viernes, julio 11, 2008

De la expulsión a la gobernanza

Por Ramón Moles y Anna Garcia Hom, investigadores del Centre de Recerca en Governança del Risc, UAB-UOC (EL PERIÓDICO, 03/07/08):

La reciente política europea de inmigración se asienta en una percepción esencialmente negativa: control de fronteras, selección de inmigrantes, expulsiones, política común de asilo y desarrollo de los países de origen parecería que son las bases sobre las que se sustenta. Esta política, refrendada por una mayoría de eurodiputados, pone en cuestión la visión europea no solo de la tradicional política de acogida, sino también de nuestra tradición del Estado social.

La falta de eficacia de la propuesta deriva, a nuestro juicio, de dos elementos centrales. De un lado, de la negatividad excluyente con que se concibe la inmigración –sobre todo en épocas de crisis económica–, y, del otro, de la pretensión de situar el problema en un nivel principal, el europeo, que tiende a alejar la toma de decisión de aquellos niveles de poder –los municipios, por ejemplo– que podrían ser más eficientes.

LA NEGATIVIDAD aludida se refleja en las medidas propuestas, que suelen asociar inmigración con delincuencia y control policial, y que contrastan vivamente con la visión, al menos parcialmente positiva, de la inmigración que ha permitido, por ejemplo, a las potencias tecnológicas llegar a serlo incluso sin abandonar políticas de seguridad fronteriza muy discutibles: ahí están los casos de Israel o de Estados Unidos, por ejemplo. Una cosa es la seguridad y el control de fronteras frente a riesgos exteriores como los derivados de la ampliación de la UE hacia el este y el necesario reforzamiento del espacio de seguridad Schengen, y otra bien distinta pretender poner puertas al campo.

La captación de talento, la atracción de personas de carácter emprendedor, obliga con frecuencia, ade- más de promocionar el propio, a importarlo personificado en inmigrantes. No es gratuito que en tiempos recientes se hayan alzado voces en el ámbito universitario contrarias a las trabas inmigratorias impuestas a los estudiantes de doctorado, científicos y académicos en general que, procedentes de países terceros, desean ubicar su actividad en Europa. Parece, ade- más, según diversos estudios, que la población inmigrante pertenece, en general, a las capas emprendedoras de la población de origen y que en sus países de acogida muestra mayor capacidad emprendedora incluso que la población de origen: obviamente, la necesidad aprieta y se precisa, además, mucha fuerza de voluntad para emigrar. Siendo así, parece que la inmigración debería plantearse en términos de oportunidad para enriquecer, no ya cultural o sociológicamente, también económica y profesionalmente, a la sociedad de acogida.

COLOCAR EL tratamiento de la inmigración a nivel europeo trasladando el marco de decisión al entorno de la Unión Europea puede ser útil en el terreno policial e incluso justificarse en un entorno de polí- tica de seguridad y de fronteras co- mún. Incluso podría resultar eficaz si se ubicara en áreas de gestión cercanas, no ya a la seguridad, sino al cometido del bienestar social y con una visión, como la que invocamos, más positiva. Sin embargo, plantear estas políticas en el ámbito de la seguridad europea conlleva alejar el fenómeno de las raíces sociales y demográficas y de la esencial componente urbana y local del mismo, lo que va a dificultar enormemente las políticas preventivas al respecto.

El desarrollo de la capacidad integradora de nuestras ciudades plurales requiere construir recursos para prevenir el riesgo de pérdida de la cohesión urbana, evitando el desarrollo de suburbios meramente subsidiados, donde lo que falla normalmente es el ascensor social y en los que la población inmigrante se ve condenada en tercera generación a la exclusión del tejido social que acoge a la población autóctona. Este es el marco, por ejemplo, de los conflictos de quema de coches en las banlieues francesas, de los que precisamente Nicolas Sarkozy sabe mucho. Pues bien, aun reconociendo el relevante papel armonizador de la Administración europea, todo indica que la cohesión social se puede gestionar mejor cuanto más próximos al ciudadano radiquen sus gestores. Parece obvio que, en la medida en que se aplicara el principio de subsidiariedad –la toma de decisiones lo más pró- xima posible del ciudadano– dispondríamos de centros de toma de decisión más capacitados para aplicar políticas de cohesión social.

DE ESTE MODO, frente a las grandes áreas metropolitanas gobernadas desde la lejanía, hay que optar por la toma de decisión allí donde surge el problema: lo más cerca posible de la calle. Así, lo que puede ser un excelente recurso para la eficaz gestión de transportes, agua potable o recogida de basuras (las llamadas áreas metropolitanas) lo es mucho menos para la gobernanza del riesgo de pérdida de la cohesión social, que requiere proximidad, reconocimiento y participación de las personas: se impone así la necesidad de volver la mirada a los municipios medianos, barrios y distritos y, además, de aprender de ellos, atribuirles amplias capacidades y recursos de gestión para ello. Es precisa una línea directa entre la gestión local y la visión armonizadora europea que aborde los retos de la inmigración partiendo de la gobernanza positiva y de comunión social.

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