Por Víctor Gómez Pin, catedrático de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona (EL PAÍS, 01/03/09):
Es seguro que, al menos en los Estados Unidos, el año Darwin será ocasión de que se acentúe la crudeza de la polémica entre los defensores de las tesis evolucionistas y los defensores de posiciones creacionistas, ya sea en su formulación convencional, ya sea en modalidades aparentemente más sofisticadas, como las que apelan a una idea directriz que se hallaría en el origen de la naturaleza y de la vida y que determinaría su evolución.
Como casi todas las polémicas en las que los defensores de un criterio de objetividad al que medir las teorías se enfrentan a los que sostienen posiciones a priori, la posibilidad de compromiso es muy pequeña, y desde luego nula cuando la polémica se intenta llevar a ese tribunal de la razón que ha de constituir la universidad. En el seno de ésta es imposible -o al menos inaceptable- que alguien niegue el hecho de que todos los seres vivos estamos sometidos a la selección natural y que compartimos rasgos que remiten a un universal común ancestro.
Para un racionalista lo interesante ante los defensores del creacionismo no es quizás tanto posicionarse sobre el contenido de lo que sostienen como preguntarse por qué lo sostienen. Pues en muchos casos, aferrarse a la teoría de un Dios, más o menos disfrazado de “designio inteligente”, es una manera de manifestar la profunda desazón que puede llegar a producir una presentación de la teoría evolucionista que reduce al hombre, es decir, que niega su singularidad radical en el seno de las especies.
Por prudente que fuera Darwin a la hora de extraer consecuencias filosóficas de sus observaciones científicas, de su teoría suele inferirse que la diferencia entre el hombre y las especies que constituyen nuestros parientes es sólo cuantitativa o de grado. La negación de esta singularidad adopta a veces la forma de negación de la diferencia radical entre el lenguaje humano y los códigos de señales animales. Se acepta que la aparición de la vida supuso un enorme salto cualitativo en la historia del universo, pero no se está dispuesto a aceptar que la aparición del lenguaje (es decir aquello en lo que reside la esencia o naturaleza del hombre) supone un salto cualitativo no menos importante.
La homologación del destino de este fruto de la historia evolutiva que es el hombre al destino de los demás animales, puede provocar como reacción el refugio en la irracionalidad o, caso de interiorizar la tesis, una postración nihilista. Pues para el único ser que se sabe fruto contingente de la historia evolutiva, para el único ser que conoce su condición animal, la finitud inherente a esta condición corre el riesgo de ser sentida como una desgracia.
A esta vivencia nihilista y a sus eventuales consecuencias morales alude un héroe de Dostoievski al sostener que en ausencia de Dios todo estaría permitido. Pero felizmente hay alternativa: es ciertamente difícil no buscar refugio en Dios, o no caer en el nihilismo si se niega que la aparición del ser humano supuso un salto cualitativo en la evolución, pero todo cambia si se confía en la radical singularidad de nuestra naturaleza, si se apuesta a la vida del lenguaje y a sus leyes, si, en suma, se sigue el ejemplo del escritor Dostoievski y no el de su héroe.
Pues el trabajo de todos los grandes del verbo (pienso al respeto en admirables páginas de Marcel Proust) sólo se explica en base a la convicción de que el lenguaje no puede reducirse a instrumento al servicio de la subsistencia, y ni siquiera a vehículo de exploración cognoscitiva de la naturaleza. Siendo esta segunda capacidad el primer don con el que la naturaleza nos singularizó, narradores y poetas apuestan a riqueza aún mayor. Apuestan a que el lenguaje, fruto azaroso de la evolución, alcance sin embargo la potencia de ese Verbo al que hacen referencia desde Aristóteles a Chomsky, pasando por los Evangelistas y Descartes; potencia que no nos arranca al mundo pero sí nos hace sentir que lo irreversible del devenir del mundo no es lo único que determina a los seres humanos.
No es en absoluto necesario comulgar con dogma irracional alguno para hacer propia la frase según la cual “en el principio está el Verbo”. Basta simplemente por entender por principio aquello que da sentido y que permite la única aprehensión del mundo que nos sea dada a los humanos. Se trata simplemente de asumir que si la palabra es lo que da significación, sin la palabra todo es insignificante.
Narradores y poetas apuestan a que el lenguaje pueda librarnos parcialmente del gravamen que en la inmediatez natural coarta nuestra libertad, a que pueda rescatarnos del vejamen que para el ser de palabra supone la finitud y, en suma, apuestan a que el lenguaje encierre una potencialidad literalmente redentora.
Sugería Marcel Proust que esta potencia se actualiza en cada uno de nosotros cada vez que asumimos plenamente nuestra singular naturaleza; cada vez que, comportándonos como seres de palabra, en lugar de usarla, hacemos de su enriquecimiento un fin en sí.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Es seguro que, al menos en los Estados Unidos, el año Darwin será ocasión de que se acentúe la crudeza de la polémica entre los defensores de las tesis evolucionistas y los defensores de posiciones creacionistas, ya sea en su formulación convencional, ya sea en modalidades aparentemente más sofisticadas, como las que apelan a una idea directriz que se hallaría en el origen de la naturaleza y de la vida y que determinaría su evolución.
Como casi todas las polémicas en las que los defensores de un criterio de objetividad al que medir las teorías se enfrentan a los que sostienen posiciones a priori, la posibilidad de compromiso es muy pequeña, y desde luego nula cuando la polémica se intenta llevar a ese tribunal de la razón que ha de constituir la universidad. En el seno de ésta es imposible -o al menos inaceptable- que alguien niegue el hecho de que todos los seres vivos estamos sometidos a la selección natural y que compartimos rasgos que remiten a un universal común ancestro.
Para un racionalista lo interesante ante los defensores del creacionismo no es quizás tanto posicionarse sobre el contenido de lo que sostienen como preguntarse por qué lo sostienen. Pues en muchos casos, aferrarse a la teoría de un Dios, más o menos disfrazado de “designio inteligente”, es una manera de manifestar la profunda desazón que puede llegar a producir una presentación de la teoría evolucionista que reduce al hombre, es decir, que niega su singularidad radical en el seno de las especies.
Por prudente que fuera Darwin a la hora de extraer consecuencias filosóficas de sus observaciones científicas, de su teoría suele inferirse que la diferencia entre el hombre y las especies que constituyen nuestros parientes es sólo cuantitativa o de grado. La negación de esta singularidad adopta a veces la forma de negación de la diferencia radical entre el lenguaje humano y los códigos de señales animales. Se acepta que la aparición de la vida supuso un enorme salto cualitativo en la historia del universo, pero no se está dispuesto a aceptar que la aparición del lenguaje (es decir aquello en lo que reside la esencia o naturaleza del hombre) supone un salto cualitativo no menos importante.
La homologación del destino de este fruto de la historia evolutiva que es el hombre al destino de los demás animales, puede provocar como reacción el refugio en la irracionalidad o, caso de interiorizar la tesis, una postración nihilista. Pues para el único ser que se sabe fruto contingente de la historia evolutiva, para el único ser que conoce su condición animal, la finitud inherente a esta condición corre el riesgo de ser sentida como una desgracia.
A esta vivencia nihilista y a sus eventuales consecuencias morales alude un héroe de Dostoievski al sostener que en ausencia de Dios todo estaría permitido. Pero felizmente hay alternativa: es ciertamente difícil no buscar refugio en Dios, o no caer en el nihilismo si se niega que la aparición del ser humano supuso un salto cualitativo en la evolución, pero todo cambia si se confía en la radical singularidad de nuestra naturaleza, si se apuesta a la vida del lenguaje y a sus leyes, si, en suma, se sigue el ejemplo del escritor Dostoievski y no el de su héroe.
Pues el trabajo de todos los grandes del verbo (pienso al respeto en admirables páginas de Marcel Proust) sólo se explica en base a la convicción de que el lenguaje no puede reducirse a instrumento al servicio de la subsistencia, y ni siquiera a vehículo de exploración cognoscitiva de la naturaleza. Siendo esta segunda capacidad el primer don con el que la naturaleza nos singularizó, narradores y poetas apuestan a riqueza aún mayor. Apuestan a que el lenguaje, fruto azaroso de la evolución, alcance sin embargo la potencia de ese Verbo al que hacen referencia desde Aristóteles a Chomsky, pasando por los Evangelistas y Descartes; potencia que no nos arranca al mundo pero sí nos hace sentir que lo irreversible del devenir del mundo no es lo único que determina a los seres humanos.
No es en absoluto necesario comulgar con dogma irracional alguno para hacer propia la frase según la cual “en el principio está el Verbo”. Basta simplemente por entender por principio aquello que da sentido y que permite la única aprehensión del mundo que nos sea dada a los humanos. Se trata simplemente de asumir que si la palabra es lo que da significación, sin la palabra todo es insignificante.
Narradores y poetas apuestan a que el lenguaje pueda librarnos parcialmente del gravamen que en la inmediatez natural coarta nuestra libertad, a que pueda rescatarnos del vejamen que para el ser de palabra supone la finitud y, en suma, apuestan a que el lenguaje encierre una potencialidad literalmente redentora.
Sugería Marcel Proust que esta potencia se actualiza en cada uno de nosotros cada vez que asumimos plenamente nuestra singular naturaleza; cada vez que, comportándonos como seres de palabra, en lugar de usarla, hacemos de su enriquecimiento un fin en sí.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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