Por Antoni Serra Ramoneda, presidente de Tribuna Barcelona (EL PERIÓDICO, 04/04/10):
Bernard de Mandeville fue un holandés libertino que, a principios del siglo XVIII, publicó diversas obras, alguna anónima, que causaron un soberano escándalo. La tesis que en ellas defiende queda resumida en la expresión, que ha hecho fortuna, «los vicios privados son virtudes públicas». El egoísmo, la vanidad, la codicia y otros sentimientos parecidos, moralmente despreciables, son un motor imprescindible de la actividad económica. De tal manera que ni Reino ni Estado alguno puede florecer sin ellos. Y es contraproducente intentar erradicarlos: de ahí su condena de las instituciones caritativas en un discutido ensayo.
Algunos economistas han querido ver en Mandeville el padre del moderno liberalismo económico. A fin de cuentas el mercado funciona cuando los agentes que en él operan buscan el máximo lucro o la mayor utilidad. Otros lo miran con prevención por el cinismo con el que defiende los vicios privados, que por lo visto él practicaba con asiduidad. En nuestro país parece que algún político, eso sí, llevado por sus ansias de favorecer el bienestar social, ha seguido los consejos del deslenguado holandés.
Quizá porque el tema vuelve a estar de moda, recientemente, en Francia han aparecido dos libros que ahondan en él. El primero se debe a la pluma de un jovencísimo filósofo, Gaspard Koenig, y su título, Las discretas virtudes de la corrupción, lo dice todo. Con fácil pluma, viene a afirmar que si hay manos que se mantienen limpias, es porque no tocan nada. La historia solo avanza porque algunos no dudan en manchárselas. No entiende por qué se prefiere la fría asepsia de un transparente mercado a la cálida amistad que hay en un soborno. Es un texto brillante y provocador en el mejor estilo francés, que siempre tiende a épater le bourgeois. El segundo tiene como autor a Marie-Laure Susini y un título contundente, pero algo engañoso: Elogio de la corrupción. En realidad, el contenido se dedica sobre todo a analizar tres figuras históricas, que, de haber tenido la oportunidad, se habrían opuesto ferozmente a Bernard Mandeville: san Pablo, Tomás Moro y, faltaría más, Robespierre.
El Incorruptible se hacía llamar este último. Llevado por su fanático afán purificador envió a la guillotina a muchas personas, no por corruptas, sino por sospechar que eran corruptibles. Basta leer algún trozo de sus discursos ante la Convención Nacional, que el libro reproduce, para comprobar su furor moralizante y su creencia de que el mundo está repleto de corruptos en potencia. Si no me equivoco, la tesis de la autora es que una interpretación dogmática de la virtud, un afán de perfección absoluta, puede llevar, sobre todo en regímenes no democráticos, a perversiones que causan más daños que la propia corrupción. Para muestra, el reino del terror que el Incorruptible implantó.
Buena es la cautela y huir de generalizaciones. Haría mucho daño, además de ser injusta, y por ello debe combatirse, la tendencia a creer que todos los políticos si no corruptos, son cuando menos corruptibles. O que todos los sacerdotes si no pedófilos, tienen en latencia alguna desviación sexual. Pero, para evitar este peligro uno y otro colectivo tienen la obligación de ser extremadamente diligentes y evitar la presencia, y sobre todo la permanencia, en sus filas de personas que muestran claras inclinaciones a cometer esos delitos que luego erosionan gravemente su imagen pública. No vale acogerse a la presunción de inocencia que la ley concede a todo sospechoso y esperar a que haya una sentencia judicial antes de expulsarlo del grupo.
Los magistrados, cuando se les presenta un caso, parten de cero. En un lento proceso han de reunir pruebas y manifestaciones que asienten su decisión sobre bases sólidas y fehacientes. Por el contrario, con toda seguridad hay colegas del sospechoso que han tenido muchas oportunidades para detectar un comportamiento inadecuado con las normas éticas, aunque quizá no siempre legalmente obligatorias, que constituyen el ideario del grupo.
No se entiende que solo ahora una comunidad religiosa reconozca que nada menos que su fundador cometió un rosario de tropelías, desde abusar de seminaristas hasta tener varios hijos con una señora, con la que forzosamente algún tiempo tuvo que convivir.
¿Cómo es posible que sus colaboradores, con los que debía tener contactos diarios, no detectaran indicio alguno de la impostura que el citado y supuesto ejemplar fundador, cuya beatificación o canonización se había llegado a proponer, representaba? ¿Y qué decir de un político de primerísimo nivel que dedicó más tiempo, en los años que fue presidente, a desviar dinero de todos los colores a sus arcas que a gobernar? ¿Es que todos los de su partido eran ciegos y sordos y se negaban a reconocer la evidencia?
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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