Por Umberto Eco, escritor. ® 2008 Umberto Eco/L’Espresso. Distribuido por The New York Times Syndicate. Traducción de Héctor Shelley (EL PERIÓDICO, 04/03/09):
El mes pasado, en respuesta a la guerra en Gaza entre Israel y Hamás, el pianista Daniel Barenboim pidió a los intelectuales de todo el mundo que firmaran una declaración proponiendo una iniciativa nueva para resolver el conflicto (fue publicada recientemente en The New York Review of Books). A primera vista el intento es casi descaradamente obvio: el objetivo básico es aportar todos los medios posibles para presionar en favor de una mediación vigorosa. Lo que es significativo, sin embargo, es que un gran artista israelí sea responsable de promover tal iniciativa.
Es una señal de que las mentes más lúcidas y los pensadores más profundos de Israel están pidiendo a la gente que deje de preguntarse qué bando está en lo correcto y cuál está equivocado, y que, en lugar de eso, trabaje para lograr la coexistencia de ambos pueblos. Si es así, uno podría entender las protestas políticas contra el Gobierno israelí, de no ser por el hecho de que tales manifestaciones generalmente están teñidas de antisemitismo.
SI NO SON LOS propios manifestantes quienes expresan explícitamente una posición antisemita, en estos días es la prensa. He visto artículos que mencionan –como si fuera la cosa más obvia en el mundo– “manifestaciones antisemitas en Amsterdam” y cosas similares. En nuestros días, esto parece tan normal que parece anormal encontrarlo anormal. Pero preguntémonos si definiríamos una manifestación contra la Administración de Angela Merkel en Alemania como antiaria o una manifestación contra Silvio Berlusconi en Italia como antilatina.
En este espacio pequeño resulta imposible resumir el problema de siglos de antigüedad del antisemitismo, sus resurgimientos ocasionales, sus raíces diversas. Cuando una actitud sobrevive durante 2.000 años, huele a fe religiosa, a creencias fundamentalistas. El antisemitismo podría ser definido como una de las muchas formas de fanatismo que han envenenado nuestro mundo a lo largo de siglos. Si mucha gente cree en la existencia de un diablo que hace planes para llevarnos a la condenación eterna, ¿por qué no iba a creer en una conspiración judía para dominar al mundo?
El antisemitismo, como todas las actitudes irracionales e impulsadas por una fe ciega, está lleno de contradicciones; sus adherentes no se dan cuenta de ellas, pero las repiten sin sentirse apenados por ello. En las obras clásicas del antisemitismo del siglo XIX, por ejemplo, se recurría a dos lugares comunes según lo exigía la ocasión. Uno era que los judíos, que vivían en lugares atestados y oscuros, eran más susceptibles que los cristianos a las infecciones y enfermedades (y en consecuencia, eran más peligrosos). Por razones misteriosas, el segundo lugar común era que los judíos eran más resistentes a las plagas y otras epidemias, además de ser sensuales y aterradoramente fecundos, y por lo tanto eran invasores amenazadores del mundo cristiano.
Otro lugar común era ampliamente empleado tanto por la izquierda como por la derecha, y como ejemplo cito un clásico del antisemitismo socialista (Alphonse Toussenel, Les juifs, rois de l’époque, 1847) y un clásico del antisemitismo católico legitimista (Henri Gougenot des Mousseaux, Le juif, le judaïsme et le judaisation des peuples chretiens, 1869). Ambos libros aseguran que los judíos no practicaban la agricultura y, por tanto, estaban alejados de la vida productiva de los países en los que residían. Por otra parte, estaban completamente dedicados a las finanzas, y eso quiere decir a la posesión de oro. Dado lo cual, siendo nómadas por naturaleza e impulsados por sus esperanzas mesiánicas, podían fácilmente abandonar los estados que los habían acogido y llevarse todas sus riquezas con ellos. No comentaré el hecho de que otras obras antisemitas de ese período, incluido el notable Protocolos de los ancianos de Sion, acusaban a los judíos de tratar de apoderarse de las propiedades con el fin de tomar posesión de los campos. Como hemos dicho, el antisemitismo está lleno de contradicciones.
Una característica destacada de los israelís es que cuentan con métodos ultramodernos para cultivar la tierra, y han creado granjas modelo y cosas semejantes. De forma tal que si combaten, es precisamente para defender el territorio en el cual se han asentado en forma estable. Esto, más que cualquier otro factor por sí solo, es lo que los árabes y los antisemitas tienen contra ellos, y de hecho la meta principal de este último grupo es la destrucción del Estado de Israel.
EN RESUMEN, al antisemita no le agrada si un judío vive por cierto tiempo en un país que no sea Israel. Si, no obstante, un judío opta por vivir en Israel, esto tampoco agrada al antisemita. Soy perfectamente consciente, por supuesto, de la objeción de que el lugar que ahora es Israel fue en un tiempo territorio palestino. Dicho esto, no fue conquistado mediante violencia a gran escala y la matanza de los nativos, como fue el caso de Norteamérica, o incluso mediante la destrucción de estados gobernados por sus propios monarcas legítimos, como fue el caso en Suramérica, sino en el curso de migraciones lentas y asentamientos que inicialmente no encontraron oposición.
En cualquier caso, mientras algunos se sienten irritados cuando aquellos que critican las políticas israelís son acusados de antisemitismo, quienes traducen instantáneamente cualquier crítica de las políticas israelís en términos antisemíticos me dejan con un sentimiento aún mayor de inquietud.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
El mes pasado, en respuesta a la guerra en Gaza entre Israel y Hamás, el pianista Daniel Barenboim pidió a los intelectuales de todo el mundo que firmaran una declaración proponiendo una iniciativa nueva para resolver el conflicto (fue publicada recientemente en The New York Review of Books). A primera vista el intento es casi descaradamente obvio: el objetivo básico es aportar todos los medios posibles para presionar en favor de una mediación vigorosa. Lo que es significativo, sin embargo, es que un gran artista israelí sea responsable de promover tal iniciativa.
Es una señal de que las mentes más lúcidas y los pensadores más profundos de Israel están pidiendo a la gente que deje de preguntarse qué bando está en lo correcto y cuál está equivocado, y que, en lugar de eso, trabaje para lograr la coexistencia de ambos pueblos. Si es así, uno podría entender las protestas políticas contra el Gobierno israelí, de no ser por el hecho de que tales manifestaciones generalmente están teñidas de antisemitismo.
SI NO SON LOS propios manifestantes quienes expresan explícitamente una posición antisemita, en estos días es la prensa. He visto artículos que mencionan –como si fuera la cosa más obvia en el mundo– “manifestaciones antisemitas en Amsterdam” y cosas similares. En nuestros días, esto parece tan normal que parece anormal encontrarlo anormal. Pero preguntémonos si definiríamos una manifestación contra la Administración de Angela Merkel en Alemania como antiaria o una manifestación contra Silvio Berlusconi en Italia como antilatina.
En este espacio pequeño resulta imposible resumir el problema de siglos de antigüedad del antisemitismo, sus resurgimientos ocasionales, sus raíces diversas. Cuando una actitud sobrevive durante 2.000 años, huele a fe religiosa, a creencias fundamentalistas. El antisemitismo podría ser definido como una de las muchas formas de fanatismo que han envenenado nuestro mundo a lo largo de siglos. Si mucha gente cree en la existencia de un diablo que hace planes para llevarnos a la condenación eterna, ¿por qué no iba a creer en una conspiración judía para dominar al mundo?
El antisemitismo, como todas las actitudes irracionales e impulsadas por una fe ciega, está lleno de contradicciones; sus adherentes no se dan cuenta de ellas, pero las repiten sin sentirse apenados por ello. En las obras clásicas del antisemitismo del siglo XIX, por ejemplo, se recurría a dos lugares comunes según lo exigía la ocasión. Uno era que los judíos, que vivían en lugares atestados y oscuros, eran más susceptibles que los cristianos a las infecciones y enfermedades (y en consecuencia, eran más peligrosos). Por razones misteriosas, el segundo lugar común era que los judíos eran más resistentes a las plagas y otras epidemias, además de ser sensuales y aterradoramente fecundos, y por lo tanto eran invasores amenazadores del mundo cristiano.
Otro lugar común era ampliamente empleado tanto por la izquierda como por la derecha, y como ejemplo cito un clásico del antisemitismo socialista (Alphonse Toussenel, Les juifs, rois de l’époque, 1847) y un clásico del antisemitismo católico legitimista (Henri Gougenot des Mousseaux, Le juif, le judaïsme et le judaisation des peuples chretiens, 1869). Ambos libros aseguran que los judíos no practicaban la agricultura y, por tanto, estaban alejados de la vida productiva de los países en los que residían. Por otra parte, estaban completamente dedicados a las finanzas, y eso quiere decir a la posesión de oro. Dado lo cual, siendo nómadas por naturaleza e impulsados por sus esperanzas mesiánicas, podían fácilmente abandonar los estados que los habían acogido y llevarse todas sus riquezas con ellos. No comentaré el hecho de que otras obras antisemitas de ese período, incluido el notable Protocolos de los ancianos de Sion, acusaban a los judíos de tratar de apoderarse de las propiedades con el fin de tomar posesión de los campos. Como hemos dicho, el antisemitismo está lleno de contradicciones.
Una característica destacada de los israelís es que cuentan con métodos ultramodernos para cultivar la tierra, y han creado granjas modelo y cosas semejantes. De forma tal que si combaten, es precisamente para defender el territorio en el cual se han asentado en forma estable. Esto, más que cualquier otro factor por sí solo, es lo que los árabes y los antisemitas tienen contra ellos, y de hecho la meta principal de este último grupo es la destrucción del Estado de Israel.
EN RESUMEN, al antisemita no le agrada si un judío vive por cierto tiempo en un país que no sea Israel. Si, no obstante, un judío opta por vivir en Israel, esto tampoco agrada al antisemita. Soy perfectamente consciente, por supuesto, de la objeción de que el lugar que ahora es Israel fue en un tiempo territorio palestino. Dicho esto, no fue conquistado mediante violencia a gran escala y la matanza de los nativos, como fue el caso de Norteamérica, o incluso mediante la destrucción de estados gobernados por sus propios monarcas legítimos, como fue el caso en Suramérica, sino en el curso de migraciones lentas y asentamientos que inicialmente no encontraron oposición.
En cualquier caso, mientras algunos se sienten irritados cuando aquellos que critican las políticas israelís son acusados de antisemitismo, quienes traducen instantáneamente cualquier crítica de las políticas israelís en términos antisemíticos me dejan con un sentimiento aún mayor de inquietud.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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