Por Monika Zgustova, escritora. Su última novela es Jardín de invierno, Destino (EL PAÍS, 16/04/10):
Hojeando la prensa diaria me llama la atención el siguiente titular: “Vacaciones delirantes: ¡Bienvenidos al gulag!” ¿Se trata de una broma? La propuesta se especifica de la siguiente manera: “Plan de vacaciones Gulag: talar árboles en un bosque lituano con nieve hasta los tobillos, aprender el himno de la URSS, degustar una sopa aguada y un trozo de pan negro y, de postre, ser interrogado por un miembro de la KGB”. A continuación, el anuncio propone en clave de ironía: “Todo un festival de placeres y relax”.
Recuerdo que en su novela Un día en la vida de Iván Denísovich, Solzhenitsin, describe cómo Iván, su álter ego, encerrado en el gulag, saboreaba un pequeño trozo de dicho pan negro y cómo guardaba otro trozo en una bota para repartir las migajas a lo largo del día y disponer de fuerzas suficientes para soportar las 14 horas de trabajo duro. En cuanto a la sopa, Solzhenitsin menciona que algunos se molestaban por la gran cantidad de cucarachas que contenía el líquido, mientras que otros ya se habían habituado a ello: “Todos terminan por acostumbrarse”, concluye Solzhenitsin.
Hablando de interrogatorios, el escritor ruso describe en su Archipiélago Gulag que a los detenidos se les interrogaba de día y de noche, y que, durante semanas o meses, no se les permitía dormir ni acostarse, ni siquiera cerrar los ojos. En cuanto al tipo de trabajos forzados, los condenados trabajaban en las minas de carbón o metales preciosos, talaban árboles o construían edificios, carreteras y vías de tren en el norte de Siberia, en ese desierto helado barrido por el viento polar, sumido en la oscuridad durante seis meses del año.
Aparto el periódico y me pregunto si efectivamente el sufrimiento de tantos -en el gulag soviético murieron aproximadamente cinco millones de personas- se ha convertido en un frívolo parque temático para turistas.
Entro en la web oficial de Gulag: en un vídeo, una lituana cuenta que fue divertido (fun) montar esa reliquia del sistema soviético. Tras esa explicación, un estudiante americano suelta riendo: “¡Menudas vacaciones! ¡En vez de tumbarte en la playa, te sometes a bofetadas!”. Al final, un joven de India llega a la conclusión de que esta experiencia le ha ayudado a comprender el horror de lo que fue el sistema soviético.
Y es que los campos de concentración soviéticos han desaparecido: las mal construidas barracas de madera, donde vivían los presos, acabaron por desintegrarse en el hielo y la nieve siberianos.
Últimamente, las agencias de viajes han empezado a ofrecer viajes organizados a Auschwitz. Los autocares aparcan cerca del campo y escupen decenas de turistas. El año pasado, sólo de Israel, 30.000 estudiantes visitaron el campo. El escritor Jordi Puntí, que recientemente había visitado Auschwitz, me contó que la presencia de tantos turistas no favorecía la reflexión sobre lo ocurrido. En la web de Auschwitz leo las reacciones de los que ya han visitado el campo de concentración: “Potente y triste: ¡no os lo perdáis!”, “Hay que ir: una experiencia conmovedora”, “¡Muy recomendable!”, “¡Buenos guías!”, “Pensad en comer algo antes de la visita y poneros calzado cómodo”. Son las mismas reacciones que ante el puente de los suspiros en Venecia o una puesta de sol en Cabo Sunion. En la misma página una agencia de viajes ofrece: “Desde Cracovia te llevaremos a Auschwitz en un cómodo coche, ¡en sólo una hora!”. Y en la misma página se ve una playa tropical con palmeras y hamacas, para los que prefieren el Caribe a Auschwitz. El turismo organizado a los lugares del mal acaba trivializando el sufrimiento humano para convertirlo en un espectáculo que contemplamos sin que nos alcance, como no nos horrorizamos ante la tortura de un santo en un cuadro barroco.
La banalidad del mal es conocida: con esa etiqueta Hannah Arendt describió la actitud de Eichmann y otros nazis que durante su juicio se declararon libres de culpa porque sólo habían obedecido órdenes. Banalización del mal es lo que provoca el turismo masivo al gulag y a Auschwitz, sustentado por las frívolas palabras de los anuncios que ofrecen unas “vacaciones delirantes” para convertir en oro lo que sea, incluso el exterminio.
Es imprescindible mantener la memoria histórica para que la Shoa y el gulag no se repitan y para que nadie se atreva a negarlos. Sin embargo, atraer a autocares turísticos a ver los lugares del mal como si de un espectáculo se tratara significa deshonrar la memoria de los que allí sufrieron y perecieron.
Banalizar el mal no sólo es indignante sino que es peligroso. Han sido varios los momentos en la historia en que la banalización del mal ha precedido a la rehabilitación que transformaría el mal en algo más o menos aceptable, y luego en bien.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario