Por Fred Halliday, profesor de Icrea (Institució Catalana de Recerca i Estudis Avançats) y del IBEI, Barcelona. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 26/08/08):
Apiadémonos y socorramos a los georgianos, pero censuremos a sus dirigentes: tal puede ser la única respuesta responsable y realista a los nefastos combates recientes entre Georgia y los rusos y sus aliados de Osetia del Sur. La marea de comentarios internacionales se ha centrado hasta ahora en otra vertiente: los gobiernos occidentales, con acento diverso, se han dedicado a censurar a los rusos por su “reacción excesiva” (como así ha sido, de hecho) y seguirán haciéndolo. Varios dirigentes de Europa del Este se precipitaron a Tiflis a mostrar su apoyo al Gobierno y han acusado a todo el mundo menos a sí mismos, sosteniendo que los dirigentes occidentales se comportan como las voces apaciguadoras de los años treinta, presentando a Gordon Brown como Neville Chamberlain. Entre tanto, críticos de la política de Estados Unidos y la OTAN se dedican a censurar a Occidente por alentar y no contener (según algunos, incluso planificar) el ataque georgiano contra Tsjinvali del pasado 7 de agosto.
Sin embargo, debe señalarse como principal culpable del estallido de esta guerra, que ha matado, desplazado y traumatizado a decenas de miles de personas - sembrando semillas de un nuevo conflicto- a los dirigentes de Georgia, y en primer lugar al temerario y demagógico Mijail Saakashvili. Las causas específicas y las consecuencias de la guerra transcaucásica, una de las varias guerras registradas tan sólo desde el final de la URSS, serán objeto de la atención de otros comentaristas: baste decir aquí que en tanto los rusos han actuado de hecho con arrogancia y brutalidad postsoviéticas, a los georgianos corresponde el papel principal en la escalada del conflicto desde 1991. Como muchos otros antes que ellos, se han dejado intoxicar por una ideología nacionalista - con su vanidad y errores de cálculo correspondientes- bajo cuya influencia han imitado a quienes así procedieron (con resultados comparables) en todo el mundo durante el siglo pasado.
¿Qué factor puede haber conducido a Mijail Saakashvili y a sus asesores a lanzar su repentino intento de guerra relámpago contra Osetia del Sur en la noche del 7 de agosto? Es posible que no lo sepamos nunca, y seguro que los dirigentes georgianos no van a decírnoslo. Pero es evidente que en Tiflis ha tenido lugar un error de cálculo de proporciones monumentales. Se puede arrumbar la afirmación de muchos (incluidos algunos rusos) en el sentido de que fue Washington quien ordenó el ataque: Washington ha buscado congraciarse con Georgia durante algún tiempo, pero ello es muy distinto de afirmar que EE. UU., de forma deliberada, haya previsto, alentado o aun consentido el ataque.
Se observa una marcada renuencia en materia de las relaciones internacionales a creer que, en muchas situaciones, los protagonistas locales - en este caso los dirigentes de Georgia- no gozan de libertad de maniobra ni son responsables de sus actos. Sin embargo, como cualquiera que observe en detalle tales casos descubrirá, los gobiernos locales y los grupos de la oposición suelen proceder con considerable autonomía, manejando cuando no engañando a sus aliados más poderosos. Desde los días de la guerra fría cabe recordar numerosos casos en que países del Tercer Mundo atacaron motu proprio a sus vecinos: Israel atacó a Egipto en 1967 y a Líbano en 1982, Turquía invadió Chipre en 1974, Egipto atacó a Israel en 1973, Cuba envió tropas a Angola en 1975, Iraq atacó a Irán en 1980 y a Kuwait en 1990, por citar sólo algunos casos. Grupos reducidos sin vínculos con estados determinados pueden asimismo influir en los asuntos internacionales: un asesino serbio provocó el estallido de la Primera Guerra Mundial. No es menester hablar aquí de Bin Laden.
El contexto internacional tiene importancia, pero no es determinante: lo determinante es la lectura de los protagonistas y fuerzas políticas locales de esta situación internacional con el correspondiente cálculo de sus riesgos y posibilidades. En ocasiones aciertan, como cuando Cuba estimó que Washington, magullado por la derrota en Vietnam, no impediría que sus tropas cruzaran el Atlántico para defender a la Angola revolucionaria en 1975. Antes de adoptar esta decisión, sin embargo, Fidel Castro se informó de los puntos de vista del Congreso estadounidense al respecto. De todos modos, la verdad es que los dirigentes no suelen ser tan cautelosos. En el caso de Georgia, registrado este año, conocemos la postura adoptada. Tal vez el equipo de Saakashvili juzgó que Rusia estaría tan absorta en la apertura de los Juegos Olímpicos de Pekín que no reaccionaría. Tal vez juzgó realmente que Estados Unidos y Europa se movilizarían y combatirían en su ayuda.
Si la responsabilidad máxima de los dirigentes democráticos consiste efectivamente en proteger a su propio pueblo, una breve visión de conjunto mostrará claramente lo pernicioso de tal delirio nacionalista en los tiempos modernos. Lo único que cabría decir a favor de Saakashvili es que en lo concerniente a meter la pata yendo a la guerra en Osetia del Sur no está solo. En realidad, no es más que el último ejemplo del grado en que la obcecación de ciertos nacionalistas - llevados por la obsesión de la integridad territorial, la negativa a intentar acuerdos razonables y moderados y la equivocada interpretación de las realidades políticas internacionales- les lleva a infligir terribles sufrimientos a su propio pueblo aparte de reportar una dilatada inestabilidad al país.
Cabe mencionar otros errores de bulto análogos. Tal vez quede alguien con la suficiente memoria y humildad en Corea del Norte para recordar la desastrosa iniciativa del entonces presidente Kim Il Sung de atacar Corea del Sur en 1950, ataque repelido por una rápida reacción estadounidense. Sólo la intervención de “voluntarios” chinos salvó de la aniquilación a Corea del Norte. Otro ejemplo: tal vez los habitantes de Bagdad, en algún momento en que se vean libres de los riesgos y preocupaciones habituales, recuerden los errores de cálculo de su último líder, Sadam Husein, al invadir Irán (1980) y Kuwait (1990). Sin embargo, estos ejemplos recientes no deberían hacernos olvidar el primer error de cálculo clásico (rodeado de aureola romántica) del siglo XX, la rebelión de Pascua de 1916 en Dublín: una fuerza insurreccional nacionalista deficientemente armada fue derrotada (y parte de la ciudad fue destruida) mediante una acción (previsible) de represalia británica similar a la reciente reacción rusa en Tsjinvali y Gori.
Llegados a este punto, puede ser atractivo y tentador subrayar que los errores de cálculo sobre las reacciones de los demás - y sobre la capacidad de las fuerzas propias- no se circunscriben a los países pequeños. Numerosos países importantes han cometido errores similares en los tiempos modernos: los estadounidenses en Corea, Vietnam e Iraq; los británicos en Suez; los franceses en Vietnam, Suez y Argelia; los rusos en Afganistán; los japoneses, italianos y alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Entre las principales potencias del mundo, tal vez los chinos han mostrado la debida consideración por esa mezcla de fuerza militar y juicio político que exige la situación internacional. La diferencia estriba, por supuesto, en que salvo en los casos más extremos - especialmente la Alemania nazi y el Japón imperial-, las mismas grandes potencias han sido capaces de recuperarse de sus derrotas y fracasos y, en amplia medida, siguen adelante con sus sueños de grandeza, cuando no de conciencia de ser imprescindibles. Los pueblos pequeños, por su parte, pagan un precio más alto.
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