lunes, septiembre 01, 2008

No supimos qué hacer con él

Por Ignacio García de Leániz Caprile, profesor de Factor Humano en la Empresa (EL MUNDO, 20/08/08):

Apenas su mujer -Lya-, sus hijos -Yermolai, Ignat y Stephan- y un círculo cada vez más reducido de amigos -muerto ya Rostropovich- preparaban para este diciembre su 90º cumpleaños. Lo iban a celebrar en su dacha de Troise-Lykovo, al oeste de Moscú, situada irónicamente entre las que ocuparon en tiempos más siniestros los camaradas Suslov y Chernenko, a quienes derrotaría con esa su pluma tan verdadera y de una determinación sobrehumana. Para el resto del mundo, hacía mucho que Solzhenitsin no vivía entre nosotros y lo habíamos metido en el desván de la Historia como una armadura ya vetusta, gloriosa en tiempos pero inservible para el siglo. Por eso, entre unos y otros andábamos sin saber muy bien qué hacer con él tras agradecerle, faltaría más, los servicios prestados, que eran muchos y ciertamente impagables. Y así, entre su silencio elocuente de los últimos años -él, que había sido con Primo Levi el gran vozarrón de este siglo XX que va del Lager al Gulag- y las sordinas que le veníamos aplicando, podíamos vivir sin sus palabras tan lacerantes.

Pero ahora la muerte nos obliga a volver la vista a su rostro estepario, incómodo como el de la Esfinge, y sostener su mirada vertida en unas obras que mucho nos cuestionan. Y es que odiaba tanto el totalitarismo de la Unión Soviética como denostaba el materialismo que asola Occidente y amenaza con el colapso de nuestra civilización: Solzhenitsin se encontraba exiliado del mundo. No por casualidad terminaba en 1971 su texto escrito para el Nobel con este proverbio ruso: «Una palabra de verdad pesa más que el mundo». En efecto, bastó un hombre como él, arropado por la sangre y el sufrimiento de millones de víctimas, y un libro aparecido clandestinamente en París para que se desplomaran al poco las murallas de la Unión Soviética, más livianas que su J’accuse demoledor. Tanto fue así que en un futuro los historiadores fijarán el comienzo del fin de la URSS no en la caída del Muro sino más bien en ese diciembre de 1973 donde los relatos de su Archipiélago Gulag abrieron a los ojos de Occidente -no a todos- la trágica realidad de aquella impostura o «gran isla de mentiras» que era ese inmenso piélago.

Pero ya mucho antes, en 1962, había acaecido un suceso difícilmente explicable cuanto más se medita: Tvardovsky, el providencial editor de Novy Mir, había hecho llegar a Krushev el manuscrito de Un día en la vida de Iván Denisovich que Solzhenitsin había redactado en apenas 40 días, dos años antes. Y un personaje tan enigmático como Krushev, tras leerlo desvelado de un tirón, ordenó su publicación íntegra y que 23 copias fueran distribuidas inmediatamente entre los miembros del Politburó.

Pocas veces, si alguna, un libro pudo tener mayor impacto político en el mundo tanto soviético como occidental, mayor incluso que Archipiélago. Los sillares del estalinismo quedarían ya irreparables por esa jornada de calvario de Denisovich, que compendiaba el descensus ad inferos del propio Solzhenitsin por los campos de Butyrki, Novi Ierusalim, Marfino y Ekibastuz. El Iván Denisovich vino así a convertirse para el estalinismo en el juicio de Nuremberg que nunca tuvo y en el que Solzhenitsin haría la veces de fiscal, juez y víctima, como víctimas fueron aquellos héroes morales -tan decisivos para su itinerario espiritual- como Boris Gammerov, muerto a los 21 años, o Boris Kornfeld, cuyas últimas e impresionantes palabras fueron dirigidas al propio Solzhenitsin la noche antes de ser salvajemente asesinado. Era muy cierto que una palabra de verdad podía pesar más que el mundo.

Claro que tales osadías le costaron abandonar forzosamente su querida Rusia emprendiendo otro largo exilio y aparecer repentinamente con su grave voz y su verdad insobornable en este Occidente nuestro. Y, a qué engañarse, en esta Europa ilustrada y de la Ostpolitik no supimos muy bien qué hacer con un profeta tal, venido del frío, apasionado como Tolstoi y espiritual como Dostoiesvki. Entre nosotros, la intelligentsia de izquierdas -siempre tan dada a liberalidades- no le perdonó su visita a España en 1976 y Benet, erigido en gran pope, se lamentaba textualmente en el número de Cuadernos para el diálogo de marzo de ese mismo año de que «los campos de concentración no estuvieran mejor custodiados» y que «las autoridades soviéticas no se sacudieran mejor semejante peste».

Todo muy dialogante a lo que se ve y que explica muchas connivencias muy siniestras y en qué manos estábamos y cómo se las gastaban. Al final convinimos entre todos en buscarle refugio en la remota aldea de Cavendish, en los bosques de Vermont, con la esperanza de que, Atlántico por medio, no hiciera mucho ruido y que Estados Unidos se hiciera cargo de tal engorro. Pero desde allí, y en sus viajes europeos, continuó escribiendo y hablando urbi et orbi, diciendo verdades bien incordiantes, no sólo sobre la Unión Soviética sino también sobre este Occidente que empezaba a conocer a fondo. Solzhenitsin, como antes Casandra, había dejado ya de importarnos.

Mientras, él comprobaba perplejo que la adoración por la técnica -tecnolatría la denominó muy acertadamente- no era una mera patología soviética, sino que empapaba toda nuestra sociedad occidental bajo el mito del progreso perpetuo, sin quedar resquicio para la vida del espíritu y mucho menos para Dios. Y así, este ethos [modo de ser] nuestro languidecía bajo otros dos males que sin acudir a Heidegger veía igualmente en nuestro tiempo: la prisa y el ruido. Por eso se preguntaba melancólicamente desde su ensimismamiento: «¿Cómo proteger el derecho de nuestros oídos al silencio y el de nuestros ojos a la visión interior?». No encontró otra respuesta que propugnar que un redescubrimiento del hombre y la naturaleza en línea con lo que su amigo el economista Schumacher -converso como él- esbozaba esos mismos años en Lo pequeño es hermoso: o acudíamos a la vieja virtud de la frónesis [sabiduría práctica] e introducíamos la noción de respeto hacia nuestro entorno o realmente la humanidad iba a verse en una encrucijada fatal. Para que no nos aguara la fiesta, no le hicimos ni aquí ni en Moscú el menor caso y Solzhenitsin se calló: estaba ya de un tiempo a esta parte en aquellas regiones que Rilke daba en llamar «la alta mar del espíritu», en soledad amena.

Pero, aun con todo, no nos será fácil soslayar la mirada de este gigante de ultimidades y honduras muy serias vertidas en libros capaces de derribar regímenes y remover corazones. Como si sus páginas nos susurraran y dieran aviso de un Deus possibilis más allá de la gran riada del Gulag y de la enfermedad del espíritu que ahoga a Occidente, sin cuya lectura nuestra alma quedaría mutilada y el mundo más incomprensible. Tal vez por todo eso al despedir sus restos nos vengan aquellas exactas palabras que Shakespeare hizo decir a Antonio en otro tiempo y lugar: «Tan excelente fue su vida y coincidieron en él tantas virtudes que la Naturaleza bien puede proclamar al mundo entero: ‘Este era un hombre’». Uno no encuentra epitafio mejor para el hombre que fue Solzhenitsin.

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