Por Josep Fontana, catedrático de Historia y director del Instituto Universitario de Historia Jaume Vicens i Vives de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona (EL PAÍS, 01/03/09):
Agradezco mucho a Manuel Rivas que me haya descubierto una guía de libros prohibidos, la del Opus, que desconocía. Debo admitir que, tras haber fracasado en el intento de leer Camino, no suelo frecuentar la literatura de la secta. Pero esto de un índice de lecturas condenadas es algo muy distinto y lo buscaré con interés, porque estoy seguro de que voy a descubrir en él muchos libros que merece la pena leer.
Me gustan los libros prohibidos, que son los que expresan las ideas del futuro que no acepta todavía el orden establecido, pero que ayudarán a construir el mundo de mañana. Como sucedió, por ejemplo, con l’Encyclopédie de Diderot, que, pese a las condenas y prohibiciones de que fue objeto, consiguió extender su influencia por toda Europa y ayudó a cambiar el mundo. Por lo menos en lo que se refiere a la parte más o menos racional de la especie humana, en la que no figuran, evidentemente, los redactores de índices de libros prohibidos.
Confieso que he aprendido mucho del Index librorum prohibitorum del Vaticano en su edición de 1948, que se mantuvo en vigor hasta 1966. Allí se prohíbe la lectura, bajo pena de excomunión, de Erasmo, Montaigne, Diderot, Hume, Balzac, Sartre, Spinoza, Tom Paine y de la mayor parte de los libros que importa haber leído. Se puede recomendar, por ello, a los jóvenes para que lo utilicen como un manual de las lecturas necesarias.
De un estilo semejante eran las listas de libros destinados a la quema por el nazismo o las que estableció Roy Cohn, el equívoco abogado colaborador de McCarthy -judío y antisemita a la vez- que inspeccionó las bibliotecas públicas de las Casas de América en Europa y dijo haber descubierto en ellas 30.000 libros procomunistas que había que retirar, incluyendo obras de Hemingway, Arthur Miller o Mark Twain (en especial aquel nefando cuento rojo que es El hombre que corrompió a una ciudad), con la desafortunada consecuencia de que algunas de las obras que hizo depurar, como La montaña mágica, La teoría de la relatividad o las de Freud eran las mismas que los nazis habían quemado unos años antes.
Pocos libros me han enseñado tanto acerca de la literatura universal como las Lecturas buenas y malas del padre Garmendi de Otaola, S.I. Allí se aprende que La Regenta “rebosa porquerías, vulgaridades y cinismo”, o que Tolstói “es un incrédulo, racionalista, anarquista, nihilista, que declara guerra al cristianismo, porque éste enseña el amor a la patria”, lo cual, como se ve, es un certero análisis de Guerra y paz.
Otro tanto diría de las listas de libros prohibidos de la España franquista, donde el entusiasmo por quemar y destruir libros llegó al extremo: en los primeros días del “alzamiento” el Abc de Sevilla publicaba una noticia que decía: “Los falangistas, al día siguiente de iniciarse el Alzamiento, recogieron en kioskos y librerías centenares de ejemplares, que fueron quemados como merecían”. La incoherencia y la estupidez, propias de los censores de todos los tiempos y creencias, resultarían evidentes cuando se hicieran las listas oficiales, destinadas a depurar las bibliotecas públicas, con indicaciones tan extraordinarias como una que determinaba la obligación de eliminar del todo “la mal llamada literatura rusa”, fuese roja o blanca.
En la primera revisión de bibliotecas que conozco, que es la de Valladolid en 1937, se prohíbe la mayor parte de Azorín, todo Baroja, Blasco Ibáñez, las poesías de Espronceda, Goethe, Kant, la Carmen de Merimée, la mayor parte de Gabriel Miró, Pardo Bazán, Pérez Galdós incluyendo algunos Episodios nacionales, La Celestina, las fábulas de Lafontaine, El Libro de Buen Amor, Valera, Valle-Inclán, etcétera. En las primeras listas de libros prohibidos en Barcelona, que le pasaron a mi padre en 1939 para que expurgase su librería -que, entretanto, hubo de permanecer cerrada durante meses-, figuraban Gandhi, Gogol, Maeterlinck, los hermanos Heinrich y Thomas Mann, Pascal (!), Rabelais, William Blake, Darwin (¡faltaría!) y, sorprendentemente, las novelas de Emilio Salgari, que eran toleradas en Valladolid pero estaban prohibidas en Barcelona.
Me gustan también otro tipo de guías que os informan de libros que no han sido prohibidos por la autoridad, sino relegados al olvido por el consentimiento general de la sociedad biempensante. Hay uno, realmente fascinante, que nos lleva por el mundo de lo que Raymond Queneau llamaba los “locos literarios”. El diccionario de “locos literarios” de André Blavier, publicado en una colección que tiene un nombre tan prometedor como Le rappel au désordre, es un libro extraordinario. Los autores aparecen clasificados en él por actividades y materias. Hay los profetas, visionarios y mesías; los que se dedican a la cuadratura del círculo; los perseguidos y los perseguidores; los inventores, filántropos, sociólogos, etcétera. Toda clase de personajes singulares que exponen ideas fascinantes. Los profetas, por ejemplo, son impagables. Hay uno que asegura que Dios no es un puro espíritu, sino que vive arriba en los cielos, dotado de un cuerpo material, y que bebe, come y duerme igual que hacen los hombres. Y debía saber de qué hablaba, porque nos dice que él tenía contacto frecuente con el propio Dios. Hay otro que nos dice que “el reino de Dios es el reino de las cárceles” y que “antes del fin del mundo más de la mitad de la humanidad estará encerrada en cárceles”. Una profecía que, si tenemos en cuenta que incluye en la categoría de cárceles los conventos, las escuelas, los seminarios, los cuarteles o las sectas, tal vez no sea tan loca como parece a primera vista.
En todo caso, una de las virtudes que tiene la lectura de este panorama de los locos literarios es la de convencernos de que las fronteras entre la normalidad y la locura son muy difusas y que tal vez sea razonable el consejo que se nos da en un grabado del siglo XVIII que figura al fin del libro: “El mundo está lleno de locos, y quien no quiera ver ninguno, que se quede en casa y rompa el espejo”.
Tengo otras guías de este estilo, como The Chatto Book of Dissent, de Rosen y Widgery; Don’t do it. A Dictionary of the Forbidden, de Philio Thody, junto a otras de carácter más informativo, como la Enciclopedia de la utopía, de los viajes extraordinarios y de la ciencia-ficción de Pierre Versins o el entrañable Dictionnaire rationaliste, entre cuyos autores figuran personajes como Langevin, Lévy-Bruhl o Jacques Proust.
Pero ninguno de ellos tiene la utilidad y el encanto de los índices de libros prohibidos, donde la estupidez de los censores resulta una guía segura para el hallazgo de la excelencia, que parecen oler igual que los cerdos descubren las trufas bajo tierra. ¡Benditos sean los censores que nos han descubierto tantos libros que merecía la pena leer! Y, de paso, gracias por haberme condenado. Son ya muchos los amigos que me han felicitado por esta distinción.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Agradezco mucho a Manuel Rivas que me haya descubierto una guía de libros prohibidos, la del Opus, que desconocía. Debo admitir que, tras haber fracasado en el intento de leer Camino, no suelo frecuentar la literatura de la secta. Pero esto de un índice de lecturas condenadas es algo muy distinto y lo buscaré con interés, porque estoy seguro de que voy a descubrir en él muchos libros que merece la pena leer.
Me gustan los libros prohibidos, que son los que expresan las ideas del futuro que no acepta todavía el orden establecido, pero que ayudarán a construir el mundo de mañana. Como sucedió, por ejemplo, con l’Encyclopédie de Diderot, que, pese a las condenas y prohibiciones de que fue objeto, consiguió extender su influencia por toda Europa y ayudó a cambiar el mundo. Por lo menos en lo que se refiere a la parte más o menos racional de la especie humana, en la que no figuran, evidentemente, los redactores de índices de libros prohibidos.
Confieso que he aprendido mucho del Index librorum prohibitorum del Vaticano en su edición de 1948, que se mantuvo en vigor hasta 1966. Allí se prohíbe la lectura, bajo pena de excomunión, de Erasmo, Montaigne, Diderot, Hume, Balzac, Sartre, Spinoza, Tom Paine y de la mayor parte de los libros que importa haber leído. Se puede recomendar, por ello, a los jóvenes para que lo utilicen como un manual de las lecturas necesarias.
De un estilo semejante eran las listas de libros destinados a la quema por el nazismo o las que estableció Roy Cohn, el equívoco abogado colaborador de McCarthy -judío y antisemita a la vez- que inspeccionó las bibliotecas públicas de las Casas de América en Europa y dijo haber descubierto en ellas 30.000 libros procomunistas que había que retirar, incluyendo obras de Hemingway, Arthur Miller o Mark Twain (en especial aquel nefando cuento rojo que es El hombre que corrompió a una ciudad), con la desafortunada consecuencia de que algunas de las obras que hizo depurar, como La montaña mágica, La teoría de la relatividad o las de Freud eran las mismas que los nazis habían quemado unos años antes.
Pocos libros me han enseñado tanto acerca de la literatura universal como las Lecturas buenas y malas del padre Garmendi de Otaola, S.I. Allí se aprende que La Regenta “rebosa porquerías, vulgaridades y cinismo”, o que Tolstói “es un incrédulo, racionalista, anarquista, nihilista, que declara guerra al cristianismo, porque éste enseña el amor a la patria”, lo cual, como se ve, es un certero análisis de Guerra y paz.
Otro tanto diría de las listas de libros prohibidos de la España franquista, donde el entusiasmo por quemar y destruir libros llegó al extremo: en los primeros días del “alzamiento” el Abc de Sevilla publicaba una noticia que decía: “Los falangistas, al día siguiente de iniciarse el Alzamiento, recogieron en kioskos y librerías centenares de ejemplares, que fueron quemados como merecían”. La incoherencia y la estupidez, propias de los censores de todos los tiempos y creencias, resultarían evidentes cuando se hicieran las listas oficiales, destinadas a depurar las bibliotecas públicas, con indicaciones tan extraordinarias como una que determinaba la obligación de eliminar del todo “la mal llamada literatura rusa”, fuese roja o blanca.
En la primera revisión de bibliotecas que conozco, que es la de Valladolid en 1937, se prohíbe la mayor parte de Azorín, todo Baroja, Blasco Ibáñez, las poesías de Espronceda, Goethe, Kant, la Carmen de Merimée, la mayor parte de Gabriel Miró, Pardo Bazán, Pérez Galdós incluyendo algunos Episodios nacionales, La Celestina, las fábulas de Lafontaine, El Libro de Buen Amor, Valera, Valle-Inclán, etcétera. En las primeras listas de libros prohibidos en Barcelona, que le pasaron a mi padre en 1939 para que expurgase su librería -que, entretanto, hubo de permanecer cerrada durante meses-, figuraban Gandhi, Gogol, Maeterlinck, los hermanos Heinrich y Thomas Mann, Pascal (!), Rabelais, William Blake, Darwin (¡faltaría!) y, sorprendentemente, las novelas de Emilio Salgari, que eran toleradas en Valladolid pero estaban prohibidas en Barcelona.
Me gustan también otro tipo de guías que os informan de libros que no han sido prohibidos por la autoridad, sino relegados al olvido por el consentimiento general de la sociedad biempensante. Hay uno, realmente fascinante, que nos lleva por el mundo de lo que Raymond Queneau llamaba los “locos literarios”. El diccionario de “locos literarios” de André Blavier, publicado en una colección que tiene un nombre tan prometedor como Le rappel au désordre, es un libro extraordinario. Los autores aparecen clasificados en él por actividades y materias. Hay los profetas, visionarios y mesías; los que se dedican a la cuadratura del círculo; los perseguidos y los perseguidores; los inventores, filántropos, sociólogos, etcétera. Toda clase de personajes singulares que exponen ideas fascinantes. Los profetas, por ejemplo, son impagables. Hay uno que asegura que Dios no es un puro espíritu, sino que vive arriba en los cielos, dotado de un cuerpo material, y que bebe, come y duerme igual que hacen los hombres. Y debía saber de qué hablaba, porque nos dice que él tenía contacto frecuente con el propio Dios. Hay otro que nos dice que “el reino de Dios es el reino de las cárceles” y que “antes del fin del mundo más de la mitad de la humanidad estará encerrada en cárceles”. Una profecía que, si tenemos en cuenta que incluye en la categoría de cárceles los conventos, las escuelas, los seminarios, los cuarteles o las sectas, tal vez no sea tan loca como parece a primera vista.
En todo caso, una de las virtudes que tiene la lectura de este panorama de los locos literarios es la de convencernos de que las fronteras entre la normalidad y la locura son muy difusas y que tal vez sea razonable el consejo que se nos da en un grabado del siglo XVIII que figura al fin del libro: “El mundo está lleno de locos, y quien no quiera ver ninguno, que se quede en casa y rompa el espejo”.
Tengo otras guías de este estilo, como The Chatto Book of Dissent, de Rosen y Widgery; Don’t do it. A Dictionary of the Forbidden, de Philio Thody, junto a otras de carácter más informativo, como la Enciclopedia de la utopía, de los viajes extraordinarios y de la ciencia-ficción de Pierre Versins o el entrañable Dictionnaire rationaliste, entre cuyos autores figuran personajes como Langevin, Lévy-Bruhl o Jacques Proust.
Pero ninguno de ellos tiene la utilidad y el encanto de los índices de libros prohibidos, donde la estupidez de los censores resulta una guía segura para el hallazgo de la excelencia, que parecen oler igual que los cerdos descubren las trufas bajo tierra. ¡Benditos sean los censores que nos han descubierto tantos libros que merecía la pena leer! Y, de paso, gracias por haberme condenado. Son ya muchos los amigos que me han felicitado por esta distinción.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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