Por José María Ridao (EL PAÍS, 22/08/08):
Es sorprendente el cambio en la retórica para describir la realidad internacional operado en apenas unos meses, unos pocos años como mucho: de insistir en la idea de que el mundo vivía una nueva era se ha pasado a hablar otra vez de Guerra fría y a comparar Osetia con los Sudetes. Si antes se cometía el error de prescindir de toda la experiencia internacional acumulada por la vía de imaginar un mundo inédito, un imposible año cero, hoy se viene a decir que nada ha cambiado, y que lo que pasó una vez sigue y seguirá pasando hasta la consumación de los siglos, como si Gobiernos y ciudadanos no fueran más que simples personajes, simples marionetas, de un guión invariable y escrito de antemano. El ataque de Georgia contra Osetia y la brutal respuesta rusa son, sin embargo, episodios de este tiempo, que se explican por decisiones adoptadas, también en este tiempo y que, por descontado, sólo con respuestas de este tiempo y para este tiempo podrán ser neutralizados o, por el contrario, convertidos en los prolegómenos de algo peor.
A pesar de las provocaciones de las autoridades de Osetia con el beneplácito de las tropas de pacificación rusas -ése era el caprichoso título que le concedieron los acuerdos de Dagomis en 1992-, Georgia no debió recurrir a la fuerza para restablecer su soberanía. No debió hacerlo estando fuera de la Alianza Atlántica ni tampoco en el supuesto de que, después de la reunión de Bucarest, hubiera estado dentro. Algunos analistas consideran, con todo, que la pertenencia de Georgia a la OTAN hubiera disuadido a Rusia de intervenir. Pero lo que no tienen en cuenta es que las escaramuzas entre osetios y georgianos han sido constantes, y que, al incorporar a un nuevo miembro cuya situación no era sin duda de guerra, pero tampoco de paz, la Alianza se vería obligada a una de dos alternativas: o hacer la vista gorda y faltar a la solidaridad obligada con uno de sus aliados, perdiendo la credibilidad, o meterse de hoz y coz en un conflicto en marcha, con todas sus consecuencias. Esta última era una opción; arriesgada, pero una opción. Para haberla aprobado no bastaba, sin embargo, con calcular que Rusia se achantaría, como se da por supuesto en demasiadas ocasiones; si se quería salir del terreno de las baladronadas y pasar al de la estrategia, había que estar dispuesto a precipitarse en un eventual conflicto y tener una probabilidad razonable de ganarlo. Con los frentes de Irak y Afganistán abiertos, no era, cuando menos, un cálculo sencillo.
La facilidad con que Rusia ha invadido Georgia, y la insolencia con que mantiene allí sus tropas, no son la causa de su renovada preeminencia internacional; son, si acaso, el humillante certificado de que el mundo unipolar terminó el 8 de agosto, encaminándose hacia una bipolaridad más inestable que la anterior. La preeminencia de Rusia, por su parte, viene fraguándose desde hace años, concretamente desde que Putin sucedió a Yeltsin y comenzó a erigir un Estado personalista y con fuertes tintes autoritarios ante la indiferencia general. Pese a que la oposición era hostigada, los periodistas independientes asesinados y encarcelados los nuevos ricos que podían hacer sombra al poder, Rusia fue sucesivamente admitida en foros internacionales en los que, hasta entonces, sólo participaban potencias democráticas. En principio, únicamente se pretendía retribuir a Putin por su actitud en la insensata “guerra contra el terrorismo”; una “guerra” que, en su traducción rusa, había significado la destrucción a sangre y fuego de Chechenia, también ante la indiferencia general.
Fue en estos inicios donde Putin encontró los puntos de apoyo necesarios para ir tejiendo la tela de araña en la que hoy se encuentran atrapados Estados Unidos y la Unión Europea, además de Naciones Unidas y la Alianza Atlántica. A estos puntos de apoyo vino a sumarse, después, la gestión que Putin ha llevado a cabo de las ingentes reservas energéticas de Rusia. Desde el primer momento, su objetivo no fue, simplemente, incorporar a Rusia a un mercado que podía reportarle ingentes beneficios económicos. El cálculo de Putin iba más lejos: las reservas eran, sobre todo, una baza estratégica capaz de neutralizar, de condenar al silencio, a algunas de las principales potencias europeas. De manera incomprensible, éstas se dejaron apresar, interpretando las compras de combustible ruso dentro de una estricta lógica económica y desentendiéndose en gran medida de la dimensión estratégica que Putin iba introduciendo. Y, por si esto fuera poco, esas mismas potencias, ahora también con el apoyo de Estados Unidos, se permitieron cuestionar algunos principios internacionales que, si a alguien refrenaban, era sobre todo a Putin y su expeditiva manera de resolver los problemas territoriales. Pero conviene no llamarse a engaño: la independencia de Kosovo, acertada o no, no fue un precedente para Rusia; fue una coartada. Rusia no se opuso porque defendiera el principio de la integridad territorial, sino porque Serbia era su amigo. Cuando en lugar de Serbia se trata de Georgia, Rusia apoya la segregación de Osetia y Abjazia.
Nada más iniciarse las hostilidades en Georgia, la Unión Europea respondió con graves errores, por un lado, y con beatíficas inanidades por otro. Entre éstas se encuentra la decisión de los ministros europeos de Asuntos Exteriores de aceptar el envío de observadores. Pero a observar ¿qué?, ¿en el marco de qué solución? Y en el capítulo de los errores hay que contar el precipitado viaje de la presidencia de turno europea para obtener un alto el fuego.
La iniciativa de exigirlo era razonable, además de humanamente imprescindible, pero no la de pactar con Moscú unas condiciones que no eran otras que las que el propio Moscú exigía. Para ese viaje, no hacía falta que la Unión le prestase a Putin y Medvédev las alforjas. Porque, al prestárselas, la Unión Europea se subrogaba implícitamente en la posición de Georgia, y las muchas humillaciones que Rusia está dispuesta a infligir a la antigua república soviética se traslada, en todo o en parte, a la Unión Europea y, en la medida en que Estados Unidos se ha hecho partícipe de esas condiciones, también a Estados Unidos.
El error se ha intentado corregir en el Consejo de Seguridad, a través de un borrador de Resolución que sólo incluye dos de los seis puntos pactados con Moscú. La reacción de Rusia no se ha hecho esperar: ¿por qué dos puntos y no los seis, en particular el referido a la discusión internacional del futuro de Osetia y Abjazia? De nuevo, la tela de araña tejida por Putin ha atrapado a la Unión Europea, colocándola en una posición contradictoria.
Después de este cúmulo de pasos en falso, la nueva equivocación, la equivocación que podría resultar fatal a medio plazo, consistiría en no prever los efectos que la nueva situación internacional, la emergente e inquietante nueva bipolaridad, puede proyectar sobre otros escenarios de crisis. Si antes eran limitadas las posibilidades de detener el programa nuclear iraní, incluso bajo la amenaza de un ataque a las instalaciones, ahora también ese horizonte, por lo demás indeseable, puede quedar en entredicho. Irán se encuentra con un margen más amplio para seguir enriqueciendo uranio y, por tanto, en mejor posición para plantear la discusión en los términos que busca: no se trataría, según sus planes, de detener o no el programa nuclear, sino de negociar en qué punto lo detiene. Y, aunque el auténtico problema es éste, aunque el riesgo más acuciante tiene que ver, en efecto, con la proliferación en Oriente Próximo, no puede perderse de vista que la humillación de Estados Unidos y la Unión Europea a manos de Rusia da alas a los grupos terroristas e insurgentes. No son más que trágicas chispas, pero chispas en un polvorín cada vez más cebado.
No se podrá formular una estrategia eficaz contra una Rusia en rumbo al autoritarismo si se intentan prolongar los errores cometidos hasta ahora. Irak y Afganistán no pueden seguir como frentes abiertos en los que Estados Unidos, la Unión Europea y la OTAN no logran vencer, aunque tampoco sean derrotados. Y es que para vencer es preciso definir en qué consiste la victoria, y también en qué ámbito contribuyen a ella los ejércitos y en qué ámbito la política y la diplomacia. Decir que se está en Irak y Afganistán para defender la libertad, luchar contra el terrorismo o llevar la democracia, es confundir esos ámbitos, empantanándose en conflictos que impiden a la vez seleccionar las prioridades y recuperar la capacidad de disuasión. Sin prioridades definidas y sin capacidad de disuasión, la tela de araña rusa no sólo atrapa, sino que puede arrastrar al precipicio.
Es sorprendente el cambio en la retórica para describir la realidad internacional operado en apenas unos meses, unos pocos años como mucho: de insistir en la idea de que el mundo vivía una nueva era se ha pasado a hablar otra vez de Guerra fría y a comparar Osetia con los Sudetes. Si antes se cometía el error de prescindir de toda la experiencia internacional acumulada por la vía de imaginar un mundo inédito, un imposible año cero, hoy se viene a decir que nada ha cambiado, y que lo que pasó una vez sigue y seguirá pasando hasta la consumación de los siglos, como si Gobiernos y ciudadanos no fueran más que simples personajes, simples marionetas, de un guión invariable y escrito de antemano. El ataque de Georgia contra Osetia y la brutal respuesta rusa son, sin embargo, episodios de este tiempo, que se explican por decisiones adoptadas, también en este tiempo y que, por descontado, sólo con respuestas de este tiempo y para este tiempo podrán ser neutralizados o, por el contrario, convertidos en los prolegómenos de algo peor.
A pesar de las provocaciones de las autoridades de Osetia con el beneplácito de las tropas de pacificación rusas -ése era el caprichoso título que le concedieron los acuerdos de Dagomis en 1992-, Georgia no debió recurrir a la fuerza para restablecer su soberanía. No debió hacerlo estando fuera de la Alianza Atlántica ni tampoco en el supuesto de que, después de la reunión de Bucarest, hubiera estado dentro. Algunos analistas consideran, con todo, que la pertenencia de Georgia a la OTAN hubiera disuadido a Rusia de intervenir. Pero lo que no tienen en cuenta es que las escaramuzas entre osetios y georgianos han sido constantes, y que, al incorporar a un nuevo miembro cuya situación no era sin duda de guerra, pero tampoco de paz, la Alianza se vería obligada a una de dos alternativas: o hacer la vista gorda y faltar a la solidaridad obligada con uno de sus aliados, perdiendo la credibilidad, o meterse de hoz y coz en un conflicto en marcha, con todas sus consecuencias. Esta última era una opción; arriesgada, pero una opción. Para haberla aprobado no bastaba, sin embargo, con calcular que Rusia se achantaría, como se da por supuesto en demasiadas ocasiones; si se quería salir del terreno de las baladronadas y pasar al de la estrategia, había que estar dispuesto a precipitarse en un eventual conflicto y tener una probabilidad razonable de ganarlo. Con los frentes de Irak y Afganistán abiertos, no era, cuando menos, un cálculo sencillo.
La facilidad con que Rusia ha invadido Georgia, y la insolencia con que mantiene allí sus tropas, no son la causa de su renovada preeminencia internacional; son, si acaso, el humillante certificado de que el mundo unipolar terminó el 8 de agosto, encaminándose hacia una bipolaridad más inestable que la anterior. La preeminencia de Rusia, por su parte, viene fraguándose desde hace años, concretamente desde que Putin sucedió a Yeltsin y comenzó a erigir un Estado personalista y con fuertes tintes autoritarios ante la indiferencia general. Pese a que la oposición era hostigada, los periodistas independientes asesinados y encarcelados los nuevos ricos que podían hacer sombra al poder, Rusia fue sucesivamente admitida en foros internacionales en los que, hasta entonces, sólo participaban potencias democráticas. En principio, únicamente se pretendía retribuir a Putin por su actitud en la insensata “guerra contra el terrorismo”; una “guerra” que, en su traducción rusa, había significado la destrucción a sangre y fuego de Chechenia, también ante la indiferencia general.
Fue en estos inicios donde Putin encontró los puntos de apoyo necesarios para ir tejiendo la tela de araña en la que hoy se encuentran atrapados Estados Unidos y la Unión Europea, además de Naciones Unidas y la Alianza Atlántica. A estos puntos de apoyo vino a sumarse, después, la gestión que Putin ha llevado a cabo de las ingentes reservas energéticas de Rusia. Desde el primer momento, su objetivo no fue, simplemente, incorporar a Rusia a un mercado que podía reportarle ingentes beneficios económicos. El cálculo de Putin iba más lejos: las reservas eran, sobre todo, una baza estratégica capaz de neutralizar, de condenar al silencio, a algunas de las principales potencias europeas. De manera incomprensible, éstas se dejaron apresar, interpretando las compras de combustible ruso dentro de una estricta lógica económica y desentendiéndose en gran medida de la dimensión estratégica que Putin iba introduciendo. Y, por si esto fuera poco, esas mismas potencias, ahora también con el apoyo de Estados Unidos, se permitieron cuestionar algunos principios internacionales que, si a alguien refrenaban, era sobre todo a Putin y su expeditiva manera de resolver los problemas territoriales. Pero conviene no llamarse a engaño: la independencia de Kosovo, acertada o no, no fue un precedente para Rusia; fue una coartada. Rusia no se opuso porque defendiera el principio de la integridad territorial, sino porque Serbia era su amigo. Cuando en lugar de Serbia se trata de Georgia, Rusia apoya la segregación de Osetia y Abjazia.
Nada más iniciarse las hostilidades en Georgia, la Unión Europea respondió con graves errores, por un lado, y con beatíficas inanidades por otro. Entre éstas se encuentra la decisión de los ministros europeos de Asuntos Exteriores de aceptar el envío de observadores. Pero a observar ¿qué?, ¿en el marco de qué solución? Y en el capítulo de los errores hay que contar el precipitado viaje de la presidencia de turno europea para obtener un alto el fuego.
La iniciativa de exigirlo era razonable, además de humanamente imprescindible, pero no la de pactar con Moscú unas condiciones que no eran otras que las que el propio Moscú exigía. Para ese viaje, no hacía falta que la Unión le prestase a Putin y Medvédev las alforjas. Porque, al prestárselas, la Unión Europea se subrogaba implícitamente en la posición de Georgia, y las muchas humillaciones que Rusia está dispuesta a infligir a la antigua república soviética se traslada, en todo o en parte, a la Unión Europea y, en la medida en que Estados Unidos se ha hecho partícipe de esas condiciones, también a Estados Unidos.
El error se ha intentado corregir en el Consejo de Seguridad, a través de un borrador de Resolución que sólo incluye dos de los seis puntos pactados con Moscú. La reacción de Rusia no se ha hecho esperar: ¿por qué dos puntos y no los seis, en particular el referido a la discusión internacional del futuro de Osetia y Abjazia? De nuevo, la tela de araña tejida por Putin ha atrapado a la Unión Europea, colocándola en una posición contradictoria.
Después de este cúmulo de pasos en falso, la nueva equivocación, la equivocación que podría resultar fatal a medio plazo, consistiría en no prever los efectos que la nueva situación internacional, la emergente e inquietante nueva bipolaridad, puede proyectar sobre otros escenarios de crisis. Si antes eran limitadas las posibilidades de detener el programa nuclear iraní, incluso bajo la amenaza de un ataque a las instalaciones, ahora también ese horizonte, por lo demás indeseable, puede quedar en entredicho. Irán se encuentra con un margen más amplio para seguir enriqueciendo uranio y, por tanto, en mejor posición para plantear la discusión en los términos que busca: no se trataría, según sus planes, de detener o no el programa nuclear, sino de negociar en qué punto lo detiene. Y, aunque el auténtico problema es éste, aunque el riesgo más acuciante tiene que ver, en efecto, con la proliferación en Oriente Próximo, no puede perderse de vista que la humillación de Estados Unidos y la Unión Europea a manos de Rusia da alas a los grupos terroristas e insurgentes. No son más que trágicas chispas, pero chispas en un polvorín cada vez más cebado.
No se podrá formular una estrategia eficaz contra una Rusia en rumbo al autoritarismo si se intentan prolongar los errores cometidos hasta ahora. Irak y Afganistán no pueden seguir como frentes abiertos en los que Estados Unidos, la Unión Europea y la OTAN no logran vencer, aunque tampoco sean derrotados. Y es que para vencer es preciso definir en qué consiste la victoria, y también en qué ámbito contribuyen a ella los ejércitos y en qué ámbito la política y la diplomacia. Decir que se está en Irak y Afganistán para defender la libertad, luchar contra el terrorismo o llevar la democracia, es confundir esos ámbitos, empantanándose en conflictos que impiden a la vez seleccionar las prioridades y recuperar la capacidad de disuasión. Sin prioridades definidas y sin capacidad de disuasión, la tela de araña rusa no sólo atrapa, sino que puede arrastrar al precipicio.
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