Por Joaquim Coello, ingeniero (EL PERIÓDICO, 16/04/10):
La política de aproximación de Rusia a Occidente, tras la disolución de la URSS, fracasó tanto por la falta de interés de Europa y EEUU para aceptarla como una nación aliada, como por la voluntad de las élites rusas de volver al corporativismo y conservadurismo de la época del imperio zarista, primero, y comunista, después. A consecuencia de ello, e impulsada por el presidente Putin, Rusia ha definido su política en tres grandes principios: el crecimiento sin desarrollo, es decir, basado en las materias primas, especialmente gas y petróleo; el capitalismo sin democracia, y la política exterior basada en el imperialismo, sin la capacidad de atracción que cualquier imperio precisa para consolidarse y crecer.
Rusia ha entrado en recesión, con un 10 % menos de PIB en el 2009 por la crisis económica y los bajos precios del petróleo. La industria petrolera rusa, principalmente pública, practica una política comercial nacionalista y agresiva. De hecho, Gazprom no ha obtenido acuerdos exclusivos por la compra del petróleo y el gas de las repúblicas de Asia central, Turkmenistán, Uzbekistán y Kazajistán, que han decidido venderlo a Occidente.
La falta de seguridad jurídica, como se demuestra por la nacionalización de los campos petrolíferos concedidos a Shell en el Pacífico y de la empresa Yukos, y la oposición del Gobierno a la inversión extranjera, que dificulta y entorpece, han reforzado la tradición autárquica del país. La interrupción del suministro de gas a Ucrania, y por lo tanto, a Europa, en dos ocasiones en los últimos tres años ha fomentado la idea de que Rusia es un socio comercial no fiable, y Europa ha buscado, cabe decir que con relativo éxito, vías alternativas a través de Turquía, que eviten el paso del gas de Asia central por Rusia.
El Gobierno ruso ha impulsado, una vez abandonadas la aproximación a Occidente y la entrada en la Organización Mundial del Comercio, la formación de una comunidad política de los estados de la antigua URSS, pero este plan también ha fracasado porque ni Bielorrusia, ni Ucrania, ni las tres grandes repúblicas de Asia central han querido convertirse en satélites de Rusia: la guerra con Georgia ha mostrado el alcance y las limitaciones de esta iniciativa. De hecho, ninguna de estas repúblicas ha querido reconocer la independencia de las regiones autóctonas que Rusia ha ocupado, Osetia del Sur y Abjasia, que se separaron de Georgia por la guerra y quedaron en un limbo entre la independencia y la satelización. La política de préstamos propuestos por Rusia a Bielorrusia, Ucrania y Uzbekistán, aprovechando la falta de liquidez de estos países por la crisis, tampoco ha triunfado. De hecho, ha sido China quien ha cerrado acuerdos económicos con alguna de estas repúblicas, lo que confirma la incapacidad de Rusia de lograr una mayor influencia en la región por vía de la colaboración financiera y comercial.
El planteamiento de ayudar a Occidente en sus relaciones con el islam y en la política de Oriente Próximo tampoco progresa por su pérdida de influencia política y militar en la zona, en parte, porque no ha podido mantener la fuerza del Ejército y su industria de armamento, que hasta la fecha ha sido la base de su poder. De hecho, el tratado de control y no proliferación de armas nucleares es el último vestigio en pie del antiguo poder militar ruso.
Desde el siglo XVII, Rusia ha compensado su retraso técnico y económico por la dimensión de su población y su territorio. Hoy, es diferente, porque la población de 140 millones de habitantes disminuye por una baja natalidad –será un 15% menor en el 2050–, y la dimensión de su territorio tiene ventajas estratégicas distintas a las del pasado.
El gobierno debería promover la liberalización del comercio, la apertura del mercado a la inversión extranjera, la explotación de la riqueza cultural de Rusia, tanto científica como artística, y de la fuerza de su lengua, la modernización de su sistema de investigación y, sobre todo, aprovechar su dimensión europacífica, más que euroasiática, para constituirse en la comunicación del Atlántico al Pacífico, desde San Petersburgo hasta Vladivostok, llegando a acuerdos con China y explotando las reservas de Siberia y del Ártico, que precisan tecnología que el país no tiene y que solo Occidente o Japón pueden proveer.
Del mismo modo que Pedro el Grande en el siglo XVIII decidió modernizar el país aproximándolo a Europa y trasladando la capital rusa a San Petersburgo, Rusia debería aprovechar la singularidad de su posición geográfica para beneficiarse de la potencia económica de sus vecinos del Pacífico –China, Corea y Japón– y del Atlántico –Europa–, que podrían aportarle el nivel de desarrollo, modernización y tecnología que necesita.
Rusia y Europa son similares en todo, con la diferencia radical de sus instituciones y gobierno: democrático en Europa, y dictatorial en Rusia, lo que dificulta una colaboración que podría ser fructífera. Pero hay que reconocer que no hay una demanda de democracia en Rusia, doctrina política desconocida y solo formalmente practicada. Puede decirse, pues, que la política rusa del siglo XXI es la de la nostalgia del imperio, cuando debería ser la de la esperanza de un moderno y abierto país en un mundo global, más que multipolar, de imperios confrontados que traduce su política actual.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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