Por Javier Rey-Maquieira, profesor del Departamento de Economía Aplicada de la Universitat de les Illes Balears (EL PAÍS, 05/03/09):
“Miénteme y dime que me quieres”. Así, con la mejor de las frases pero con la peor de las estrategias, se reivindica Johnny (Sterling Hayden) a Viena (Joan Crawford) en Johnny Guitar. Así, envueltos en datos que aún empeorarán, aparece una estrategia en la que la mentira reclama su papel protagonista.
Madoff mintió de manera tan vulgar que permite constatar que, en credulidad, ricos y pobres, listos y tontos somos asombrosamente semejantes. Los miembros del consejo de Lehman Brothers mintieron por su incapacidad para decir simplemente: “No lo entiendo”. Otros trocearon la mentira, diferenciándola en su envoltorio, hasta venderla en los mercados internacionales. De nuevo, con la necesaria complicidad de la soberbia, algunos la compraron, endosándonos al resto un riesgo que, en el mejor de los casos, eran incapaces de comprender y medir. Así las cosas, los mercados financieros internacionales pasaron a intercambiar mentiras a precios de verdades. Y claro, mentiras de afuera financiando mentiras de adentro nos llevaron al rincón del perro acorralado que, según dicen, además de ladrar, muerde.
Ahí aparece nuestra historia en la que algunos de los narradores principales, “oxigenados” por el “tú más”, o más bien “tú todo”, nos contaron que en esa película nosotros éramos meros espectadores a los que, como máximo, se nos podía acusar de haber acudido cándidamente a un acto falso en el que desafortunadamente debíamos pagar una muy cara entrada. De esta manera, pasamos a convertirnos en cómplices de una tragedia parcialmente común en la que tendremos, sin duda, un claro protagonismo. Para ser precisos, muchos han mentido y todos nos hemos mentido.
Empezando por lo concreto, ¿nadie es capaz de reconocerse en la mentira de la concesión de hipotecas? ¿Nadie en su nombre o en el nombre de sus amigos recuerda ejemplos de préstamos concedidos sin atender a la mínima noción de riesgo? ¿Endeudamientos hipotecarios, con el aval de rentas generadas en el sector de la construcción, que alcanzaban a inmuebles de más de 300.000 euros financiados al 120%? Es, les puedo asegurar, muy sencillo; los demás tenían hipotecas basura y nosotros tenemos, en una importante fracción, una basura de hipotecas.
Siendo todo lo anterior grave, más complicado es aún el engaño colectivo en el que parecemos decididos a participar. Miren, una devaluación es, por el aviso de los demás, el fin de un autoengaño y el comienzo de un respiro que, en demasiadas ocasiones, conduce al mismo final; cuando hay integración monetaria, “nadie” te avisa de que no progresas adecuadamente y al final cuando te giras para pedir ayuda siquiera queda aire para respirar. Vayamos a loprosaico: en la primera mitad de los noventa necesitamos devaluar cerca de un 30% para que la economía pudiese recuperarse; después de unos diez años de compartir moneda hemos acumulado diferenciales de inflación con nuestros principales mercados que reflejan una pérdida de competitividad cercana al 20%, en el mejor de los casos. Si alguien está pensando en que esto puede ser simplemente el resultado de haberlo hecho bien, le recomiendo que se detenga en el dato del déficit por cuenta corriente, de aproximadamente el 10% del PIB por estas fechas y en el entorno del 5,5% cuando las devaluaciones nos despertaron de nuestros sueños en los noventa.
Algunos, muchos más de los que se recuerda y muchos menos de los que ahora lo dicen, habían ido avisando de que nuestra situación era insostenible, de que a la mentira que nos envolvía le quedaba escaso recorrido.
Vayamos pues a la exposición, a modo de trazos groseros, de algunas de las cosas que deberíamos hacer. Deberíamos pensar en dos tipos de escenarios: uno, ahora incluso “optimista”, en el que la media de inflación en la UE esté cercana al 3%, y otro, en el que la inflación media se sitúe en el entorno del 0% o incluso con deflación. No vale la pena detenerse ahora en cómo hemos cambiado nuestras preferencias muchos economistas.
En el primer caso, aconsejaría una congelación del sueldo de los funcionarios por un mínimo de dos años, usando los recursos para un plan, bien estudiado, de infraestructuras públicas que aumentase a medio plazo la productividad. No tiene ningún sentido, en una situación en la que el paro va a superar claramente los 4.000.000, que el salario de quienes tienen asegurado también el puesto de trabajo siga subiendo; además, la mejora en la competitividad nos obliga a exigir esfuerzos y sacrificios a todos. Mientras tanto, es posible que, con la corrección de algunos errores, el plan de financiación de entidades locales debiera realizarse también en el año 2010.
Por otro lado, el Gobierno, con los necesarios controles para el futuro, debería evitar impagos y prórrogas injustificadas por parte de los ayuntamientos y otras administraciones. No es razonable que cuando el Estado disfruta de menores restricciones de liquidez que el sector privado sea éste quien financie las deudas de las Administraciones públicas.
En el resto de la economía debería intentarse, salvo en las empresas en las que el incremento de productividad y demanda lo justifique, un pacto de rentas que, a partir de una congelación de salarios, tuviese como objetivo primordial, al margen de suavizar las restricciones de liquidez, el aumento de la productividad del trabajo.
A medio y largo plazo, nuestra constricción principal es la educación y la innovación. Ahí algunos apuntes muy claros deberían ir en la dirección de profesionalizar la gestión de los centros públicos; especializar las universidades; reducir a tres años, salvo lógicas excepciones, los títulos de grado; establecer normas para una mayoría de las convocatorias públicas de investigación, que vinculen el éxito en la demanda con la vinculación financiera a empresas; “obligar” a las empresas de cierto tamaño a realizar o adquirir investigación.
Finalmente, sin prisas pero sin pausas, debería abordarse una reforma del mercado de trabajo que permita evitar la actual segmentación del mercado entre los trabajadores cuyos contratos son excesivamente rígidos y aquellos cuyos contratos son excesivamente flexibles. Una última apostilla; pienso que en la situación actual las reducciones de impuestos serían en general ineficientes y no resolverían los problemas de demanda que éstos sí vienen originados por la crisis internacional.
Para el segundo caso, cada vez menos descartable, la congelación de salarios públicos y de muchos salarios privados no permitiría resolver nuestro problema de competitividad, y por ello, aunque pueda resultar chocante, yo pienso que esa congelación debería ir acompañada de una subida de impuestos que permitiese financiar el incremento de infraestructuras públicas necesario para mejorar nuestra productividad. Claro, el resto de lo horrible se mantiene.
Como pueden ver, casi todo muy desagradable, aunque los que ya tenemos ciertas edades sabemos que el “miénteme y dime que me quieres” es el mejor de los contratos hacia la desesperación y el olvido.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
“Miénteme y dime que me quieres”. Así, con la mejor de las frases pero con la peor de las estrategias, se reivindica Johnny (Sterling Hayden) a Viena (Joan Crawford) en Johnny Guitar. Así, envueltos en datos que aún empeorarán, aparece una estrategia en la que la mentira reclama su papel protagonista.
Madoff mintió de manera tan vulgar que permite constatar que, en credulidad, ricos y pobres, listos y tontos somos asombrosamente semejantes. Los miembros del consejo de Lehman Brothers mintieron por su incapacidad para decir simplemente: “No lo entiendo”. Otros trocearon la mentira, diferenciándola en su envoltorio, hasta venderla en los mercados internacionales. De nuevo, con la necesaria complicidad de la soberbia, algunos la compraron, endosándonos al resto un riesgo que, en el mejor de los casos, eran incapaces de comprender y medir. Así las cosas, los mercados financieros internacionales pasaron a intercambiar mentiras a precios de verdades. Y claro, mentiras de afuera financiando mentiras de adentro nos llevaron al rincón del perro acorralado que, según dicen, además de ladrar, muerde.
Ahí aparece nuestra historia en la que algunos de los narradores principales, “oxigenados” por el “tú más”, o más bien “tú todo”, nos contaron que en esa película nosotros éramos meros espectadores a los que, como máximo, se nos podía acusar de haber acudido cándidamente a un acto falso en el que desafortunadamente debíamos pagar una muy cara entrada. De esta manera, pasamos a convertirnos en cómplices de una tragedia parcialmente común en la que tendremos, sin duda, un claro protagonismo. Para ser precisos, muchos han mentido y todos nos hemos mentido.
Empezando por lo concreto, ¿nadie es capaz de reconocerse en la mentira de la concesión de hipotecas? ¿Nadie en su nombre o en el nombre de sus amigos recuerda ejemplos de préstamos concedidos sin atender a la mínima noción de riesgo? ¿Endeudamientos hipotecarios, con el aval de rentas generadas en el sector de la construcción, que alcanzaban a inmuebles de más de 300.000 euros financiados al 120%? Es, les puedo asegurar, muy sencillo; los demás tenían hipotecas basura y nosotros tenemos, en una importante fracción, una basura de hipotecas.
Siendo todo lo anterior grave, más complicado es aún el engaño colectivo en el que parecemos decididos a participar. Miren, una devaluación es, por el aviso de los demás, el fin de un autoengaño y el comienzo de un respiro que, en demasiadas ocasiones, conduce al mismo final; cuando hay integración monetaria, “nadie” te avisa de que no progresas adecuadamente y al final cuando te giras para pedir ayuda siquiera queda aire para respirar. Vayamos a loprosaico: en la primera mitad de los noventa necesitamos devaluar cerca de un 30% para que la economía pudiese recuperarse; después de unos diez años de compartir moneda hemos acumulado diferenciales de inflación con nuestros principales mercados que reflejan una pérdida de competitividad cercana al 20%, en el mejor de los casos. Si alguien está pensando en que esto puede ser simplemente el resultado de haberlo hecho bien, le recomiendo que se detenga en el dato del déficit por cuenta corriente, de aproximadamente el 10% del PIB por estas fechas y en el entorno del 5,5% cuando las devaluaciones nos despertaron de nuestros sueños en los noventa.
Algunos, muchos más de los que se recuerda y muchos menos de los que ahora lo dicen, habían ido avisando de que nuestra situación era insostenible, de que a la mentira que nos envolvía le quedaba escaso recorrido.
Vayamos pues a la exposición, a modo de trazos groseros, de algunas de las cosas que deberíamos hacer. Deberíamos pensar en dos tipos de escenarios: uno, ahora incluso “optimista”, en el que la media de inflación en la UE esté cercana al 3%, y otro, en el que la inflación media se sitúe en el entorno del 0% o incluso con deflación. No vale la pena detenerse ahora en cómo hemos cambiado nuestras preferencias muchos economistas.
En el primer caso, aconsejaría una congelación del sueldo de los funcionarios por un mínimo de dos años, usando los recursos para un plan, bien estudiado, de infraestructuras públicas que aumentase a medio plazo la productividad. No tiene ningún sentido, en una situación en la que el paro va a superar claramente los 4.000.000, que el salario de quienes tienen asegurado también el puesto de trabajo siga subiendo; además, la mejora en la competitividad nos obliga a exigir esfuerzos y sacrificios a todos. Mientras tanto, es posible que, con la corrección de algunos errores, el plan de financiación de entidades locales debiera realizarse también en el año 2010.
Por otro lado, el Gobierno, con los necesarios controles para el futuro, debería evitar impagos y prórrogas injustificadas por parte de los ayuntamientos y otras administraciones. No es razonable que cuando el Estado disfruta de menores restricciones de liquidez que el sector privado sea éste quien financie las deudas de las Administraciones públicas.
En el resto de la economía debería intentarse, salvo en las empresas en las que el incremento de productividad y demanda lo justifique, un pacto de rentas que, a partir de una congelación de salarios, tuviese como objetivo primordial, al margen de suavizar las restricciones de liquidez, el aumento de la productividad del trabajo.
A medio y largo plazo, nuestra constricción principal es la educación y la innovación. Ahí algunos apuntes muy claros deberían ir en la dirección de profesionalizar la gestión de los centros públicos; especializar las universidades; reducir a tres años, salvo lógicas excepciones, los títulos de grado; establecer normas para una mayoría de las convocatorias públicas de investigación, que vinculen el éxito en la demanda con la vinculación financiera a empresas; “obligar” a las empresas de cierto tamaño a realizar o adquirir investigación.
Finalmente, sin prisas pero sin pausas, debería abordarse una reforma del mercado de trabajo que permita evitar la actual segmentación del mercado entre los trabajadores cuyos contratos son excesivamente rígidos y aquellos cuyos contratos son excesivamente flexibles. Una última apostilla; pienso que en la situación actual las reducciones de impuestos serían en general ineficientes y no resolverían los problemas de demanda que éstos sí vienen originados por la crisis internacional.
Para el segundo caso, cada vez menos descartable, la congelación de salarios públicos y de muchos salarios privados no permitiría resolver nuestro problema de competitividad, y por ello, aunque pueda resultar chocante, yo pienso que esa congelación debería ir acompañada de una subida de impuestos que permitiese financiar el incremento de infraestructuras públicas necesario para mejorar nuestra productividad. Claro, el resto de lo horrible se mantiene.
Como pueden ver, casi todo muy desagradable, aunque los que ya tenemos ciertas edades sabemos que el “miénteme y dime que me quieres” es el mejor de los contratos hacia la desesperación y el olvido.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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