Por Ángel Rupérez, escritor y profesor de Teoría de la Literatura en la UCM (EL PAÍS, 22/08/08):
Pocos han comentado la decisión del presidente del Gobierno de desgajar la educación universitaria del Ministerio de Educación propiamente dicho. Ni siquiera la ministra del ramo, Mercedes Cabrera, puso mala cara ante esa decisión, que deja su ministerio sin responsabilidad alguna sobre la educación superior, siendo ella, como es, profesora universitaria. Ahora, un ministerio de nueva creación -el Ministerio de Investigación e Innovación- se ocupa de la educación universitaria y su titular es Carmen Garmendia, al parecer una mujer ducha en asuntos relacionados con la investigación puntera, pero no sé si con experiencia suficiente en temas educativos.
Vaya por delante que no propongo, ni por asomo, enfrentar en estas páginas investigación y educación, porque sería un disparate hacerlo. Toda posible educación universitaria depende en buena medida de una buena investigación, en cualquiera de los campos del saber. Y, además, reconozco abiertamente la necesidad de hacer todos los esfuerzos imaginables para que nuestro país deje atrás la calamitosa economía ladrillesca y pueda adentrarse en las modernas economías gobernadas por el famoso I+D+i. Y, para que eso ocurra, la investigación puntera en punteras tecnologías tiene algo muy importante que decir.
Dicho lo cual, también conviene recordar que la Universidad, desde sus comienzos, fue una institución educativa y que, por tanto, la educación es una de sus misiones más fundamentales y decisivas. La educación no es sólo una cuestión de transmisión de saberes, sino un amplio campo de actuación interactiva en la que está en juego el desarrollo integral de un individuo, y ese desarrollo debe ser protegido y amparado por la Universidad, a título de tanta o mayor importancia que el que pueda tener la actividad investigadora. Puede decirse que ésta es una actividad que puede desarrollarse en soledad o en grupos coordinados en los que se planifican tareas con vistas a la obtención de determinados resultados.
La educación, en cambio, es necesariamente una actividad que vincula a alguien con otro y, por tanto, implica un ejercicio de comunicación que tiene sus propias exigencias, todas ellas fundamentales para propiciar el pleno desarrollo humano del que hablábamos antes. La educación se enfrenta con el reto de enseñar a aprender por cuenta propia, y, también a aprender a ser autónomo y capaz de reflexionar críticamente sobre toda clase de materias, pues sin esa libertad sin amos es imposible crecer hasta el punto de no ser dominado -hasta donde eso pueda llegar a ser posible, pero aquí señalamos un ideal hacia el que debemos dirigirnos- por nada ni por nadie, y esto también en el terreno del puro conocimiento. La educación universitaria debe tener también como misión contribuir a entablar relaciones humanas ajenas al dominio jerarquizador, de tal modo que la construcción del conocimiento ayude a romper las ligaduras que dificulten la conquista de la plena autonomía, sin la cual ninguna decisión en el futuro será del todo libre.
Por tanto, propongo que no se relegue a un segundo plano de importancia la educación en el ámbito universitario, y eso implica que se proteja adecuadamente su libre ejercicio, en todos los aspectos, modernizando las aulas y su mobiliario, pertrechándolas de modernos medios técnicos útiles para el aprendizaje, creando grupos razonables y no masificados, valorando adecuadamente el ejercicio de la docencia y convirtiéndolo en mérito clave para la obtención de cualquier plaza docente o para cualquier promoción interna en el escalafón profesoral.
También propongo que se modernicen los métodos de enseñanza universitaria y se destierren por inoperantes las clases que presuponen una actividad monológica antes que dialógica, es decir, las llamadas clases magistrales, exponentes de una Universidad adocenada en el campo educativo. También propongo que se recupere el espíritu de la educación integral de las personas que defendieron los griegos a través de lo que ellos llamaron Paideia, una especie de visión global de la educación, no tan parcelada como la que ahora tenemos y más abierta al hombre como asombrosa potencialidad que se autodescubre en medio de los estímulos educativos del más diverso orden.
Por lo mismo, también propongo que la Universidad pública no funcione con la lógica de una empresa, para la que únicamente será útil aquello que tenga rendimientos económicos palpables e inútil todo lo que carezca de ellos. Está bien que se ampare y proteja la investigación puntera en todos los campos del saber en los que la utilidad pueda brillar por cuenta propia, pero estaría mal que, como consecuencia de ese plausible objetivo, quedaran relegados, en forma de bajos presupuestos, todos los saberes no experimentales, a los que, por pura conveniencia irónica, podríamos llamar inútiles. Pues de esos saberes depende también la construcción de una sociedad que sepa pensar sobre sí misma y descubrir sus limitaciones e imaginar nuevos y más sanos proyectos de convivencia; sepa apreciar las artes y aspire a saciar sus ansias de conocimiento, y sepa leer y pensar sin pararse a pensar si esa actividad es útil o inútil, porque, en todo caso, en su inutilidad antieconómica y antiproductiva radica su necesidad social, que es poco menos que su necesidad vital, sin la cual la muerte del espíritu llenaría de tinieblas cualquier horizonte.
Pocos han comentado la decisión del presidente del Gobierno de desgajar la educación universitaria del Ministerio de Educación propiamente dicho. Ni siquiera la ministra del ramo, Mercedes Cabrera, puso mala cara ante esa decisión, que deja su ministerio sin responsabilidad alguna sobre la educación superior, siendo ella, como es, profesora universitaria. Ahora, un ministerio de nueva creación -el Ministerio de Investigación e Innovación- se ocupa de la educación universitaria y su titular es Carmen Garmendia, al parecer una mujer ducha en asuntos relacionados con la investigación puntera, pero no sé si con experiencia suficiente en temas educativos.
Vaya por delante que no propongo, ni por asomo, enfrentar en estas páginas investigación y educación, porque sería un disparate hacerlo. Toda posible educación universitaria depende en buena medida de una buena investigación, en cualquiera de los campos del saber. Y, además, reconozco abiertamente la necesidad de hacer todos los esfuerzos imaginables para que nuestro país deje atrás la calamitosa economía ladrillesca y pueda adentrarse en las modernas economías gobernadas por el famoso I+D+i. Y, para que eso ocurra, la investigación puntera en punteras tecnologías tiene algo muy importante que decir.
Dicho lo cual, también conviene recordar que la Universidad, desde sus comienzos, fue una institución educativa y que, por tanto, la educación es una de sus misiones más fundamentales y decisivas. La educación no es sólo una cuestión de transmisión de saberes, sino un amplio campo de actuación interactiva en la que está en juego el desarrollo integral de un individuo, y ese desarrollo debe ser protegido y amparado por la Universidad, a título de tanta o mayor importancia que el que pueda tener la actividad investigadora. Puede decirse que ésta es una actividad que puede desarrollarse en soledad o en grupos coordinados en los que se planifican tareas con vistas a la obtención de determinados resultados.
La educación, en cambio, es necesariamente una actividad que vincula a alguien con otro y, por tanto, implica un ejercicio de comunicación que tiene sus propias exigencias, todas ellas fundamentales para propiciar el pleno desarrollo humano del que hablábamos antes. La educación se enfrenta con el reto de enseñar a aprender por cuenta propia, y, también a aprender a ser autónomo y capaz de reflexionar críticamente sobre toda clase de materias, pues sin esa libertad sin amos es imposible crecer hasta el punto de no ser dominado -hasta donde eso pueda llegar a ser posible, pero aquí señalamos un ideal hacia el que debemos dirigirnos- por nada ni por nadie, y esto también en el terreno del puro conocimiento. La educación universitaria debe tener también como misión contribuir a entablar relaciones humanas ajenas al dominio jerarquizador, de tal modo que la construcción del conocimiento ayude a romper las ligaduras que dificulten la conquista de la plena autonomía, sin la cual ninguna decisión en el futuro será del todo libre.
Por tanto, propongo que no se relegue a un segundo plano de importancia la educación en el ámbito universitario, y eso implica que se proteja adecuadamente su libre ejercicio, en todos los aspectos, modernizando las aulas y su mobiliario, pertrechándolas de modernos medios técnicos útiles para el aprendizaje, creando grupos razonables y no masificados, valorando adecuadamente el ejercicio de la docencia y convirtiéndolo en mérito clave para la obtención de cualquier plaza docente o para cualquier promoción interna en el escalafón profesoral.
También propongo que se modernicen los métodos de enseñanza universitaria y se destierren por inoperantes las clases que presuponen una actividad monológica antes que dialógica, es decir, las llamadas clases magistrales, exponentes de una Universidad adocenada en el campo educativo. También propongo que se recupere el espíritu de la educación integral de las personas que defendieron los griegos a través de lo que ellos llamaron Paideia, una especie de visión global de la educación, no tan parcelada como la que ahora tenemos y más abierta al hombre como asombrosa potencialidad que se autodescubre en medio de los estímulos educativos del más diverso orden.
Por lo mismo, también propongo que la Universidad pública no funcione con la lógica de una empresa, para la que únicamente será útil aquello que tenga rendimientos económicos palpables e inútil todo lo que carezca de ellos. Está bien que se ampare y proteja la investigación puntera en todos los campos del saber en los que la utilidad pueda brillar por cuenta propia, pero estaría mal que, como consecuencia de ese plausible objetivo, quedaran relegados, en forma de bajos presupuestos, todos los saberes no experimentales, a los que, por pura conveniencia irónica, podríamos llamar inútiles. Pues de esos saberes depende también la construcción de una sociedad que sepa pensar sobre sí misma y descubrir sus limitaciones e imaginar nuevos y más sanos proyectos de convivencia; sepa apreciar las artes y aspire a saciar sus ansias de conocimiento, y sepa leer y pensar sin pararse a pensar si esa actividad es útil o inútil, porque, en todo caso, en su inutilidad antieconómica y antiproductiva radica su necesidad social, que es poco menos que su necesidad vital, sin la cual la muerte del espíritu llenaría de tinieblas cualquier horizonte.
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