Por Pedro R. García Barreno, catedrático de la Universidad Complutense. De la Real Academia Española. De la Real Academia de Ciencias, Exactas, Físicas y Naturales (LA VANGUARDIA, 18/04/10):
Hace quince años, a través de un prestigioso diario, dieciséis presidentes de las más importantes empresas de EE. UU. llamaban la atención del Congreso sobre el papel de la ciencia y la tecnología en el liderazgo de la nación. Hoy, nos viene a pelo.
¿Se imaginan la vida sin fármacos? ¿O sin microchips? ¿O sin cosechas resistentes a las enfermedades o a la sequía? ¿O sin la Red? Hemos heredado esos y miles de otros avances tecnológicos que han hecho de las sociedades occidentales industrializadas las más avanzadas de la historia. Logros que se han traducido en una economía más competitiva, han creado millones de puestos de trabajo y han aupado nuestro estándar de vida. Definen el estatus social occidental y representan el modelo de las economías emergentes
Pero esos avances no han sido fruto de la casualidad. Son productos de un compromiso a largo plazo, fruto de un esfuerzo de las políticas nacionales encaminado a fomentar la innovación, el descubrimiento y el desarrollo de nuevas tecnologías. Durante muchos años, las administraciones públicas han alentado y han financiado los programas de investigación en sus instituciones – universidades y organismos públicos de investigación (OPI)-como una inversión vital para el futuro de los países. La industria ha tenido un papel igualmente crítico, encauzando ese conocimiento y esas nuevas tecnologías hacia el mercado, y a través de él a la sociedad.
Esta complicidad – los activos educativos y científicos institucionales, el apoyo financiero de los gobiernos y el desarrollo de productos por la empresa-ha sido un factor decisivo para mantener el prestigio y el liderazgo tecnológico de las naciones a lo largo de gran parte del siglo XX. De igual modo, la continua atención a la investigación científica institucional ha servido para formar y capacitar a ingenieros, científicos y técnicos que han hecho posible dar rienda suelta a sus potencialidades para conseguir aquellos avances excepcionales. Ello en un equilibrio entre una innovación provocadora y una cierta prudencia en la toma de riesgos.
Desafortunadamente, la fortaleza científica y tecnológica de las naciones occidentales está amenazada. Cuando los gobiernos se plantean recortes o dudan del papel de la ciencia y la tecnología, se producen tensiones que ponen en grave riesgo la investigación científica institucional. La investigación en la Universidad y en los OPI es un blanco fácil, porque mucha gente no es consciente del papel crítico que representa. Pueden pasar años de intenso trabajo antes de que las tecnologías emergentes puedan acceder al mercado. Pero la historia ha demostrado que la investigación científica de calidad, con objetivos ambiciosos, financiada con capital público, es la base para mantener el sistema de ciencia y tecnología y crear el ambiente de confianza empresarial, necesarios para la innovación tecnológica.
Hoy, los datos apuntan que la economía y el bienestar de los ciudadanos se hallan sobre arenas movedizas. Y esos dos factores, claves para la convivencia social, dependen de tres productos básicos de nuestras instituciones: buena ciencia, nuevas tecnologías y científicos e ingenieros bien formados. Ello exige que los gobiernos mantengan su papel como financiadores de esa investigación científica de calidad en sus instituciones. Si se quiere mantener el estatus conseguido por las naciones industrializadas, es necesario mantener aquella complicidad que lo hizo posible.
Apenas consumida la primera década del nuevo siglo debe reconocerse que ha llegado el “momento de la verdad”: se quiere mantener el espíritu innovador que catapultó a las naciones democráticas, el siglo pasado, hacia el bienestar social que disfrutamos, o la inoperancia, una vez más, ganará la partida. Cuando los representantes de los ciudadanos toman decisiones sobre cuestiones de ciencia y tecnología en las instituciones legislativas de la nación o en las de las autonomías, están decidiendo el futuro: fortalecerlo o hipotecarlo está en su actitud.
La importancia creciente del papel de la ciencia en la solución de los problemas complejos que nos desbordan y la dificultad de los temas sociales y éticos que de ello deriva exigen una mayor inmersión en la cultura científica. Los políticos deben conocer los rudimentos de la ciencia y la tecnología, y la sociedad debe estar suficientemente informada para comprender lo que ello significa para el díaa día de sus vidas y, también, para poder participar en el debate de las consecuencias del desarrollo científico.
Ello requiere que la enseñanza de la ciencia comience en la escuela, y exige también que quienes dictan las leyes de los hombres trabajen, codo a codo, con quienes comprenden las leyes de la naturaleza.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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