Por Juan-José López Burniol, notario (EL CORREO DIGITAL, 04/03/09).
El lunes 23 de febrero, estalló una bomba de entre 5 y 10 kilos en la sede del Partido Socialista de Euskadi en Lazkao (Guipúzcoa). El local –inaugurado tras una remodelación hacía solo 21 días– sufrió fuertes daños, al igual que la fachada del inmueble y algunas viviendas cercanas, entre ellas la de Emilio Gutiérrez. Al día siguiente, poco después de la concentración de condena celebrada ante el ayuntamiento, Gutiérrez atacó con una maza la sede de la izquierda aberzale –la herriko taberna– del pueblo, causando daños considerables.
Tras conocer el ataque, el alcalde, Patxi Albisu –del PNV– dijo que “comprende la situación que está pasando” su convecino, pero que rechaza “los medios que ha utilizado”. Un par de días después, el presidente Zapatero ha afirmado que “uno puede entender el momento de obcecación” de Gutiérrez “por haber sufrido lo que ha sufrido”, pero ha añadido que “bajo ningún concepto podemos darle respaldo”, insistiendo en que se trata de un hecho “absolutamente aislado”, pues –según el presidente– “en el 99% de los casos, la ciudadanía confía en la acción del Estado de derecho, de la policía y de la justicia para prevenir y para castigar severamente la violencia terrorista”.
LO DICHO por Albisu y Zapatero es cierto: en un Estado de derecho nadie se puede tomar la justicia por su mano y, por consiguiente, la acción de Gutiérrez es, aunque explicable, reprensible. No obstante, y pese a que es verdad, no es toda la verdad. Porque la existencia real de un Estado de derecho no viene determinada exclusivamente por la existencia de unas normas jurídicas que integren un plan vinculante de convivencia en la justicia. El Estado de derecho solo llega a existir si este orden jurídico abstracto –compuesto únicamente por normas– se materializa en un orden jurídico concreto –vivido por los ciudadanos ¡y por la Administración! como tal–, en el que las conductas de aquellos y los actos de ésta se acomoden a lo ordenado por la ley. Hablando en plata: hace falta que se cumplan las leyes. Y que se cumplan por todos, tanto por los ciudadanos como los poderes públicos, cuidando además de que este cumplimiento no se agote en una observancia estrictamente formal, sino poniendo especial cuidado en respetar su espíritu.
Por poner un ejemplo, resulta evidente que en Euskadi está vigente el derecho de libertad de expresión, pero la pregunta es si puede ejercitarse sin cortapisas o bien existen unos temas tabú sobre los que resulta arriesgado pronunciarse en según que casos y lugares. Piénsese –por ejemplo– que, en esta línea, desde siempre se puesto de relieve la existencia de un importante voto oculto, a causa de que resulta socialmente mal vista la opción electoral por determinadas formaciones. Por otra parte, no solo el ejercicio normal de los derechos, sino también la adopción en libertad de las pequeñas decisiones que integran una vida corriente, se ven poderosamente dificultadas en un entorno social en el que un grupo impone como un “canon” de inexcusable cumplimiento su sistema de ideas, creencias y querencias, de modo que quien no lo comparte es condenado en el mejor de los casos a un duro ostracismo, cuando no a la franca postergación no por sigilosa menos hiriente. Y esto, y no otra cosa, es lo que sucede en Euskadi: Estado formal de derecho, sí; convivencia en libertad, va por grupos y por barrios.
UN LIBRO DE Sebastián Haffner –Historia de un alemán–, que narra la peripecia de su autor durante los años de ascenso al poder del partido nacionalsocialista, refleja muy bien este tipo de situaciones: “Una de las novedades más terribles que están aconteciendo en Alemania –escribe– consiste en que no hay criminales que respondan de sus actos ni mártires que carguen con su sufrimiento, todo sucede como en un estado de ligera anestesia, con una fina y mísera capa de sensibilidad tras el horror objetivo: están cometiéndose asesinatos como si fueran las travesuras de unos chicos malos, la humillación y el suicidio ético se aceptan como si se tratara de pequeños incidentes molestos e incluso la muerte física del mártir no provoca más reacción que un simple mala suerte”. Lo que deja abierto el interrogante de por qué “no hubo nadie que se sublevara a título individual aquí o allá y plantase cara, si no en general, al menos a una injusticia concreta o a alguna infamia en particular que se hubiera cometido justo en su entorno”.
Es fácil justificarnos diciendo que Emilio Gutiérrez obró mal porque, en un Estado de derecho, la reparación del orden jurídico vulnerado ha de dejarse a la Justicia, sin que nadie pueda procurársela por su propia mano. Pero, ¿y cuando el Estado de derecho no es más que una retahíla estéril de leyes mancilladas día a día por quienes se consideran investidos, desde el principio de los tiempos, de una legitimación inefable superior a todo? Entonces es una farsa. Una pura farsa, aunque se ahueque mucho la voz al proclamarla y se ralentice el discurso en búsqueda de una solemnidad impostada, que la densidad de las ideas no proporciona.
Ya dijo Joaquín Costa –altoaragonés de rompe y rasga– que aplicar la ley en según qué casos es el máximo escarnio y la máxima tiranía. No lo olvidemos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
El lunes 23 de febrero, estalló una bomba de entre 5 y 10 kilos en la sede del Partido Socialista de Euskadi en Lazkao (Guipúzcoa). El local –inaugurado tras una remodelación hacía solo 21 días– sufrió fuertes daños, al igual que la fachada del inmueble y algunas viviendas cercanas, entre ellas la de Emilio Gutiérrez. Al día siguiente, poco después de la concentración de condena celebrada ante el ayuntamiento, Gutiérrez atacó con una maza la sede de la izquierda aberzale –la herriko taberna– del pueblo, causando daños considerables.
Tras conocer el ataque, el alcalde, Patxi Albisu –del PNV– dijo que “comprende la situación que está pasando” su convecino, pero que rechaza “los medios que ha utilizado”. Un par de días después, el presidente Zapatero ha afirmado que “uno puede entender el momento de obcecación” de Gutiérrez “por haber sufrido lo que ha sufrido”, pero ha añadido que “bajo ningún concepto podemos darle respaldo”, insistiendo en que se trata de un hecho “absolutamente aislado”, pues –según el presidente– “en el 99% de los casos, la ciudadanía confía en la acción del Estado de derecho, de la policía y de la justicia para prevenir y para castigar severamente la violencia terrorista”.
LO DICHO por Albisu y Zapatero es cierto: en un Estado de derecho nadie se puede tomar la justicia por su mano y, por consiguiente, la acción de Gutiérrez es, aunque explicable, reprensible. No obstante, y pese a que es verdad, no es toda la verdad. Porque la existencia real de un Estado de derecho no viene determinada exclusivamente por la existencia de unas normas jurídicas que integren un plan vinculante de convivencia en la justicia. El Estado de derecho solo llega a existir si este orden jurídico abstracto –compuesto únicamente por normas– se materializa en un orden jurídico concreto –vivido por los ciudadanos ¡y por la Administración! como tal–, en el que las conductas de aquellos y los actos de ésta se acomoden a lo ordenado por la ley. Hablando en plata: hace falta que se cumplan las leyes. Y que se cumplan por todos, tanto por los ciudadanos como los poderes públicos, cuidando además de que este cumplimiento no se agote en una observancia estrictamente formal, sino poniendo especial cuidado en respetar su espíritu.
Por poner un ejemplo, resulta evidente que en Euskadi está vigente el derecho de libertad de expresión, pero la pregunta es si puede ejercitarse sin cortapisas o bien existen unos temas tabú sobre los que resulta arriesgado pronunciarse en según que casos y lugares. Piénsese –por ejemplo– que, en esta línea, desde siempre se puesto de relieve la existencia de un importante voto oculto, a causa de que resulta socialmente mal vista la opción electoral por determinadas formaciones. Por otra parte, no solo el ejercicio normal de los derechos, sino también la adopción en libertad de las pequeñas decisiones que integran una vida corriente, se ven poderosamente dificultadas en un entorno social en el que un grupo impone como un “canon” de inexcusable cumplimiento su sistema de ideas, creencias y querencias, de modo que quien no lo comparte es condenado en el mejor de los casos a un duro ostracismo, cuando no a la franca postergación no por sigilosa menos hiriente. Y esto, y no otra cosa, es lo que sucede en Euskadi: Estado formal de derecho, sí; convivencia en libertad, va por grupos y por barrios.
UN LIBRO DE Sebastián Haffner –Historia de un alemán–, que narra la peripecia de su autor durante los años de ascenso al poder del partido nacionalsocialista, refleja muy bien este tipo de situaciones: “Una de las novedades más terribles que están aconteciendo en Alemania –escribe– consiste en que no hay criminales que respondan de sus actos ni mártires que carguen con su sufrimiento, todo sucede como en un estado de ligera anestesia, con una fina y mísera capa de sensibilidad tras el horror objetivo: están cometiéndose asesinatos como si fueran las travesuras de unos chicos malos, la humillación y el suicidio ético se aceptan como si se tratara de pequeños incidentes molestos e incluso la muerte física del mártir no provoca más reacción que un simple mala suerte”. Lo que deja abierto el interrogante de por qué “no hubo nadie que se sublevara a título individual aquí o allá y plantase cara, si no en general, al menos a una injusticia concreta o a alguna infamia en particular que se hubiera cometido justo en su entorno”.
Es fácil justificarnos diciendo que Emilio Gutiérrez obró mal porque, en un Estado de derecho, la reparación del orden jurídico vulnerado ha de dejarse a la Justicia, sin que nadie pueda procurársela por su propia mano. Pero, ¿y cuando el Estado de derecho no es más que una retahíla estéril de leyes mancilladas día a día por quienes se consideran investidos, desde el principio de los tiempos, de una legitimación inefable superior a todo? Entonces es una farsa. Una pura farsa, aunque se ahueque mucho la voz al proclamarla y se ralentice el discurso en búsqueda de una solemnidad impostada, que la densidad de las ideas no proporciona.
Ya dijo Joaquín Costa –altoaragonés de rompe y rasga– que aplicar la ley en según qué casos es el máximo escarnio y la máxima tiranía. No lo olvidemos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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