Por Félix Ovejero Lucas, profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona (EL PAÍS, 20/08/08):
En contra de una afamada sentencia filosófica, parece que se ha extendido la máxima “cuando no se tiene nada que decir, mejor no callarse”. Una de las maneras de no callarse cuando no se tiene nada que decir, la estrategia del adjetivo, chisporrotea cada mañana en tertulias y editoriales: se empaqueta la opinión criticada bajo una etiqueta y se prescinde del trámite del argumento. “Superada” y “rancia” son algunos de los adjetivos más concurridos. Hasta las opiniones contrarias a la Monarquía y a la religión se han descalificado como “antiguas” o “rancias”, sin molestarse en precisar el día y la prueba de la caducidad.
Así que, aviso al lector, lo que sigue es una antigualla que se ocupa precisamente de la estrategia del adjetivo. Una antigualla que intentaré arropar con otra antigualla: razones.
La tesis es sencilla: la estrategia del adjetivo confunde el etiquetaje con el diagnóstico e incapacita para entender los problemas. En particular, incapacita para abordar los llamados “conflictos culturales”, un territorio en donde los calificativos se espolvorean con mayor prodigalidad, hasta el punto de escamotear que, en muchos casos, tales conflictos no son sino epifenómenos de problemas más hondos de desigualdad.
Hay otra implicación, más intranquilizadora, pero la dejo para más adelante.
Que en los asuntos “culturales” las cosas no son lo que parecen lo mostró un premio Nobel de Economía de los que más ingenio ha destilado. En un clásico trabajo, Thomas Schelling nos enseñó que la segregación racial tan frecuente en las ciudades norteamericanas no hay que atribuirla necesariamente al racismo. Se puede dar, y se dará, con individuos que pueden ser la mar de felices en un barrio mixto, incluso si forman parte de la minoría.
Para que se produzca basta con que los vecinos de uno u otro color quieran evitar quedarse solos -o con muy poquitos de los “suyos”- entre los otros. Cuando cada uno, por la razón que sea, busca evitar esa situación, las desigualdades económicas empiezan a imponer su ley y se acaba recalando en barrios cromáticamente homogéneos.
Con sus matices, la dinámica del proceso no es muy diferente de lo que hemos visto en nuestras ciudades, cuando la llegada de unos cuantos vecinos, acomodados o menesterosos, con sus demandas de servicios y sus dineros, muchos o pocos, acaban por expulsar a los que están en la otra punta del escalafón. El nuevo ecosistema resulta irrespirable económicamente para sus antiguos habitantes.
The Economist, en un número reciente, mostraba lo último de esa tendencia entre los de arriba: barrios por afinidadesideológicas, en realidad, islas de identidad, en donde el dinero oficia como pasaporte, como peaje que desbarata la universalidad del ideal de ciudadanía. Dentro, servicios propios accesibles sólo a los vecinos. Cada tribu, sus leyes. Eso sí, siempre que se lo puedan pagar. Los demás, a mogollón en la periferia.
No faltan los ejemplos de “discriminaciones” que no son lo que parecen: los negros que reciben menos órganos para trasplantes; la admisión de judíos en Yale; el acceso de las mujeres a los Departamentos universitarios. Con todo, explicaciones de los conflictos culturales como la de Schelling son infrecuentes. Lo usual es tirar por lo derecho, por el adjetivo: si hay segregación racial, somos racistas; si las mujeres no tienen acceso a las posiciones de poder, somos sexistas; si los trabajadores miran con recelo a los inmigrantes, son xenófobos. Y así.
Entiéndase. Racismo, sexismo y xenofobia no faltan. Lo confirman mil experimentos. Por ejemplo, enfrentados a una serie de palabras, agrupamos más rápidamente las que se refieren a comportamientos bien vistos con aquellas que aluden a los nuestros que cuando las palabras rozan a los otros. Vamos, que juntamos “blanco” y “honestidad” en un instante, mientras que tenemos que rumiarlo cuando se trata de meter en el mismo cajón “negro” y “honestidad”.
Que la cosa es seria lo muestra que no importa si uno es negro o blanco, liberal o conservador. Es tan seria que, seguramente, tiene un sustrato biológico. Dicha la bestialidad a lo bestia: para nuestros antepasados ser racista pudo resultar ventajoso adaptativamente.
Pero que las disposiciones existan no quiere decir que den cuenta de todos los comportamientos que precipitadamente calificamos como racistas. Nadie explica el exceso de población del mundo porque nos divierta el sexo o el aumento de la criminalidad porque la agresividad forme parte de nuestro repertorio de reacciones básicas.
Lo importante son las circunstancias sociales, eso que antes se llamaba “el contexto”. Al fin y al cabo, quienes participan en las alegres fiestas marbellíes, tan multiculturales, no tienen una urdimbre genética diferente de la de los trabajadores que miran con recelo a los inmigrantes en las colas de los servicios sanitarios. En lo que atañe a xenofobia o machismo, unos y otros son igualmente confiables. Tanto o tan poco.
La operación simplificadora deja intacto el mundo pero maltrata a sus pobladores. Si la culpa es del racismo, el sexismo y de la xenofobia, en algún eslabón de la cadena causal la culpa es de cada uno de nosotros, racistas, sexistas y xenófobos. Y si uno levanta la mano y dice que las cosas no son tan sencillas, que lo que se archiva en el negociado de racismo, sexismo o xenofobia quizá pertenece al tradicional departamento de igualdad, no tardará en ser acallado bajo la acusación de racista, sexista o xenófobo. De antiguo. Caca, culo, pedo, pis.
Pero, qué le vamos a hacer, las cosas son complicadas. Es verdad que cuando en una sala abarrotada se produce un incendio y cada uno intenta salir el primero, sin atender a los demás, el egoísmo algo tiene que ver con la previsible catástrofe. Pero el resultado no será mejor con individuos altruistas si cada uno, cortésmente, cede el paso a los demás y nadie acaba por salir. La ignorancia de que el problema está en las reglas del juego sociales o en las instituciones, desemboca con bastante naturalidad en acusaciones de mala fe. Si se cree que los problemas se solucionan cuando somos buenos, no cabe sino buscar traidores y desleales cuando vienen mal dadas. Al final de la estrategia del adjetivo siempre asoma la estrategia de la sospecha.
La implicación política menos grave de esta forma de pensar es la propia de los curas: hay que cambiar las mentalidades, educar a las gentes. Cuando todos seamos buenos, el mundo será una maravilla. Y si no, la culpa es nuestra. La naturaleza caída del cristianismo, que al fin se impone. Otras veces las cosas son más graves. No hay que olvidar que el socialismo más siniestro, el de los campos de reeducación, iba de la mano del “hombre nuevo”.
Esa vereda, si tiene algún destino, es la paralización del pensamiento, sustituido por la pirotecnia de las palabras. Los conjuros siempre han entretenido mucho a la afición. Más fascinante y menos trabajoso que reordenar el poder o el dinero, que cambiar el mundo, es juguetear con las palabras, crear ministerios del humo, aunque se llamen ministerios de cambiar el mundo.
En contra de una afamada sentencia filosófica, parece que se ha extendido la máxima “cuando no se tiene nada que decir, mejor no callarse”. Una de las maneras de no callarse cuando no se tiene nada que decir, la estrategia del adjetivo, chisporrotea cada mañana en tertulias y editoriales: se empaqueta la opinión criticada bajo una etiqueta y se prescinde del trámite del argumento. “Superada” y “rancia” son algunos de los adjetivos más concurridos. Hasta las opiniones contrarias a la Monarquía y a la religión se han descalificado como “antiguas” o “rancias”, sin molestarse en precisar el día y la prueba de la caducidad.
Así que, aviso al lector, lo que sigue es una antigualla que se ocupa precisamente de la estrategia del adjetivo. Una antigualla que intentaré arropar con otra antigualla: razones.
La tesis es sencilla: la estrategia del adjetivo confunde el etiquetaje con el diagnóstico e incapacita para entender los problemas. En particular, incapacita para abordar los llamados “conflictos culturales”, un territorio en donde los calificativos se espolvorean con mayor prodigalidad, hasta el punto de escamotear que, en muchos casos, tales conflictos no son sino epifenómenos de problemas más hondos de desigualdad.
Hay otra implicación, más intranquilizadora, pero la dejo para más adelante.
Que en los asuntos “culturales” las cosas no son lo que parecen lo mostró un premio Nobel de Economía de los que más ingenio ha destilado. En un clásico trabajo, Thomas Schelling nos enseñó que la segregación racial tan frecuente en las ciudades norteamericanas no hay que atribuirla necesariamente al racismo. Se puede dar, y se dará, con individuos que pueden ser la mar de felices en un barrio mixto, incluso si forman parte de la minoría.
Para que se produzca basta con que los vecinos de uno u otro color quieran evitar quedarse solos -o con muy poquitos de los “suyos”- entre los otros. Cuando cada uno, por la razón que sea, busca evitar esa situación, las desigualdades económicas empiezan a imponer su ley y se acaba recalando en barrios cromáticamente homogéneos.
Con sus matices, la dinámica del proceso no es muy diferente de lo que hemos visto en nuestras ciudades, cuando la llegada de unos cuantos vecinos, acomodados o menesterosos, con sus demandas de servicios y sus dineros, muchos o pocos, acaban por expulsar a los que están en la otra punta del escalafón. El nuevo ecosistema resulta irrespirable económicamente para sus antiguos habitantes.
The Economist, en un número reciente, mostraba lo último de esa tendencia entre los de arriba: barrios por afinidadesideológicas, en realidad, islas de identidad, en donde el dinero oficia como pasaporte, como peaje que desbarata la universalidad del ideal de ciudadanía. Dentro, servicios propios accesibles sólo a los vecinos. Cada tribu, sus leyes. Eso sí, siempre que se lo puedan pagar. Los demás, a mogollón en la periferia.
No faltan los ejemplos de “discriminaciones” que no son lo que parecen: los negros que reciben menos órganos para trasplantes; la admisión de judíos en Yale; el acceso de las mujeres a los Departamentos universitarios. Con todo, explicaciones de los conflictos culturales como la de Schelling son infrecuentes. Lo usual es tirar por lo derecho, por el adjetivo: si hay segregación racial, somos racistas; si las mujeres no tienen acceso a las posiciones de poder, somos sexistas; si los trabajadores miran con recelo a los inmigrantes, son xenófobos. Y así.
Entiéndase. Racismo, sexismo y xenofobia no faltan. Lo confirman mil experimentos. Por ejemplo, enfrentados a una serie de palabras, agrupamos más rápidamente las que se refieren a comportamientos bien vistos con aquellas que aluden a los nuestros que cuando las palabras rozan a los otros. Vamos, que juntamos “blanco” y “honestidad” en un instante, mientras que tenemos que rumiarlo cuando se trata de meter en el mismo cajón “negro” y “honestidad”.
Que la cosa es seria lo muestra que no importa si uno es negro o blanco, liberal o conservador. Es tan seria que, seguramente, tiene un sustrato biológico. Dicha la bestialidad a lo bestia: para nuestros antepasados ser racista pudo resultar ventajoso adaptativamente.
Pero que las disposiciones existan no quiere decir que den cuenta de todos los comportamientos que precipitadamente calificamos como racistas. Nadie explica el exceso de población del mundo porque nos divierta el sexo o el aumento de la criminalidad porque la agresividad forme parte de nuestro repertorio de reacciones básicas.
Lo importante son las circunstancias sociales, eso que antes se llamaba “el contexto”. Al fin y al cabo, quienes participan en las alegres fiestas marbellíes, tan multiculturales, no tienen una urdimbre genética diferente de la de los trabajadores que miran con recelo a los inmigrantes en las colas de los servicios sanitarios. En lo que atañe a xenofobia o machismo, unos y otros son igualmente confiables. Tanto o tan poco.
La operación simplificadora deja intacto el mundo pero maltrata a sus pobladores. Si la culpa es del racismo, el sexismo y de la xenofobia, en algún eslabón de la cadena causal la culpa es de cada uno de nosotros, racistas, sexistas y xenófobos. Y si uno levanta la mano y dice que las cosas no son tan sencillas, que lo que se archiva en el negociado de racismo, sexismo o xenofobia quizá pertenece al tradicional departamento de igualdad, no tardará en ser acallado bajo la acusación de racista, sexista o xenófobo. De antiguo. Caca, culo, pedo, pis.
Pero, qué le vamos a hacer, las cosas son complicadas. Es verdad que cuando en una sala abarrotada se produce un incendio y cada uno intenta salir el primero, sin atender a los demás, el egoísmo algo tiene que ver con la previsible catástrofe. Pero el resultado no será mejor con individuos altruistas si cada uno, cortésmente, cede el paso a los demás y nadie acaba por salir. La ignorancia de que el problema está en las reglas del juego sociales o en las instituciones, desemboca con bastante naturalidad en acusaciones de mala fe. Si se cree que los problemas se solucionan cuando somos buenos, no cabe sino buscar traidores y desleales cuando vienen mal dadas. Al final de la estrategia del adjetivo siempre asoma la estrategia de la sospecha.
La implicación política menos grave de esta forma de pensar es la propia de los curas: hay que cambiar las mentalidades, educar a las gentes. Cuando todos seamos buenos, el mundo será una maravilla. Y si no, la culpa es nuestra. La naturaleza caída del cristianismo, que al fin se impone. Otras veces las cosas son más graves. No hay que olvidar que el socialismo más siniestro, el de los campos de reeducación, iba de la mano del “hombre nuevo”.
Esa vereda, si tiene algún destino, es la paralización del pensamiento, sustituido por la pirotecnia de las palabras. Los conjuros siempre han entretenido mucho a la afición. Más fascinante y menos trabajoso que reordenar el poder o el dinero, que cambiar el mundo, es juguetear con las palabras, crear ministerios del humo, aunque se llamen ministerios de cambiar el mundo.
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