Por Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB (LA VANGUARDIA, 21/08/08):
El breve pero sangriento episodio de la guerra en Georgia ha puesto de relieve, una vez más, la tendencia occidental de cercar y aislar a Rusia, tratándola todavía como un peligroso enemigo, como si no hubiera cambiado desde la época de la guerra fría.
Precisamente mañana se cumplirán cuarenta años de la ocupación de Checoslovaquia, una invasión militar que acabó con el intento de socialismo democrático que encabezó Dubcek. Aquel día muchos europeos de izquierdas perdieron definitivamente la poca fe que les quedaba en una posible evolución democrática de la URSS. Pero el régimen de Brezhnev nada tiene que ver - ni por ámbito geográfico, ni por sistema económico, ni por instituciones políticas- con la actual Rusia de Putin y Medvedev. Por el contrario, son realidades muy distintas y el comportamiento de las instituciones occidentales (los estados, la UE y la OTAN) deben también ser distintos para adecuarse a estas nuevas realidades.
Sin embargo, no todos opinan lo mismo. Un comentarista tan moderado como el ex director de Le Monde Jean-Marie Colombani ha escrito estos días que la acción rusa en Georgia “confirma los peores temores que podíamos tener sobre la Rusia de Putin”, la cual “vuelve a ser una amenaza para Europa”.
No se trata de frases exageradas sino inciertas. No hay peligros ni amenazas para Europa, más bien al contrario. En los últimos años, es el comportamiento del bloque político y militar occidental el que está provocando en los rusos sospechas, recelos y miedo. Aislar a Rusia, excluirla del grupo de grandes potencias, asediarla militarmente y ahogarla económicamente, son algunas de las muy visibles tentaciones occidentales. Ello supondría, desde mi punto de vista, un grave error de imprevisibles consecuencias. Por el contrario, la tarea que debe llevarse a cabo es justamente la contraria: incorporar a Rusia al bloque occidental, dejar que forme parte de nuestras instituciones de cooperación internacional. No se trata del enemigo que batir sino del amigo que integrar.
Hay que aprender de la historia. Dos experiencias del siglo XX me llevan a justificar la necesidad de integrar a Rusia. La primera nos la suministró el economista inglés John Maynard Keynes. Keynes formaba parte del equipo técnico británico negociador del tratado de Versalles que puso fin a la guerra europea. Al prever que dicho tratado conduciría a una nueva catástrofe, Keynes dimitió de su puesto y escribió su libro Las consecuencias económicas de la paz. En él sostuvo que el tratado imponía unas condiciones excesivamente duras a Alemania que impedirían su prosperidad económica y reforzarían las tradicionales tendencias nacionalistas y militaristas. Inevitablemente, antes de veinte años, se producirá una nueva conflagración mundial, sostuvo proféticamente Keynes al intuir ya la llegada de Hitler y el nazismo. Aprendida la lección, en 1945 el comportamiento de los vencedores fue muy distinto: el plan Marshall ayudó a la reconstrucción económica de Europa, también de Alemania.
Y ahí enlazamos con el otro ejemplo histórico, también con nombre propio: los inicios de la unidad europea y el francés Jean Monnet. Los proyectos de unión europea eran antiguos. Sin remontarnos a otros más lejanos, ya la propuso Victor Hugo. Pero la unidad europea se solía fundar en la identidad cultural común y en el proyecto de crear un Estado federal europeo. Las dificultades, sin embargo, eran múltiples, especialmente las derivadas de las ambiciones soberanas de los estados nacionales. Monnet fue el gran artífice de una idea distinta que, a la postre, resultaría la única realista. Monnet dedujo de la historia que las guerras en Europa tuvieron como causa fundamental la oposición entre Alemania y Francia. Sin embargo, advirtió Monnet, entre estos dos grandes países había, como mínimo, un interés económico común, la creación de una gran industria siderúrgica, cuyos componentes esenciales eran el hierro y el carbón. Precisamente, Alemania era rica en minas de hierro y Francia en yacimientos de carbón. ¿Por qué no asociarlas para que cooperaran entre sí? De ahí surgió en 1950 el tratado de la CECA - la Comunidad Europea del Carbón y del Acero-, preludio del tratado de Roma de 1957 que creó la Comunidad Económica Europea e inició el Mercado Común. Nunca más, ni por asomo, hubo riesgo de guerra entre los estados europeos occidentales. Por el contrario, la cooperación económica, además de paz, produjo también libertad, democracia y bienestar.
Estas experiencias históricas deberían ser tenidas en cuenta para las actuales relaciones entre MESEGUER Europa y Rusia. Esta ya no es la URSS sino un régimen con instituciones democráticas todavía débiles y una imperfecta economía de mercado: Europa debe contribuir a consolidarlas. El aislamiento y el bloqueo sólo pueden conducir a la involución, a fortalecer las fuerzas nacionalistas y militaristas. Rusia tiene petróleo y gas, Europa carece de estas fuentes energéticas pero le sobra capacidad industrial. Las posibilidades y beneficios de una política de cooperación mutua son evidentes.
Aprendamos de Keynes y de Monnet, dos inteligencias pragmáticas.
El breve pero sangriento episodio de la guerra en Georgia ha puesto de relieve, una vez más, la tendencia occidental de cercar y aislar a Rusia, tratándola todavía como un peligroso enemigo, como si no hubiera cambiado desde la época de la guerra fría.
Precisamente mañana se cumplirán cuarenta años de la ocupación de Checoslovaquia, una invasión militar que acabó con el intento de socialismo democrático que encabezó Dubcek. Aquel día muchos europeos de izquierdas perdieron definitivamente la poca fe que les quedaba en una posible evolución democrática de la URSS. Pero el régimen de Brezhnev nada tiene que ver - ni por ámbito geográfico, ni por sistema económico, ni por instituciones políticas- con la actual Rusia de Putin y Medvedev. Por el contrario, son realidades muy distintas y el comportamiento de las instituciones occidentales (los estados, la UE y la OTAN) deben también ser distintos para adecuarse a estas nuevas realidades.
Sin embargo, no todos opinan lo mismo. Un comentarista tan moderado como el ex director de Le Monde Jean-Marie Colombani ha escrito estos días que la acción rusa en Georgia “confirma los peores temores que podíamos tener sobre la Rusia de Putin”, la cual “vuelve a ser una amenaza para Europa”.
No se trata de frases exageradas sino inciertas. No hay peligros ni amenazas para Europa, más bien al contrario. En los últimos años, es el comportamiento del bloque político y militar occidental el que está provocando en los rusos sospechas, recelos y miedo. Aislar a Rusia, excluirla del grupo de grandes potencias, asediarla militarmente y ahogarla económicamente, son algunas de las muy visibles tentaciones occidentales. Ello supondría, desde mi punto de vista, un grave error de imprevisibles consecuencias. Por el contrario, la tarea que debe llevarse a cabo es justamente la contraria: incorporar a Rusia al bloque occidental, dejar que forme parte de nuestras instituciones de cooperación internacional. No se trata del enemigo que batir sino del amigo que integrar.
Hay que aprender de la historia. Dos experiencias del siglo XX me llevan a justificar la necesidad de integrar a Rusia. La primera nos la suministró el economista inglés John Maynard Keynes. Keynes formaba parte del equipo técnico británico negociador del tratado de Versalles que puso fin a la guerra europea. Al prever que dicho tratado conduciría a una nueva catástrofe, Keynes dimitió de su puesto y escribió su libro Las consecuencias económicas de la paz. En él sostuvo que el tratado imponía unas condiciones excesivamente duras a Alemania que impedirían su prosperidad económica y reforzarían las tradicionales tendencias nacionalistas y militaristas. Inevitablemente, antes de veinte años, se producirá una nueva conflagración mundial, sostuvo proféticamente Keynes al intuir ya la llegada de Hitler y el nazismo. Aprendida la lección, en 1945 el comportamiento de los vencedores fue muy distinto: el plan Marshall ayudó a la reconstrucción económica de Europa, también de Alemania.
Y ahí enlazamos con el otro ejemplo histórico, también con nombre propio: los inicios de la unidad europea y el francés Jean Monnet. Los proyectos de unión europea eran antiguos. Sin remontarnos a otros más lejanos, ya la propuso Victor Hugo. Pero la unidad europea se solía fundar en la identidad cultural común y en el proyecto de crear un Estado federal europeo. Las dificultades, sin embargo, eran múltiples, especialmente las derivadas de las ambiciones soberanas de los estados nacionales. Monnet fue el gran artífice de una idea distinta que, a la postre, resultaría la única realista. Monnet dedujo de la historia que las guerras en Europa tuvieron como causa fundamental la oposición entre Alemania y Francia. Sin embargo, advirtió Monnet, entre estos dos grandes países había, como mínimo, un interés económico común, la creación de una gran industria siderúrgica, cuyos componentes esenciales eran el hierro y el carbón. Precisamente, Alemania era rica en minas de hierro y Francia en yacimientos de carbón. ¿Por qué no asociarlas para que cooperaran entre sí? De ahí surgió en 1950 el tratado de la CECA - la Comunidad Europea del Carbón y del Acero-, preludio del tratado de Roma de 1957 que creó la Comunidad Económica Europea e inició el Mercado Común. Nunca más, ni por asomo, hubo riesgo de guerra entre los estados europeos occidentales. Por el contrario, la cooperación económica, además de paz, produjo también libertad, democracia y bienestar.
Estas experiencias históricas deberían ser tenidas en cuenta para las actuales relaciones entre MESEGUER Europa y Rusia. Esta ya no es la URSS sino un régimen con instituciones democráticas todavía débiles y una imperfecta economía de mercado: Europa debe contribuir a consolidarlas. El aislamiento y el bloqueo sólo pueden conducir a la involución, a fortalecer las fuerzas nacionalistas y militaristas. Rusia tiene petróleo y gas, Europa carece de estas fuentes energéticas pero le sobra capacidad industrial. Las posibilidades y beneficios de una política de cooperación mutua son evidentes.
Aprendamos de Keynes y de Monnet, dos inteligencias pragmáticas.
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