapercibidas en el actual debate sobre la ineficiencia de la Administración de Justicia. Las reformas procesales que, al menos desde 2002, han creado los llamados juicios rápidos y han promovido la institución de la conformidad entre las partes han logrado que más de un 50% de los procedimientos penales se resuelvan mediante el acuerdo entre acusación y defensa, limitándose el juez o tribunal a verificar que se han respetado los requisitos formales para obtener tal acuerdo. Así, los afanes por desatascar una justicia a la que se le han atribuido funciones sociales que no le corresponden han llevado a que la justicia haya dejado en buena medida de ser tal, convirtiéndose en una negociación en la que el juez o tribunal es un convidado de piedra.
Es hora de plantearnos si el debate sobre la modernización de la justicia penal no debe incluir, como uno de sus presupuestos esenciales, la despenalización de conductas de gravedad escasa o moderada. Nuestra sociedad dispone ya de los medios suficientes para abordar numerosos problemas sociales con los instrumentos de intervención que le ofrece la sociedad del bienestar, sin necesidad de transformarlos en problemas penales.
Ese descenso de la presión sobre el sistema penal permitiría, sin duda, llevar a cabo la ineludible mejora de su gestión sin que el incesante crecimiento de asuntos se coma cualesquiera progresos. Pero es que, además, posibilitaría atender a algunos otros temas importantes que, por las razones precedentes, están hoy, desgraciadamente, en un segundo plano.
Así sucede con la inaplazable necesidad de que el sistema penal disponga de tiempo y recursos suficientes para ocuparse de comportamientos delictivos de gran dañosidad social y dificultosa investigación, como son los que tienen lugar, por ejemplo, en el ámbito socioeconómico, en el urbanístico o ambiental, o en la corrupción pública y privada. Todo indica que, pese a algunos avances constatables, no están siendo objeto de la dedicación judicial que merecen, pese a los nefastos efectos que la tolerancia de esos comportamientos origina sobre el conjunto de la vida social.
Del mismo modo, la aplicación de nuestro sistema de penas precisa de una urgente modernización: nuestros jueces y tribunales hacen un uso desmesurado de la pena de prisión, y se han mostrado incapaces de aprovechar las potencialidades disuasorias de una pena de multa verdaderamente ajustada a los ingresos del culpable, o de unas penas privativas de derechos con virtualidad para impedir o limitar significativamente determinadas actividades del condenado. En todo ello tienen mucho que ver, aparte de las rutinas judiciales, la ausencia de los suficientes recursos personales y materiales para implementar esas sanciones.
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